La zarzuela está tan llena de malentendidos y equívocos que sería inútil tratar de desentrañarlos. Y no me refiero a éste espectáculo en concreto, sino al género en sí. Pero nada mejor para acabar con esta falsa imagen de la zarzuela, vista por quienes no conocen nada en absoluto sobre ella como algo pasado de moda y rancio, que con una fina y elegante representación como la que nos ofrece Lluis Pasqual.
Muchos directores aprovechan las posibilidades de lucimiento que ofrece la zarzuela para desplegar sorprendentes delirios de puesta en escena llena de trucos, colores y figurantes. De vez en cuando esta opción no está mal y nos ofrece delicias como Los sobrinos del capitan Grant, ya un clásico navideño (y, por cierto, del mismo autor que Château Margaux y La viejecita, Fernández Caballero). Pero Pasqual ha elegido un tono mucho más comedido, sobre todo en su primera parte. Apenas un fondo que aparenta un estudio de radio de los años 50, con un piano de cola y un par de micrófonos. Y prácticamente sin argumento, los actores-cantantes van desfilando dando sus recitales con una enorme gracia y ese encanto tan difícil de conseguir, sobre todo si se renuncia al recurso fácil de la nostalgia, aquí reservado simplemente a la representación de algunos populares anuncios musicales de la época.
En la segunda parte el director se permite algo más de esplendor y el escenario se transforma en una sala de baile con dos escalinatas que permiten la entrada de los coros (con un vestuario de lo más inapropiado, lo peor de la función). Sin dejar el tono humorístico, cariñoso, ahora podemos escuchar (que no entender) a los coros y apreciar ciertos esfuerzos coreográficos. Pero sin ninguna grandilocuencia ni pretenciosidad. Ahora si hay un argumento, pero tan ligero que ni merece la pena ser comentado. Mejor disfrutar de escena por escena, cada una de ellas con su propio toque de ingenio.
Entre los actores destaca Jesús Castejón en su doble papel de locutor de radio y desinhibido tío Manuel. Lo único que se echa en falta es ese momento cumbre que lleve al público a la emoción total. Por eso, en el momento de los aplausos, el tono fue respetuoso pero monocorde, sin que ni tan siquiera Castejón se llevara su merecida salva.
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