Deberíamos
ir más a menudo al Teatro de la Zarzuela. Si no por su programación,
al menos por su público, sin duda el mejor de Madrid. Incluso en
esta ocasión, cuando al llegar nos dio la impresión de habernos
equivocado de camino y de estar en cortilandia (tal era la marea de
niños), fue un placer compartir espectáculo con una audiencia
entusiasta, agradecida e implicada. Cierto que durante toda la
representación se oyó un runrún imparable, que de vez en cuando
atronaron algunos lloros e incluso que algunos momentos causaron
pavor y algún gritito horrorizado. Pero sabíamos a lo que íbamos y
todo esto también se puede apreciar como parte del espectáculo.
Ya
hace tantos años que vimos Los sobrinos del capitán Grant
que nos parece inverosímil. Tanto que o hemos olvidado muchísimas
cosas, o la función, sobre todo en su segunda parte, ha variado casi
por completo. Da igual, incluso mejor, así podemos disfrutarla de
nuevas. Porque un espectáculo como este es necesario al menos una
vez al año. Se trata de un teatro de efectos, poco practicado y que,
por motivos de presupuesto, mucho nos tememos que no se va a poner
precisamente de moda próximamente.
Paco Mir, con un derroche de inventiva tanto en la puesta en escena como en la versión, proporciona un derroche de alegría sin
remordimientos, pura euforia sobre las tablas. Los chistes son tantos
que los hay redondos y prescindibles, pero da igual, con que la mitad
acierten, ya tienes de sobra para no abandonar el buen humor durante
más de tres horas. Los decorados, el vestuario, la iluminación y,
por supuesto, la música... todo funciona a la perfección para que
el espectador, abandonado cualquier prejuicio estético, disfrute sin
mirar el reloj ni una sola vez.
Y
qué decir de los actores. Son tantos que no se pueden enumerar, pero
incluso entre los protagonistas sería difícil destacar a alguno.
Millán Salcedo esta irresistible, hasta sus muecas parecen precisas
y ajustadas al personaje. Fernando Conde tiene otro de esos
personajes para llevárselo a casa y no soltarlo. Maribel Lara tiene
gracia y canta fenomenal. Richard Collins-Moore una vez más
aprovecha su aspecto y su inglés para fabricar un británico no por
estereotipado menos divertido, como su acompañante María Rey-Joly,
que también tiene una voz privilegiada...
Incluso
las partes que menos nos gustaron, como la recreación marina,
contaron con el beneplácito entusiasta del público. También las
reiteraciones un poco facilonas, como la llama omnipresente, fueron
saludadas una y otra vez con jolgorio. Y es que la obra, que nunca
pierde la autoconsciencia, pero que tampoco pretende ser más lista
de lo que es, invita a ser vista con ojos limpios, a dejarse llevar
por el juego. Por eso, como decíamos, habría que ver algo así por
lo menos anualmente. No necesariamente tendría que ser siempre Los
sobrinos del capitán Grant, pero tampoco nos quejaremos.
Nota
aparte: durante el intermedio, en el inusitadamente poco concurrido
espacio para fumadores (después de todo, la mayoría del público
era menor de 12 años o mayor de 70), nos fijamos en que un
restaurante enfrentado al teatro luce el muy zarzuelero cartel de
“Los Ángeles-Chicago-Zaragoza”. Como dice el subteniente Mochila
tras una de las inverosímiles gracietas de la función: “¡Viva
España!”.
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