El libreto de El arte de la comedia es el perfecto ejemplo de texto genial que no pasaría ni la primera criba de cualquier Academia que se precie. Tras una breve introducción en la que De Filippo, muy levemente disfrazado de Oreste Campese, hace una loa al mundo del teatro, que en esta ocasión es un repaso a su propia vida en escena, el espectador se topa con una larga escena en la que el propio Campese y el gobernador De Caro discuten sobre las delicias y penurias del oficio teatral, las políticas a seguir para su mejoramiento, su impacto social. Desde la cordialidad inicial la conversación se va agriando hasta que un indignado gobernador, que cree que el actor quiere aprovecharse de él, echa a éste de su despacho.
En un momento de este extenso diálogo, se dice que la tantas veces alabada “valentía” de un autor teatral en realidad esconde la visión represiva que sobre este oficio tiene la sociedad: ¿por qué, si no, un dramaturgo iba a tener que ser valiente? Pues bien, el arrojo de De Filippo es casi suicida. Y su confianza en sí mismo. Porque hace falta coraje para pasearse por el filo de lo tolerable por el espectador común (es fácil imaginar que no a todo el mundo le interese un tête à tête de media hora larga sobre un tema puramente teatral) y porque el autor consigue salir bien parado del empeño sin recurrir a trucos manidos (como buscar la identificación/rechazo con los personajes), sino con la pura fuerza de las palabras. También es digno de elogio que Carles Alfaro en su puesta en escena haya decidido ser respetuoso con el texto y dejando la escena como una confrontación entre los dos personajes, sin querer hacerse notar.
Después de esta primera parte, el espectador se frota las manos: la discusión ha acabado con una amenaza del histrión: las próximas citas que se pasaran por el despacho del gobernador quizá, quién sabe, sean actores de su compañía disfrazados para la ocasión. Una excelente oportunidad para saber si su oficio es tan despreciable que hasta una mirada superficial puede descubrirlos. Aquí había dos caminos por los que tirar: la reflexión metateatral (explícitamente citada con la referencia a Pirandello) o la denuncia social sobre la mala vida de los actores a el desprecio que sufren por parte de una sociedad que sólo los valora como pasatiempo (como si fuera poco). Obviamente, De Filippo desprecia ambas posibilidades. ¿Y qué hace? Sólo teatro. Unos textos creativos, cómicos y patéticos, desarrollados con infalibilidad. Una oportunidad para el lucimiento de los actores. Señores, nos dice, podemos darle muchas vueltas al asunto, pero a esto se reduce todo. ¿De verdad que no es suficiente? Y hasta de sobre, contestamos.
Suponemos que una obra así es un regalo para la gente del teatro. Una reivindicación del propio oficio, pero también una obra llena de posibilidades. La puesta en escena, que podría haber resbalado por los terrenos de la autoconsciencia, se ajusta sin embargo a las exigencias del texto y diríamos que se queda en un segundo plano, dejando jugar. Y los actores se lo pasan en grande. Enric Benavent, del que siempre habíamos tenido algunas dudas, como Oreste, aquí está inmenso, desde su primera escena elegíaca hasta su gloriosa frase final. Pero lo de Pedro Casablanc está fuera de categoría, una de esas actuaciones para salir a hombros. Acorde con la directriz de no hacerse notar, a veces parece como si su personaje fuera funcional, pero de alguna manera logra convertirse en el centro de toda la función. No podría imaginarse un estilo más acorde con la obra y a la vez tan resplandeciente. Esto también es teatro destilado.
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