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jueves, 20 de octubre de 2016

El perro del hortelano (Teatro de la Comedia)

A priori se podría pensar que con uno de los grandes textos de Lope de Vega y un reparto mínimamente profesional, lo demás viene de sí. Pero en poco tiempo hemos podido comprobar de manera práctica la importancia de una buena versión y de una puesta en escena que se sitúe a la altura del proyecto. Porque si hace poco más de un año vimos una puesta mortal de El perro del hortelano, de esas que te hacen pensar que el teatro clásico no es para ti (ni para este siglo), con este montaje de la Compañía Nacional de Teatro Clásico Helena Pimenta ha firmado el que para nosotros es su mejor trabajo al frente de la misma, una joya en todos sus aspectos.

Dado que eso de trasladar la acción a una época aleatoria parece imprescindible, al menos nos alegramos que en esta ocasión el siglo elegido haya sido el XVIII, lo que nos permite utilizar calificativos tan poco apropiados para describir una obra teatral como “preciosidad”. Pero es que es así, tanto la escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda como el vestuario de Pedro Moreno y la iluminación de Juan Gómez-Cornejo son una maravilla. Por suerte ya no estamos en el Pavón, y el Teatro de la Comedia permite a Sánchez Cuerda desplegar unos decorados casi abrumadores por su profundidad y riqueza, que sin embargo no son ostentosos, sino de la máxima elegancia. Y qué decir del trabajo de Moreno, otra delicia para los sentidos, imaginativo y colorido casi hasta lo pop, o del de Gómez-Cornejo, capaz de crear ambientes de ensueño envueltos en una ingravidez metateatral (en el buen sentido).

Pero esta exuberancia estética se quedaría en nada si no estuviera al servicio de una obra que es puro gozo desde el principio. Hasta tal punto que nos pensábamos que tanto tan bueno no podría aguantar hasta el final. Pero sí. La versión de Álvaro Tato es ligera, limpia, fluida, y está dicha con seguridad y frescura, demostrando que Lope puede ser plenamente actual y no una reserva para filólogos. Con estos cimientos, Pimenta puede jugar a placer, ya sea imprimiendo un ritmo supersónico cuando la acción lo demanda o una calma apropiada para los momentos más plácidos. Con una labor de claridad muy bienvenida en una obra llena de cambios de tonos y peripecias varias (solo sobran algunos bailecitos perfectamente prescindibles), Pimenta logra llevar el ritmo de la función con firmeza incluso en los momentos en los que la trama se dirige sin freno al disparate.

Aunque seguro que por dentro llevan su cargas (la apariencia de facilidad solo se consigue tras mucho trabajo), hacia fuera los actores solo muestran dicha. Qué manera más natural, casi coloquial, de decir los versos, qué alegría en los movimientos y las replicas, qué soltura en los cambios de registro. Marta Poveda está fulgurante desde su aparición y ya no dejará de brillar en cada una de sus apariciones. Si el resto no estuviera a la altura, se la echaría de menos cuando desaparece. Pero, al contrario, sus ausencias solo hacen que cuando reaparece resplandezca con más fuerza. Su caprichosa Diana es un bombón para cualquier actriz, pero también una bomba de relojería que puede explotar si no se maneja con cuidado. Poveda sabe desactivar todas las amenazas y sacar el mayor partido tanto en sus momentos más cómicos, con un manejo total de la ironía gestual, como cuando la delicadeza se impone. Eso sí, que no se le olvide darle las gracias a Moreno, con esos vestidos ya tiene gran parte del trabajo hecho.

Rafa Castejón también tiene un personaje de cuidado, ya trepa ya romántico, al que tira más hacia el lado de la simpatía que de la doblez. Joaquín Notario está una vez más insuperable, imparable, con un personaje picaresco que arrasa por donde pisa. Pero la verdadera sorpresa de la función es Natalia Huarte (aunque ya en La cortesía de España prometía mucho), irresistible en sus escenas cómicas y con una presencia digna de actrices con mucha más experiencia. Caso de Nuria Gallardo, como siempre precisa en su labor, o de Fernando Conde, quien solo necesita un par de intervenciones para hacerse con el personaje y con el público. Además, Conde enlaza con la memorable película de Pilar Miró, perfecta manera de cerrar un círculo virtuoso.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Los sobrinos del capitán Grant (Teatro de la Zarzuela)


Deberíamos ir más a menudo al Teatro de la Zarzuela. Si no por su programación, al menos por su público, sin duda el mejor de Madrid. Incluso en esta ocasión, cuando al llegar nos dio la impresión de habernos equivocado de camino y de estar en cortilandia (tal era la marea de niños), fue un placer compartir espectáculo con una audiencia entusiasta, agradecida e implicada. Cierto que durante toda la representación se oyó un runrún imparable, que de vez en cuando atronaron algunos lloros e incluso que algunos momentos causaron pavor y algún gritito horrorizado. Pero sabíamos a lo que íbamos y todo esto también se puede apreciar como parte del espectáculo.


Ya hace tantos años que vimos Los sobrinos del capitán Grant que nos parece inverosímil. Tanto que o hemos olvidado muchísimas cosas, o la función, sobre todo en su segunda parte, ha variado casi por completo. Da igual, incluso mejor, así podemos disfrutarla de nuevas. Porque un espectáculo como este es necesario al menos una vez al año. Se trata de un teatro de efectos, poco practicado y que, por motivos de presupuesto, mucho nos tememos que no se va a poner precisamente de moda próximamente. 

Paco Mir, con un derroche de inventiva tanto en la puesta en escena como en la versión, proporciona un derroche de alegría sin remordimientos, pura euforia sobre las tablas. Los chistes son tantos que los hay redondos y prescindibles, pero da igual, con que la mitad acierten, ya tienes de sobra para no abandonar el buen humor durante más de tres horas. Los decorados, el vestuario, la iluminación y, por supuesto, la música... todo funciona a la perfección para que el espectador, abandonado cualquier prejuicio estético, disfrute sin mirar el reloj ni una sola vez.

Y qué decir de los actores. Son tantos que no se pueden enumerar, pero incluso entre los protagonistas sería difícil destacar a alguno. Millán Salcedo esta irresistible, hasta sus muecas parecen precisas y ajustadas al personaje. Fernando Conde tiene otro de esos personajes para llevárselo a casa y no soltarlo. Maribel Lara tiene gracia y canta fenomenal. Richard Collins-Moore una vez más aprovecha su aspecto y su inglés para fabricar un británico no por estereotipado menos divertido, como su acompañante María Rey-Joly, que también tiene una voz privilegiada...

Incluso las partes que menos nos gustaron, como la recreación marina, contaron con el beneplácito entusiasta del público. También las reiteraciones un poco facilonas, como la llama omnipresente, fueron saludadas una y otra vez con jolgorio. Y es que la obra, que nunca pierde la autoconsciencia, pero que tampoco pretende ser más lista de lo que es, invita a ser vista con ojos limpios, a dejarse llevar por el juego. Por eso, como decíamos, habría que ver algo así por lo menos anualmente. No necesariamente tendría que ser siempre Los sobrinos del capitán Grant, pero tampoco nos quejaremos.

Nota aparte: durante el intermedio, en el inusitadamente poco concurrido espacio para fumadores (después de todo, la mayoría del público era menor de 12 años o mayor de 70), nos fijamos en que un restaurante enfrentado al teatro luce el muy zarzuelero cartel de “Los Ángeles-Chicago-Zaragoza”. Como dice el subteniente Mochila tras una de las inverosímiles gracietas de la función: “¡Viva España!”.