lunes, 11 de mayo de 2015

Our Town (Teatro Fernán Gómez)

Our Town es una de las obras de teatro más conocidas de la cultura popular norteamericana y seguramente la más representada por compañías escolares y de aficionados. Sin duda ayuda el que sea un texto con multitud de personajes interesantes y que su puesta en escena no exija excesivos recursos (según indicaciones del propio Thornton Wilder debía representarse con el menor atrezo posible y sin decorados). También es cierto que la obra puede verse como una reivindicación de una época dorada, de un tiempo pasado y casi perdido de inocencia y buen corazón, lo que suele garantizar una acogida generosa por parte del público. Pero el mayor valor de Our Town, lo que realmente ha contribuido a su pervivencia, es que se trata de una obra de teatro modélica. Sí, si dentro de mil años se intentara explicar a los estudiosos en qué consistía el teatro del siglo XX, Our Town sería una buena candidata para despejar dudas.

La aproximación al texto de Wilder puede realizarse desde perspectivas muy variadas. Se puede optar por una evocación poética, un tratamiento elevado que transforme esta pequeña ciudad como cualquier otra en símbolo de un humanismo vitalista, una invitación a disfrutar de la existencia aprovechando sus más esquivos presentes; también se puede incidir en su particular trascendencia, que va más allá del retrato de la vida cotidiana para indagar en la felicidad consumada a través del bien común; tampoco sería descartable una visión irónica, que tome distancia de los hechos narrados y de su idealización para divertirse con las simplezas de la buena gente; cómo no, en Our Town también hay un poderoso impulso romántico, historias de pasión juvenil y de amor maduro que desbaratan cualquier cinismo; y, por concluir ya una lista que podría seguir alargándose, no es descabellado interpretar todo lo visto como una historia de fantasmas. Cierto, la obra comienza como El cuarto mandamiento (recordemos que Orson Welles participó en una versión radiofónica) y termina como un episodio de Dimensión desconocida.

El problema del montaje de Gabriel Olivares, por otra parte encomiable, es que trata de aunar todas estas vertientes y el resultado es por momento abrumador. Y eso que intenta mantener la esencia propuesta por Wilder, con un hábil uso de pocos elementos que multiplican su función y una dirección de actores que huye del manierismo. Pero la función es un torrente de ideas, más o menos equilibrados entre aciertos y fallos. Al “cada plano, una idea” de Godard, Olivares responde con un “a cada escena, un invento”, y es imposible estar todo el tiempo inspirado y además no agotar al espectador con tanto ingenio. Es como si el director no hubiera querido dejarse nada en la maleta, como si quisiera desplegar todas las posibilidades que le ofrece Wilder, pero esto conlleva que junto a momentos deslumbrantes y sentidos, como esas escenas hogareñas de calma y comprensión, o también la naturalidad con la que se toman las propuestas más filosóficas, haya otros que sobren o incluso incomoden. Por ejemplo, en los momentos más emocionantes, hay un cierto distanciamiento, una ironía no muy pertinente que evita que se produzcan esos destellos de verdadera vida que son la piedra de toque del puro teatro.

La representación se abre con Efraín Rodríguez como inmejorable guía para introducir al espectador en el mundo de Our Town. En pocos minutos ya conocemos las claves en las que va a funcionar la representación y los complejos trucos ideados por Wilder se desvelan con una sencillez que facilitan entrar en el juego de manera inmediata. En el segundo acto toma el relevo Ángel Perabá con igual maña para la narración y la descripción. Lo que hasta entonces habían sido apuntes del natural cobra consistencia con el desarrollo de la historia de amor entre Emilia y Jorge. Aupados por sus consistentes madres, Chupi Llorente y Mónica Vic, que aportan solidez al irregular reparto, Elena de Frutos y Paco Mora componen una pareja de inocentes muchachos temerosos ante lo que se les viene encima, tímidos en los primeros pasos y desbordados cuando llegan las grandes decisiones. Si en los momentos más dramáticos les falta algo de empuje, dan bien cuando se mueven en la incertidumbre y en la escena de cortejo muestran un encanto y un brillo en los ojos genuinos.


El tercer acto es conducido por Eva Higueras con una ligereza que baja un tono que podía haber caído en lo pretencioso. Aquí veremos los momentos más evocadores (con un buen giro en la puesta en escena), llenos de dolor, pero también de esperanza. Si en la escena de la boda a Olivares se le había ido un poco la mano en el distanciamiento y la actualización, aquí recupera la contención y recrea las escenas más bellas y sentidas de toda la obra con el debido respeto. Es un momento especialmente delicado, pues es fácil caer en el absurdo o en el sentimentalismo, o por otro lado buscar la salida cómoda de la parodia. Pero Olivares consigue controlar la temperatura hasta alcanzar el clima ideal, logrando que el punto culminante de la función esté a la altura de lo esperado y que cuando se encienden las luces y haya terminado la representación, nos demos cuenta de que la reverberación acaba de comenzar.

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