lunes, 9 de marzo de 2015

Needles and Opium (Teatros del Canal)

Hay una escena en Needles and Opium en la que Miles Davis, tras su fracasada historia de amor con Juliette Greco en París, regresa a Nueva York y se sumerge en un abismo de drogas y autodestrucción, sin querer ponernos melodramáticos. Es un momento de una belleza sublime en el que la combinación de música e imágenes nos hace vislumbrar un tipo de teatro insólito capaz de dejar boquiabierto al espectador más impasible (como la insufrible del móvil, que incluso puede prescindir de su juguete durante unos minutos). Y sin embargo, hélas pour moi, la escena adolece de una falsedad insalvable. Porque todo queda muy bonito, es cautivador, trascendente, pero no nos lo creemos.

Y he aquí el punto fuerte y a la vez la carencia más importante del teatro de Robert Lepage. Visualmente es deslumbrante, si el espectador se deja llevar, descubrirá un mundo nuevo fascinante y no se creerá lo que ve. Pero... literalmente: no nos lo creemos. La construcción dramática de Needles and Opium, si se puede calificar así, es tan superficial y magra que nos quedamos famélicos. Devorada por el despliegue escénico, la materia argumental se queda en esbozos a veces con apariencia de relleno (como cuando en la sesión de desintoxicación sentimental el protagonista se pone a hablar de los avatares del Quebec). Y eso que la ambiciones no son modestas, amor y muerte, en genérico, o historias de soledad y desesperación, más en concreto. Pero si lo que vemos en escena nos fulmina las neuronas, lo que escuchamos nos expela el sentimiento.

Un problema particular (nuestro) es que Jean Cocteau nos cae gordo (cfr. sus películas), y después de esta obra su reputación no es que haya mejorado ante nuestros ojos. Lo cierto es que Miles Davis tampoco es que fuera un encanto de persona y tenía un carácter de esos que mejor verlos desde el burladero, pero eso poco importa cuando se escucha su música. Sin embargo el histriónico Cocteau, además de tener una de esas personalidades un poco repelentes y unas actitudes más bien discutibles (como las que mantuvo durante la Ocupación), tiene una obra que vista hoy hace que se caiga el alma a los pies. Y cuando los ves aquí, en Needles and Opium, aparte de las ganas de estrangularlo, pocos sentimientos más poéticos despierta.

Y eso que Marc Labrèche hace un trabajo más que notable, aunque mejor cuando se pone en la piel de Robert. Puede estar tan gracioso para al momento caer en el patetismo (como en la escena del doblaje), hablar por teléfono con una empatía muy difícil de conseguir, más si tenemos en cuenta que nunca tiene el apoyo de la réplica, y transmitir su sufrimiento de una manera mucho más directa que la que se filtra a través del texto. Además, todo esto, hay que tenerlo en cuenta, mientras hace acrobacias y tiene que seguir las difíciles pautas y ritmos de la puesta en escena. En este terreno también se desempeña con soltura y elegancia Wellesley Robertson III, consiguiendo que todo lo artificioso de la creación parezca sencillo.

Al final del espectáculo, y muy merecidamente, salieron a saludar los técnicos y se llevaron la mayor ovación, lo que no deja de ser sintomático. El sonido, la iluminación, las proyecciones, los cambios de escena dentro del cubo mágico son prodigiosos y fluidos. Un verdadero tour de force saldado con éxito y que, para cierto tipo de teatro, podría considerarse un logro mayúsculo. Tenemos que decir que asistir de vez en cuando a este tipo de funciones es necesario y gratificante, como volver a apreciar, o quizá descubrir, todas las posibilidades de una puesta en escena inventiva y fantasiosa. Pero, en el fondo, creemos que con un simple perchero se puede alcanzar más pureza teatral que con todos los trucos del mejor prestidigitador. 

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