Recientemente el New York Times reseñaba la última novela de Ian McEwan señalando que si hay libros y películas tan malos que acaban pareciendo buenos, en este caso el libro del autor británico es tan bueno que finalmente es bastante malo. Siendo muy generosos, lo mismo se podría decir de la última puesta en escena de Fin de partida.
Tenemos uno de los textos clásicos del siglo XX. Uno de los directores más reputados de los últimos tiempos. Un actor incontestable. El resultado es una obra en la que el aburrimiento general es tan perceptible que uno se pregunta qué pasará por la mente de los actores al ser conscientes de que el público está sufriendo de tal manera que lo único en lo que piensa desde hace ya demasiados minutos es en cuánto queda para que la función termine. Quizá por eso en la última parte aparece un despertador que nos indica los minutos de suplicio que restan.
Por desgracia, las obras de teatro no son como las novelas, que se pueden abandonar a las cinco páginas (el decoro nos impide abandonar la sala, al menos hasta el intermedio, que aquí no hubo). En este caso, después de los primeros cinco minutos ya se veía lo que iba a venir. Y aunque la confianza en los Grandes Nombres nos hizo albergarla esperanza de que las cosas todavía podían cambiar, cada escena nos confirmaba que estábamos ante una de esas obras, por desgracia nada inhabituales, en las que el tiempo se detiene, y no precisamente para sumergirnos en un estado de encantamiento.
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