jueves, 10 de febrero de 2011

Gata sobre tejado de zinc caliente

Si en nuestro comentario sobre Un tranvía llamado deseo valorábamos la puesta en escena de Mario Gas como un acercamiento canónico a la obra de Tennessee Williams, la aproximación de Àlex Rigola a Gata sobre tejado de zinc caliente es tan personal como descafeinada. Empecemos por el título. ¿Por qué quitar los artículos? ¿Una señal desde la presentación misma de que la obra ha sido recortada hasta sus fundamentos más esenciales? Pero los artículos no son superfluos, siempre nos dan una información necesaria para nuestra mejor comprensión. Y si eso pasa con los artículos, ¿cómo no echar de menos la mitad del texto que ha sido seccionada?

A menudo se ha acusado a Rigola de exagerado, de llevar sus propuestas más allá del buen gusto, de querer llamar la atención sin detenerse ante ninguna consideración por la obra de la que se ocupe. En pocas palabras, de despreciar el texto en beneficio de una dirección egocéntrica y megalómana. Pero en sus últimos estrenos, al menos los que hemos visto, esta desbordante creatividad, que podía llevar a ideas geniales y, sobre todo, muy divertidas, o a patinazos históricos, parecía haber sido domada, como demostraba el logro absoluto de Rock 'n' Roll.

Con Gata, sin embargo, Rigola parece haberse pasado de frenada. Su contención es llevada a tal extremo que queda fría, demasiado elevada, no ya sólo despectiva ante cualquier intento de empatía con el espectador, sino que parece que le éste le molesta. Al principio se tiene la sensación de que va a ser un montaje a lo Racine, con los actores mirando todo el tiempo al público y recitando sus textos. Poco a poco Chantal Aimée se va desprendiendo de esta frialdad y consigue imponer la rabia de su personaje, pero a costa de que Joan Carreras quede como un pelele patético. Así estamos cuando aparece Muntsa Alcañiz y vuelve a descolocarnos. Personalmente, nos tomamos su personaje de la abuela a risa, con su forma de soltar las frases con desgana y sus paseos sonámbulos, pero la sala no pareció compartir nuestra apreciación.

El momento más esperado es el enfrentamiento entre Carreras y Andreu Benito, aunque la catatonia del primero hacía temer que Benito le hiciera desaparecer del escenario sin esforzarse. Y la escena resulta... así, como unos puntos suspensivos. Como si Rigola temiera caer en el melodrama, o peor todavía, en el camp, y ni me lo tomo en serio ni le pongo demasiada ironía al asunto. Así, en menos de hora y media, se ha acabado la obra, que se nos ha hecho corta, que no podemos decir que haya sido mala, pero tampoco nos ha emocionado como un título así debería hacer.

Unas buenas palabras para la escenografía, con una cama, un árbol, unos algodones y un piano que son más que suficientes para recrear un territorio complejo aquí jirabizado. El cambiante juego de luces también beneficia el extrañamiento general y un oportuno Raffel Plana al piano saca todo el partido posible a su ambientación musical.

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