miércoles, 21 de octubre de 2015

El alcalde de Zalamea (Teatro de la Comedia)


Al regresar al Teatro de la Comedia para ver El alcalde de Zalamea, después de trece años de dilatada espera, la sensación es extraña. Como cuando vuelves a un lugar que no visitabas desde que eras pequeño (y no es el caso), el teatro parece haber encogido. Si las funciones que más nos han gustado seguramente se han visto engrandecidas aún más por el embellecimiento del recuerdo, parecería que, de manera simbólica, después de haber frecuentado tanto el Pavón nuestros sentidos también nos estaban engañado en materia de proporciones. En cuanto al resultado de la reforma: lo de siempre: tanto tiempo para esto: entre hortera y provinciano (lo cual, después de todo, no está tan lejano de la esencia de Madrid, la más grande de las ciudades provincianas). Esperemos que con el tiempo el teatro adquiera una pátina que le devuelva su pedigrí y que se apaguen un poco los agresivos colorinchis.

Todavía más años hace de la versión de El alcalde de Zalamea que dirigió Sergi Belbel en este mismo escenario, de la que sinceramente solo retenemos algunos fulgores (aquí la memoria ni ha engrandecido ni ha achicado). Que sea una obra de Calderón la elegida para reabrir la Comedia es una decisión comprensible (ya Marsillach decidió inaugurar la Compañía Nacional de Teatro Clásico con El médico de su honra), aunque desde luego no arriesgada. Pero bueno, esto es casi más cuestión de azar (tantas veces se ha visto postergada la reapertura) que de planificación, así que el resultado de la lotería no ha estado mal. De todas maneras, ojalá Helena Pimenta hubiera tenido la misma prudencia a la hora de realizar la puesta en escena, tan irregular en sus resultados, en los que combina ideas respetables y escenas de mucho mérito con salidas que rayan el esperpento.

Así, después del excelente monólogo de Isabel después de su violación, contenido y explosivo a la vez, sin alardes pero virtuoso, la directora se marca una de esas ocurrencias que dan mala fama al teatro, un bailecito y unas exclamaciones tipo ándale ándale totalmente fuera de tono. Hablando de tonos, la música de la función es su punto más detestable. Ignacio García no se ha mostrado muy atinado, pero es que al parecer a Pimenta le debió de gustar mucho el experimento de Blanca Portillo en La vida es sueño y nos encasqueta unos numeritos vocales de un gran poder enervante (en su peor acepción). Los habitualmente excelentes Pedro Moreno, Juan Gómez-Cornejo y Max Glaenzel, de lo mejorcito del teatro actual en vestuario, iluminación y escenografía, tampoco se muestran aquí especialmente inspirados y su trabajo es poco original, cuando no plano.

Dicho esto, como ya apuntábamos este montaje de El alcalde de Zalamea también tiene momentos excelentes. Sin ninguna duda, lo que permanecerá en nuestro recuerdo y será debidamente exaltado, son la escenas que comparten Carmelo Gómez y Joaquín Notario. Como si fueran dos personajes fordianos, de vuelta de todo pero íntegros y confiables, el alcalde y Don Lope se pasean por las tablas con un dominio de la escena y un saber estar formidables. Gómez tiene una dicción y una voz superlativas. En él el verso tiene una naturalidad que pocas veces hemos disfrutado, en absoluto forzado ni artificial. Notario, que ya fue Pedro Crespo en otro producción de la CNTC, se sabe el repertorio al dedillo y ha alcanzado un punto de madurez en el que borda cualquier personaje que le echen. Pero si ambos son unos monstruos escénicos, cuando están juntos saben que su fuerza más que sumarse se multiplica, ahora tenemos la sensación de que esto no es una reconstrucción más o menos fiel, más o menos innovadora, esto es teatro de verdad, vivo.

Con Nuria Gallardo y Rafa Castejón hay un problema evidente, y es que su edad no se aproxima a la de sus personajes ni echándole toda la imaginación del mundo. Esta rémora es especialmente notable en la primera parte del espectáculo, la más ligera y divertida. Cuando la cosa se pone serie y el drama se desborda, ambos son capaces de tomar las riendas de sus personajes y darles una profundidad acorde con la gravedad exigida. Pero lo cierto es que el quiasmo entre comedia y tragedia es demasiado acusado, y hace que nos fijemos demasiado en la sobreabundancia de “graciosos” de la primera parte, aunque el trabajo de los intérpretes sea fino. David Lorente (después de una primera escena un poco difícil de entender) es un Rebolledo tunante y picaresco, siempre divertido y maleable. La pareja que forman Francesco Carril y Álvaro de Juan, mezcla de Don Quijote y Sancho con el Lazarillo de Tormes, también hace disfrutar con unas intervenciones divertidas y ajustadas. El papel de malo de la película le toca a Jesús Noguero, igualmente notable en su dicción y que no desmerece en las escenas más tensas.


1 comentario:

  1. Sinceramente creo que el montaje no aporta nada a la historia de la puesta en escena del teatro español. Sin ningún riesgo y excesivamente clásica.

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