Es curioso que algunas de las máximas figuras que han conformado la cultura occidental no dejaran ni una palabra escrita (Sócrates o Jesucristo) y de otras incluso se duda de su existencia (Homero o Shakespeare). Y eso que no estoy de acuerdo con la popular idea de que el concepto de autoría es una invención moderna, que en tiempos pretéritos los creadores no se preocupaban por la posteridad. Tal pensamiento es negar uno de los valores universales de la naturaleza humana: el ansia de permanencia. Lo que sí es una característica casi contemporánea es la obsesión por la fama y los famosos. Una cosa es que uno se preocupe por “pasar a la Historia” y otra que los demás le sigan el juego.
El caso de Shakespeare es de lo más peculiar. Quizá sea, dentro del ámbito humanista, el mayor genio que ha dado el mundo. Incluso los más acérrimos detractores del teatro, caso de Nabokov, han visto en él a un titán de las letras capaz de crear un mundo. Por eso en la biografía que le ha dedicado Bill Bryson, en la que se aparta del análisis dramático o de cualquier intento de crítica literaria, una de las pocas observaciones personales es la que destaca a Shakespeare como un inigualable creador de lenguaje. Porque, al fin y al cabo, ¿en qué consiste la literatura? En tratar de transmitir una historia o unas ideas a través de palabras. Y nadie como nuestro autor ha sabido manipular, jugar, inventar, crear con el poder con el que lo hizo Shakespeare. Si Newton nos legó una nueva visión del mundo a través de sus descubrimientos de las constantes físicas, Shakespeare nos ha regalado una gama interminable de sentimientos que nos permite conocer con mayor precisión las profundidades del alma humana.
Pero, como decía, el interés de Bryson es puramente biográfico. El problema es que lo que se sabe sobre Shakespeare es tan escaso que incluso este breve libro de apenas doscientas páginas tiene que completarse con algunas panorámicas sociales y detenerse en varios personajes que rodearon a su protagonista para alcanzar una extensión mínima. Eso sí, la amena y ligera escritura de Bryson (ya demostrada en la hilarante En las antípodas o en la ambiciosa Breve historia de casi todo) hace que el libro se lea sin descanso.
Después de concluir la lectura, lo sabremos todo sobre Shakespeare sin tener que leer los 7.000 libros que se han escrito sobre él (se tardarían veinte años en hacerlo, a uno por día). Pero lo más importante es que Shakespeare no se acaba nunca. Da igual leerlo, verlo en escena, una adaptación cinematográfica, Shakespeare siempre nos da algo. Borges contaba que una vez se metió en un teatro en el que una compañía de aficionados representaba creo que Macbeth. Todo era desastroso, pero el poder del autor era tan ilimitado que aún así Borges salió emocionado. Ni con 70.000 volúmenes podrías desentrañar este misterio.
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