martes, 11 de diciembre de 2012

Cyrano de Bergerac (Teatro Valle-Inclán)


¿Cuántas vocaciones teatrales habrá despertado Cyrano de Bergerac? El propio Oriol Broggi, en su comentario a este montaje, recuerda cómo la mítica versión de Flotats le acercó al mundo de las tablas. Y es que ya desde su arrollador inicio resulta muy difícil, incluso para el espectador menos rodado (o incluso todavía más para él) resistirse al empuje de un personaje arrebatador.

Precisamente. Cyrano es un personaje bombón, nadie lo duda, pero puede ser un bombón envenenado. Porque además de otros referentes teatrales, en este caso también se puede comprobar fácilmente lo que con él hicieron José Ferrer, Steve Martin (esta mención puede sonar a boutade, pero somos grandes admiradores de Roxanne) o, sobre todo, Gerard Depardieu. Pero es ver a Pere Arquillué en escena y olvidarte de todo lo demás. Después de ver su derroche de talento en ¿Quién teme a Virginia Woolf? sabíamos que podía hacer frente a cualquier reto, pero es que aquí se supera a sí mismo. Si en este modesto blog diéramos premios, sin duda Arquillué se llevaría el de mejor intérprete masculino del año por aclamación y por partida doble.

Por otra parte, si el trabajo de Arquillué es de los que se quedan grabados, el resto del reparto no desmerece. Marta Betriu ofrece una Roxana al principio algo distante, pero que va adquiriendo carácter hasta su emotiva escena final. Bernat Quintana tiene un evolución similar, desde el personaje que solo sirve como apoyo hasta cobrar una entidad propia en los momentos más dramáticos. Del resto de actores, destacaríamos a Jordi Figueras, que tiene el papel más jugoso y sabe aprovecharlo con astucia.

Pero no se trata, como en tantas otras ocasiones, una de esas funciones en las que el talento de los actores tiene que sobreponerse a la mediocridad circundante. El maravilloso texto de Rostand cuenta aquí con una traducción de Xavier Bru de Sala (¡cuyo nombre no aparece en la página del CDN!) que es tan brillante, libre y punzante que parece escrita hoy mismo con un talento que ya parecía olvidado. Porque, por una vez, incluso ciertas licencias “modernizadoras”, que siempre suelen cantar, aquí sin embargo suenan con total naturalidad. Cuánto ingenio, cuánto trabajo ha tenido que poner Bru de Sala en este encargo para brillar de una manera tan esplendorosa.

Y la dirección de Oriol Broggi, que cada vez nos gusta más, no se queda atrás. Cada escena tiene su propia entidad y a la vez el conjunto posee una unidad no distorsionada por la diversidad de acción y tiempo. Tanto en el trabajo de todo el reparto como en la concepción global del montaje se nota la mano creativa y cariñosa de un director con una habilidad perfeccionista y sutil para le creación de ambientes.

Este trabajo de puesta en escena se ve facilitado por unos decorados (Max Glaenzel) y un vestuario (Berta Riera) que nos han encandilado. La famosa escena del balcón, en la que también cobra protagonismo la excelente iluminación de Guillem Gelabert, es de una delicadeza que deja con la boca abierta, y las transiciones entre decorados están manejados con una fluidez que va más allá de los convencionalismos teatrales.

Estas reseñas, en las que básicamente decimos que “nos gusta todo” no son fáciles de escribir (al fin y al cabo, nuestro repertorio de alabanzas es limitado), y seguramente tampoco son muy divertidas de leer (desde luego, no tanto como las críticas destructivas que no se encontrarán por aquí), pero sinceramente, nosotros no tenemos duda: si el peaje a pagar por un espectáculo magistral en el que nos lo pasamos genial de principio a fin e un comentario reiterativo en sus ditirambos, desembolsaremos el precio con gusto.  

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