lunes, 22 de diciembre de 2014

Testosterona (Teatro Galileo)

Desde luego, no se puede decir que en Testosterona Sabina Berman se haya arredrado a la hora de tratar grandes asuntos. En una hora y media, utilizando un solo escenario y dos únicos personajes, concentra temas como el poder, el sexo y la ambición, o, visto desde otra perspectiva, la muerte, el amor y el sacrificio. Pero, fuera temores, no hay nada de grandilocuencia. Estas eternas disputas están expuestas a través de una historia de intriga y se manifiestan no mediante grandes declaraciones de principios, sino de situaciones que se podrían considerar cotidianas.

La conclusión de la obra, a grandes rasgos, podría ser que para triunfar en el mundo laboral una mujer debe transformarse en un hombre. Pero lo mejor de Testosterona es que precisamente no cae en categorizaciones ni proclamas contundentes. Sus personajes son complejos, sibilinos, no movidos por una determinación, sino adaptables. No se trata de ponerse de un lado o del otro, de decidir quién tiene razón. Pero sus acciones son comprensibles. La obra va evolucionando desde lo que al principio puede parecer un esquemático reparto de papeles (el jefe de vuelta de todo que quiere aprovechar su posición de superioridad y la joven entregada que lo haría todo por él), hacia una relación mucho más compleja en la que no se sabe quién está utilizando a quién.

El hecho de que Berman haya decidido situar la acción en la redacción de un periódico puede parecer llamativo al principio por pelín anacrónico, pero en realidad la función de la empresa es lo de menos. Tampoco importa que el retrato de este mundo no sea demasiado realista, establecidas las reglas del juego, el espacio simbólico adquiere entidad propia. Lo que sí es más discutible es la falta de versosimilitud en la que se cae de vez en cuando en el desarrollo de la obra (lo más llamativo, la llamada de Magdalena en la que informa de la decisión que ha tomado: había que atar ese cabo, pero queda demasiado expeditivo). Por contra, es de agradecer la sutileza con la que está tratada la relación entre Antonio y Magdalena, esa ambigüedad que permanece hasta el final.

La dirección de Fernando Bernués, como de perfil, ayuda a limpiar lo que el argumento pudiera tener de artificioso. Si en la primera parte los personajes quedan expuestos a través de unos expresivos rasgos, en la segunda el interés se aplana debido a cierto estancamiento en el progreso. Pero solo será una preparación para la explosión del tercer acto, que nos hizo recordar la Oleanna de Mamet. Entonces empiezan a sucederse los giros y las sorpresas hasta descolocar al espectador más previsor.

Obviamente, uno de los alicientes por los que ver Testosterona es asistir a una nueva clase magistral de Miguel Ángel Solá, que ha sabido encontrar un personaje con el que manipular, pasar por una amplia gama de emociones y relamerse eso que se le da tan bien de hacer que hace para, después de todo, darse la vuelta, marcar un requiebro, plantarse de cara y, en suma, engañarte como a un novato. Junto a él Paula Cancio tiene que exprimirse para seguir el ritmo. Sus debilidades son las de su personaje, por lo que con habilidad logra que jueguen a su favor.

Lo peor de la función, parte del público. Quizá no sean los más detestables (esos son los impostores), pero sin duda los espectadores más molestos son estos que no paran de hacer comentarios, como si estuvieran en el salón de su casa, y de repetir lo que han dicho los actores, quizá para que llegue a sus dañados cerebros. Alguien debería explicarles que los protagonistas de la función no son ellos.

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