viernes, 8 de abril de 2016

Celestina (Teatro de la Comedia)

El espectador que se acerca a ver Celestina (¿qué fue de los artículos? Con tal de aparentar que sabemos inglés acabaremos por hablar como los indios de las películas, solo que con gerundios en lugar de infinitivos) cree que lo tiene ya todo hecho: con una obra como la de Fernando de Rojas y un director y protagonista como José Luis Gómez, nada puede salir mal. El problema llega cuando los responsables tienen la misma sensación: entonces es casi seguro que todo saldrá mal. Y, efectivamente, esta Celestina está solo a unos milímetros del desastre absoluto.

Esperamos que fuera solo mala suerte, pero la función que presenciamos, incluidos continuos y variados fallos técnicos, parecía más una fase muy previa de ensayos que una obra ya lista para su presentación en sociedad. Sin duda, el hecho más llamativo es que Gómez (no hace falta decir que es uno de los mejores actores del país), pareciera no saberse su papel (¿esos gestos repetidos de llevarse la mano a la oreja indicaban la necesidad de un pinganillo?). Aunque a lo mejor es que ha llevado la naturalidad a un nuevo nivel: esto sí que es como si estuviera inventándose el diálogo en directo.

Con la perplejidad en la boca y en las mientes, las demás consideraciones sobre la obra quedan en un segundo plano. Sí, las pretensiones estéticas (ese tenebrismo pavoroso) alcanza por momentos una plasticidad tétrica de gran efectividad. Cierto, es interesante la mezcla práctica (quizá demasiado tomada al pie de la letra) de tragedia y comedia, con una Celestina convertida más en víctima que en diablo, aunque el guiño constante acabe por tener un punto chocarrero. Es verdad, hay que admitir que el resto del elenco se muestra esforzado y profesional (destaca Raúl Prieto, en los dos mejores por más divertidos momentos de la función y da un poco de coraje el papelón que le cae a Chete Lera, quien tiene que esperar más de dos horas para reaparecer y provocar las ansias homicidas del respetable con su intempestivo discurso final).

Pero todo queda ensombrecido por la falta de ritmo, por la sensación de desencabalgamiento, de que las escenas se suceden sin continuidad, por la acumulación de lapsus, por las pisadas, la frialdad que invade el escenario en los momentos de supuesta exaltación. En fin, por la sensación de haber asistido a una tomadura de pelo.


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