lunes, 12 de mayo de 2014

Los ojos (Sala Mirador)

En una de sus greguerías, Ramón Gómez de la Serna decía que “las películas que hemos querido ver, sin haber podido lograrlo, son como vidas que hemos podido vivir y se nos escaparon”. Más que el cinéfilo, que cada vez tiene más oportunidades de ver cualquier película que se le antoje, es el espectador teatral el que tiene que sobrellevar está insatisfacción. Por muy asiduo que sea a las salas, siempre habrá algo importante que se perderá. Si no es aquí, en Londres. Y, al contrario de lo que pasa con el cine, jamás podrá quitarse esa espina. Aunque a veces... Hace tiempo tuvimos que decidir, y al final tomamos la peor opción: en lugar de ver Los ojos caímos en las garras de una de las más lamentables producciones que hayamos tenido que sufrir. Por suerte o por Talía (ya que nos estamos poniendo grandilocuentes, aportemos también algo de pedantería) Los ojos volvió a cruzarse en nuestro camino. Y lo confesamos, a punto estuvimos de volver a dejar pasar la ocasión. De haberlo hecho, probablemente nunca habríamos sabido que teníamos grandes motivos para arrepentirnos. Aunque siempre queda algo en el aire, seguro que muchos aficionados comparten esa sensación de “tendría que haber ido”.

Otra confesión: cuando por fin abrieron las puertas de la sala y vimos lo que estaba pasando en el escenario pensamos que otra vez habíamos errado. Seguimos sin saber a qué viene ese prolegómeno, pero no tiene nada que ver con lo que sucederá a continuación. Pese a estar inspirada en una novela de Galdós, no hay nada en Los ojos de teatro decimonónico (en el peor sentido, el de acartonamiento y rigidez post mortem), pero tampoco hay nada de imposturas modernas o de ocurrencias graciosillas. En realidad, de la genial novela de Galdós (valga la redundancia) solo queda un muy leve esqueleto argumental, esa parte melodramática que solo un autor de la categoría de Galdós podía sublimar. Pero Pablo Messiez no se anda con remilgos: asume el potencial lacrimógeno de la historia y se lanza a tumba abierta. Esto es algo de verdad, sentido, experimentado, y no le da vergüenza exponerse. Lo más fácil es que le hubiera salido algo compasivo e incluso ridículo, pero milagrosamente el resultado es totalmente natural, sincero, emocionante sin artificios.

Al principio todo parece un desmadre, una comedia loca en la que los personajes hablan a toda velocidad, a gritos, diciendo cosas sin mucho sentido. Además, enseguida el foco de la obra deja a un lado a Marianela para centrarse en Natalia, su madre. No sabemos si este giro se produjo ya en el momento de la escritura o en los ensayos, pero así como presenciar la obra es un continuo festín, poder presenciar en vivo ese momento mágico debe de ser una experiencia total: cuando te das cuenta de que lo que tienes entre manos es una ocasión única. Si antes hablábamos de la audacia de Messiez, este también tenía unos fuertes fundamentos sobre los que apoyarse: contar con una actriz como Fernanda Orazi podría transmitir firmeza hasta al director más inseguro del mundo.

Pero primero: si en la escritura Messiez está pletórico, con hallazgos continuos, digresiones brillantes y frases redondas que se van acumulando hasta formar una antología, en su labor como director de escena no se muestra menos diestro. Por ejemplo, en una obra como esta la iluminación tiene un papel muy importante, pero es difícil no caer en la obviedad o el efectismo. Sin embargo, como en todos los aspectos de la puesta en escena, Messiez se desenvuelve de una manera sutil, elegante. Con el material melodramático-radiactivo que tiene entre manos, tiene que ejecutar un casi imposible ejercicio de equilibrismo. Y lo hace con pocos elementos, pero una productividad que no parece tener fin.

Ahora: lo de Fernanda Orazi. Sería momento de volver a la grandilocuencia y la pedantería, pero vamos a intentar seguir el ejemplo de Messiez y contenernos.

Imposible. Es algo estratosférico. Su personaje es una maravilla, un compendio de humanidad, de sentimientos enfrentados, de locura y sensatez, de riesgo y convencionalismo, de melancolía e ilusión. Y todos estos elementos y muchos más, Orazi los centrifuga y provoca una explosión en el escenario que llega hasta la última fila de la grada. Es tan divertida, tan trágica, que provoca esa extraña sensación de risa triste, de desconsuelo feliz. Ya puede hablar de las cosas más banales (su llamada a Telefónica, su reivindicación del tabaco, cosas además en las que le damos todo nuestro apoyo), o ponerse filosófica, sus arrebatos son capaces de poner al público en pie, y si esto no es literal es porque tampoco sería plan de interrumpir la obra con aplausos y aclamaciones cada vez que hace un mutis.


Marianela Pensado es otra fuerza de la naturaleza. Una niña salvaje que experimenta la pasión de una manera brutal y sin cortapisas. Allá por donde pasa, arrasa. Al lado de estos dos huracanes argentinos, Óscar Velado y Violeta Pérez hacen lo que pueden para no ser arrastrados. Y lo hacen con solidez y convicción. Pero llega el final y otra vez nos encontramos con Orazi, ahora con todo el escenario para ella sola. Y la grada se convierte en un mar de sollozos. Dicen que sonaba una canción muy bonita, pero francamente, ni nos dimos cuenta. Aquí esta ella sola, sin ningún esfuerzo interpretativo aparente, sin exhibirse, sin querer demostrar nada. Se ha llegado a la esencia, y cuando esos raros momentos se producen, es mejor no dejarlos pasar. 

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