En cualquier antología que se precie con las mejores películas de la historia del cine se incluirán títulos como Los niños del paraíso o Eva al desnudo. Se trata de dos películas incuestionables (aceptando que tal criterio exista), pero lo que se trata de demostrar aquí es que el cine sobre teatro es si no un género en sí mismo, si un tema que atraviesa todos los demás, manteniendo siempre sus propios rasgos, haciéndolos casi siempre mejores: en el género que podríamos adscribir como intelectual (a falta de mejor definición), destaca la casi desconocida Babel opéra (de acuerdo, es ópera y no teatro, pero tampoco es cuestión de matizar en exceso) de André Delvaux, director que necesita una reivindicación urgente, y que en esta obra, como otros directores de mayor renombre, Bergman o Fellini, saca todo el partido de situaciones no escasas de posibilidades para aquellos que saben aprovecharlas; en la comedia, una película popular en su intención, pero de la que poca gente se acuerda y que sin embargo es de una comicidad extrema, y que pese a ello ni tan siquiera puede refugiarse en esa marca salvadora que es la consideración de película de culto: estoy hablando de ¡Qué ruina de función!, que espero no sea una excentricidad personal: su calidad es indudable y su relevancia en este contexto primordial; a éstas podemos sumar también el género criminal (Pánico en escena, que siguiendo la famosa técnica hitchcockiana, toma el tópico de turno, el escenario en este caso, y partiendo de él logra sublimar las convenciones hasta llevarlas a la pureza), el musical (lógicamente, aquí es muy abundante, por citar una, Desfile de Pascua, también por lo que tiene de arquetípica), e incluso el western (la inolvidable escena del actor shakesperiano en Pasión de los fuertes, además de otros ejemplos como El juez de la horca, aunque quizá el western es el género que peor soporta las mezclas, por lo que tiene de genuino, seguramente).
El misterio de por qué las películas sobre teatro suelen ser apasionantes es difícil de dilucidar. Cabría argumentar que el tema en sí aporta un interés intrínseco: a todo el mundo le gustan los cotilleos sobre actores; todo hijo de vecino se ha creído alguna vez capacitado para interpretar un personaje (con lo tontos que son los actores, seguro que cualquiera puede hacer su trabajo, aunque este pensamiento incluiría la concepción de y yo que tampoco soy muy listo..., pero a este punto no se suele llegar); los escenarios, las bambalinas, las candilejas, todos estos lugares son espacios casi míticos en los que se tiene la sensación de que puede pasar cualquier cosa, y además tienen unos nombres preciosos; en fin, en el teatro se concentran en poco tiempo los mayores dramas y las mayores alegrías, todas las pasiones y no pocos malentendidos, allí está la vida en su expresión más pura. Y es que no el teatro no es una ilusión, el teatro es la realidad.
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