lunes, 25 de mayo de 2015

Luciérnagas (Teatro del Arte)

Se dice que para construir una perfecta canción pop son suficientes tres acordes y un estribillo pegadizo. Se diría que elaborar una buena obra de teatro exige mucho más, pero la clave es la misma: la sencillez. Demostración empírica: en Luciérnagas, con tres personajes y una historia de paso, Carolina Román consigue abrir el cielo. Cierto, Luciérnagas tiene uno de esos argumentos que si lo cuentas provoca dos tipos de reacciones: o “esa ya la he visto” o “eso está muy visto”. Pero luego te sientas en la butaca y resulta que es como si fuera la primera vez que te cuentan una historia así. De hecho, hay tanta naturalidad, tanta vida en estas personas, que ni tan siquiera es un cuento, sino como si empezaras a revivir los recuerdos de otra persona.

Incluso los recursos dramáticos (menos uno) se difuminan para dotar a la función de un aire especial, como de vacaciones. El hombre que regresa a su viejo hogar para dar pie a la rememoración de un momento fundamental en su vida es un tópico narrativo ya estandarizado, pero cuando Julio se sienta en su antigua cocina e inicia su viaje en el tiempo, tenemos la sensación vívida de acompañarle en ese retorno a los lugares más dolorosos. De la misma manera, al concluir el trayecto, y aunque se produzcan un cierto deslizamiento poetizante (más sugerente en su manifestación estética que en la verbalización), el espectador tendrá que reconocer el fondo íntimo de verdad que hay en la escena.

Pero antes de dejarnos llevar nosotros también por el torrente, tenemos que decir que Luciérnagas es la obra más divertida de las tres estrenadas por Román. Hay un gran tonelaje dramático y momentos de conflicto en los que la tensión se dispara, pero aunque en las otras obras de la autora también había momentos más relajados, en ninguna nos habíamos reído tanto como con esta. Y gran parte del mérito lo tiene Aixa Villagrán, para nosotros una auténtica revelación. Es verdad que el personaje escrito por Román es un auténtico regalo ( suponemos que le habrá costado mucho resistirse a reservárselo para ella misma), un vendaval de pasión, de gracia y de sensibilidad, pero hace falta mucho talento para saber explotar todas las posibilidades que ofrece y construir a esta memorable Yiyi, una extraña que entra en el mundo aparentemente inamovible de Luciérnagas para incorporar alegría y futuro.

Se nos va a acabar la lista de elogios, pero es que a partir de ahora la admiración que teníamos hacia Román como actriz y escritora se amplía a su labor como directora, destacada en Luciérnagas sobre todo en el trabajo de los actores. Porque si la interpretación de Villagrán es extraordinaria, las de Fede Rey y Jaime Reynolds no desmerecen en absoluto. Rey tiene el difícil encargo de encarnar un personaje como el de Alex, que fácilmente puede llevar al exceso y al exhibicionismo, pero además de ser siempre creíble, Rey aporta matices que van desde la ternura hasta la intimidación. Reynolds (por cierto, será porque le vimos entre el público, pero nos recordó en presencia y voz a Daniel Muriel) también salva con nota los momentos más conflictivos de la función. Tiene que mostrar la agonía paralizante de una situación que no puede dominar, las ilusiones perdidas y la madurez precoz que define su personaje, y siempre consigue dar la nota justa.


La única escena que no nos gustó de toda la obra fue el momento del sueño, y es que las recreaciones oníricas y el teatro nunca han casado bien. Pero lo más molesto es que corte la fluidez orgánica de la historia con evocaciones simbólicas, aunque sea para introducir claves de interpretación psicológica. En cualquier caso es corta, y justo después vamos que Román y Villagrán son capaces de superar otro escollo habitualmente condenado al fracaso: una escena de borrachera. En ella Villagrán se desinhibe totalmente y ahora sí podemos completar algunas de las pistas que se han ido desperdigando a lo largo de la obra. Es solo una muestra de este continuo ir y venir de sentimientos en el que se combinan momento de la mayor placidez con estallidos desestabilizadores para que al final todo encaje. Pasarán los años y el tiempo se ralentizará, pero ya no seremos capaces de atraparlos en todo su esplendor. Aunque ya nadie podrá privarles de su luz. 

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