lunes, 14 de diciembre de 2015

Nada que perder (Sala Cuarta Pared)

Entre las múltiples categorías en las que se puede dividir el teatro, hay dos grandes corrientes que esquemáticamente calificaremos como teatro de evasión y teatro comprometido, sobre los que no hacen falta mayores explicaciones. Ambos son legítimos y, bien ejecutados, pueden funcionar a muy diversos niveles (y, por supuesto, ambos pueden dar lugar a mediocridades). Pero si tuviéramos que elegir, nosotros nos quedaríamos con una mezcla de ambos, un teatro entretenido e ingenioso, pero que además provoque reflexión e incomode. Nada que perder es un gran ejemplo de este tipo de propuestas que pretende plantear cuestiones (montones de preguntas, ya incluso desde antes de que comience la obra), pero que no lo fía todo al mero planteamiento ideológico, sino que también ofrece una sólida propuesta dramática.

Y eso que a veces la función puede parecer demasiado expositiva. Los personajes, por otro lado bien definidos y con gran complejidad psicológica, también adquieren la función de símbolos, como si fueran la tesis, la antítesis y la síntesis, lo que puede añadir en cuanto a elucubración moral, pero resta en cuanto a trasmisión teatral: es difícil identificarse con un arquetipo. En una obra tan filosófica (y que no se avergüenza de serlo) como Nada que perder, hasta los actores pueden cobrar forma de teoría. Tampoco ayudan a la fluidez y la empatía el por momentos excesivo recurso a tirar de datos. Además, es información que todos conocemos, y aunque no viene mal tenerlos presentes, hay maneras más sutiles de proporcionar este contexto. También hay algún momento en el que a Javier García Yagüe se le va un poco la mano en lo tremebundo. La escena entre la madre y el niño parte de una buena idea de puesta en escena, una historia de terror cotidiana narrada como un cuento clásico de miedo, pero el efecto final, por muy impactante que sea, deja la sensación contraproducente de la exageración: la situación ya es de por sí lo suficientemente terrible como para añadir efectos.

Pero estos escollos son fácilmente sobrepasados cuando nos metemos en cuestión. Es admirable la progresión dramática lograda por QY Bazo, Juanma Romero y García Yagüe. A partir de choques dialécticos entre dos personajes sobre los que intercede un tercer elemento que está y no está, que incordia y busca la simbiosis, una historia con aspecto de thriller va desarrollándose en diferentes vectores que enriquecen la comprensión y dibujan un panorama amplio y diverso con pretensiones de resumir el estado actual de la nación, aunque sin perder en la ambición el sentido de lo personal. A cada escena vamos comprendiendo mejor la situación, pero al mismo tiempo aumentan las preguntas, surgen más dudas que van de lo práctico, de lo inmediato, a lo absoluto, lo moral. El planteamiento de "qué haría yo en su lugar" se convierte en el verdadero leitmotiv de la obra. Así, el espectador se ve absorvido por la intriga de la obra en su sentido más convencional (qué pasó, quiénes son los responsable, cómo acabará) mientras se debate entre disyuntivas pragmáticas y éticas de difícil resolución.

Para todavía mayor desasosiego, en lugar de dar tiempo a la reflexión y la calma, Yagüe decide acelerar el ritmo al máximo, sin dar tiempo a llegar a un acuerdo. Cada escena se sucede con el tiempo mínimo otorgado a los actores para cambiar de vestuario, y desde que despega la escena, ya no hay ni un segundo de respiro. No se suele decir, porque suena un poco chorra, pero a nosotros nos sigue sorprendiendo la capacidad de los actores no solo para aprenderse unos textos tan largos y complejos, sino que por otra parte, en Nada que perder hay que añadir que no tienen tiempo para pararse a rememorar, todo lo sueltan como un torrente, y encima tienen que encarnar a multitud de personajes muy diversos sin apenas apoyos externos. Solo por eso, todo nuestra admiración.

Pero es que además, los actores están soberbios. Marina Herranz (que cambia de edad a su gusto a lo largo de la función) tan pronto es una jovial empleada que preferiría no saberlo como una despiadada empresaria que se las sabe todas. Precisamente esta escena, en la que se entrena junto a un abogado para "flexibilizar" la justicia es una de las mejores de la obra (nos hizo pensar en lo bien que estaría una obra entera sobre un juicio, en el cine siempre funciona y en teatro, bien realizado, tiene que ser toda una experiencia). Pedro Ángel Roca empieza la obra al borde del colapso, pero más tarde demostrará que puede dominar registros que van desde la apatía total a la elegancia de lo sugerido, aunque casi en cada momento prevalece esa angustia que es el sentimiento preponderante de la obra. Javier Pérez-Acebrón también se mueve con soltura en diferentes perfiles, que van desde un niño asustado a un padre que todavía lo está más. Su alegato final, una explosión de desengaño y rabia, evita la grandilocuencia gracias al verdadero sentimiento. Lo que podría caer en la exposición de unas ideas manidas e incoherentes, adquiere la fuerza y la contundencia de una verdad que debe expresarse.


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