Pese a lo que nos gustaría pensar, no estamos en Londres. Por eso la función empieza con diez minutos de retraso. Pero en cuanto se apagan las luces, todo eso deja importar. Sin un segundo para facilitar el tránsito hacia la fantasía, el espectáculo comienza con una fuerza arrolladora: la tempestad confunde a personajes y públicos; una barra y un juego de luces y sombras son suficientes para que nos sumerjamos, nunca mejor dicho, en la gozosa ficción teatral.
El ritual apenas ha sido disimulado: Próspero y los demás han iniciado un conjuro a base de círculos demoníacos y varas amenazadoras que nos invitan a un mundo de magia negra habitado por monstruos. Pero esto no puedo continuar así, sin dar un respiro, descansemos un poco, siguiente escena.
Ahora Próspero va a contar a Miranda y al público su historia. Este típico recurso que suele ser tan engorroso, aquí, de alguna manera, quizá por el hechizo, resulta fascinante. Vamos a sentarnos y a escuchar este cuento de hadas con duques brujos, hermanos traidores, reyes ambiciosos y enamorados juveniles. Ay, parece que se ha producido la alquimia, esto es puro teatro.
Las escenas se van sucediendo, los personajes nos son presentados en un raro vaivén que no da descanso pero tampoco logra una rotunda continuidad. Poco importa, al igual que los funcionales sobretítulos, que no recogen ni el 50% de lo que se dice ni el 10% de cómo se dice, no nos molesta que la estructura dramática haga aguas y que los personajes aparezcan y desaparezcan como si pertenecieran a obras diferentes. Cada escena tiene una fuerza particular que mantiene la atención del espectador, mezclada con la rendición incondicional ante una historia repleta de sugerencias y llena de imaginación.
Y sin embargo, aquí está el único problema de la función, el exceso de imaginación. Como es sabido, en esta tardía obra Shakespeare se dejó llevar por la fantasía y sin preocuparse por la verosimilitud o cualquier resto de realismo, congregó a toda una serie de personajes estrambóticos a los que unió en una historia disparatada. El mayor peligro en la puesta en escena moderna es o bien rendirse ante los excesos y caer en los fuegos artificiales, o por el contrario pasarse de formal y quedarse corto. Durante casi toda la función Mendes logra situarse en un término medio, pero en el momento de la boda entre Miranda y Ferdinando, como ya le pasaba en su puesta de Cuento de invierno, le da por eso tan en boga de poner a los actores a cantar y a dar algunos pasos de baile, haciendo que durante unos minutos la función se derrumbe. Es curioso este tópico que se ha instalado en las tablas nacionales e internacionales, quizá los directores piensan que poniendo unas cuantas escenas musicales el público se va a entusiasmar y recordará la obra con mayor agrado, pero en la mayoría de las ocasiones, se bordea el ridículo, cuando no se cae en él de pleno.
Por suerte, todavía hay tiempo para recuperar el vuelo, y la parte final saca lo mejor de Shakespeare, de Mendes y de los actores. Todo acaba como tiene que acabar, y no sólo en el sentido argumental, sino que la sobriedad, dentro de las posibilidades que le ofrece el cuento, llena el escenario y podemos despedirnos como buenos amigos de unos personajes memorables.
Las actuaciones mantienen cierto aire de homogeneidad. Y lo hacen, obvio es decirlo, en su excelencia. Sólo por escuchar recitar las palabras de Shakespeare en su idioma original con una propiedad y un gusto exquisito, merece la pena este tipo de experiencia (poco importa que no se entienda ni la mitad de lo que dicen). Por supuesto, para conseguir este placer es necesario un reparto de primera categoría. Es extraño ver a un Próspero (Stephen Dillane) tan calmado, al que parece no importarle lo que está pasando (así, el público tuvo que carcajearse en el momento de “anda, se me había olvidado que van a venir a matarme”). El resto del elenco es más clásico, con enamorados ingenuos y entregados, malvados sin complejos, graciosos que de hecho lo son y un Calibán que sin ser antológico sí que va pasando de manera convincente por sus diferentes estadios.
Esperamos con ganas que el año próximo The Bridge Project regrese a Madrid, aunque sólo sea para que por unas horas pensemos que estamos en Londres.
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