lunes, 5 de mayo de 2014

Perdidos en Nunca Jamás (Sala Mirador)

Antes de empezar a disfrutar de Perdidos en Nunca Jamás tuvimos que superar varios escollos. Si hay obras que vienen con las mejores recomendaciones, en este caso el empuje de voces creíbles se mezclaba con el entusiasmo de gentes poco/nada de fiar. Esta sensación de desconfianza se acrecentó al ver a parte del público que asistía a la Sala Mirador, especímenes a los que podríamos (des)calificar como “esos que van en bicis enanas por las aceras”, o más sencillamente como fans de Girls. Sinceramente, donde se ponga una señora con pieles como compañera de público, que se quiten los de los pantalones bajeros. (Con lo rancios que somos, no es de extrañar que tengamos cuatro followers).

Bueno, podemos aprovechar este inusitado ataque de yoísmo para señalar otro de los escollos a los que nos enfrentábamos: no soportamos otra muestra más de “qué mal va todo”. De acuerdo, que hay motivos de sobra, pero precisamente, todo esto ya lo hemos escuchado. Y que estamos de acuerdo, y toda nuestra simpatía, pero ¿es necesario otro ladrillo más en el muro? Elia Kazan contaba en sus memorias que durante la Gran Depresión (cuando él todavía estaba del lado de los ángeles) solo se montaban tres tipos de obras: aquellas que tenían como héroe a un ruso (bueno), las que tenían como protagonista a un alemán (malo), y obras sobre huelgas, toneladas de obras sobre huelgas. Y así no se puede. El teatro siempre tiene que se algo más que un campo acotado para copiar la realidad, que para eso ya la tenemos a ella como intérprete insuperable. Porque además de la reiteración, hay otro peligro mayúsculo: la autoindulgencia, el quejismo.

Por eso no nos parece apropiado que a una obra que ya peca cierta complacencia se la acoja con ditirambos acríticos. Perdidos tiene muchos valores de los que ahora hablaremos, pero no es en absoluto una obra redonda, una obra plenamente lograda. Hay errores de construcción, arritmias en la sucesión de escenas, interpretaciones poco cuajadas. Que la simpatía por un proyecto como este lleve a soslayar estos fallos es contraproducente y puede llevar a creer que ya se ha llegado a la meta cuando solo estamos en el camino, por muy estimulante que sea este. De hecho, muchas de las debilidades de la obra son también parte de su encanto, pero en ningún caso debemos aceptar sus errores con displicencia: sabemos de sobra que eso es parte de nuestro problema.

Uno de los puntos flacos transformados en aliados es el tono desmañado. Todo parece suceder un poco por conveniencia, porque la historia tiene que avanzar, pero esto también dota al montaje de una frescura inusitada. Si el lado malo es la falta de profundidad en los planteamientos, el enroque en las ideas soltadas sin desarrollo, por otra parte se gana en desparpajo, en conseguir una comunicación inmediata con el público. Los momentos musicales pueden parecer chapuceros o intentos por encubrir con melodiosidad reconocible baches de los que no se sabe cómo salir, pero si el espectador se pone a su nivel, son divertidos y con su punto de creatividad naïf. A veces se produce cierta desconexión entre el texto de Silvia Herreros de Tejada, que parece tirar más hacia lo pedestre, las vivencias compartidas y cierta comodidad en el desconsuelo, y la puesta en escena de Lucía Miranda, que se siente más cómoda en el terreno simbólico. Es mucho más estimulante esta parte visual y puramente escénica, pero también tiene su sentido confrontar estos dos mundos de una manera directa.

Entre los actores nos encontramos con algunas de las deficiencias más importantes de la obra. Hay muchas ganas, pero en algunos casos falta vida y sobra afectación. Y un llamamiento urgente a los actores jóvenes: trabajen su dicción. Laura Santos nos hace temer lo peor cuando asume el papel de madre sin naturalismo (que no hace falta), pero también sin el menor convencimiento (lo que es peor). Pero será solo una salida en falso, porque después transmitirá con igual sencillez desencanto e ilusión, comprensión y rabia. Si como madre le falta madurez, cuando representa su propia edad le sobrará. Rennier Piñero hace que nos pongamos del lado de Garfio inmediatamente (y de forma literal durante el combate). En sus ojos sí que vemos sentimiento de verdad, esa mezcla de haber sufrido pero de mantener ilusiones que podría haberse convertido en el corazón de la obra. También Nacho Bilbao podría haber tenido más protagonismo. Aparte de su fantástico trabajo musical, sus intervenciones siempre son acertadas y uno de los mayores logros de la obra es cuando subraya irónicamente la escena de la familia feliz. Quizá mantener este contrapunto toda la obra habría sido excesivo, pero esa ironía, esas gotas de distanciamiento, habrían venido fenomenal.


Como en la obra, volvamos al principio. La idea de recoger las voces de los padres de los actores nos pareció un obstáculo difícil de superar. Detectamos aquí esa melancolía un poco impostada de los anuncios de líneas aéreas que más que bordear el límite del sentimentalismo se deja llevar por lo mimosón sin cautela alguna. Que tras esta prueba de fuego la obra nos fuera ganando poco a poco hasta derribar casi todas nuestras defensas demuestra que aquí hay algo sincero. Escondido tras capas de conmiseración, saboteado por pudor o por querer quedar bien, pero expresado con cariño y ganas. Esperemos que este proyecto no se petrifique mirándose en el espejo del que guapos somos todos, sino que se atreva a dar el arriesgado paso hacia la confrontación con lo que ve reflejado en un espejo más respondón: el que muestra las propias debilidades.  

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