viernes, 4 de junio de 2010

Cocorico

La comicidad de la velada se inicia antes de que empiece el espectáculo y dura hasta después de que haya terminado: al llegar al Instituto Francés para asistir a la representación que va a ofrecer Patrice Thibaud, nos encontramos a un grupo franceses que hablan entre sí un español con su acento tan característico y uno no puede evitar reírse por dentro pensando que parecen estar imitándolo. Y cuando la función ya está despidiéndose con un breve bis en el que los actores piden la pequeña colaboración del público, al que demandan que acompañen con sus aplausos una pieza musical, la última carcajada se escapa al comprobar la incapacidad del espectador nativo para coordinar un sencillo acompañamiento acústico. Sería digno de asistir a un concierto de Navidad de Viena con un público patrio intentando amoldarse a la melodía de la marcha Radetzky.

Entre medias, un espectáculo de comicidad total. Las referencias son obvias: Marcel Marceau, pero Thibaud es menos sutil, menos explícitamente genial y Jacques Tati, pero nuestro payaso es más facial, más desbordante. Por cierto, es extraño (y no dice nada bueno de nuestra psique) que en castellano la palabra “payaso” sea un insulto. ¿Por qué hacer reír a la gente es algo mal visto? En este caso desde luego la gente está por la labor de dejarse convencer. Desde la primera escena las carcajadas son atronadoras. El primer gag, sin duda lo merece: Thibaud saca a su colaborador, Philippe Leygnac de una maleta como si fuera un muñeco de trapo. Lo grandioso de la función es que, ahora sí como pasaba con sus ilustres antecesores, todo está tan ensayado que el tempo de la obra es milimétrico. Todo sucede en el segundo apropiado, en el centímetro acordado. Y lo mejor de todo es que no se nota, que la fluidez de la obra no se detiene ni un sólo instante. Y éste es otro logro mayúsculo, ya que obviamente no hay un argumento, sino esqueches sucesivos en los que Thibaud despliega sus inacabables dotes cómicas: así pasa por ser un ciclista dopado, un vaquero implacable, una majorette habilidosísima... y también un payaso, el payaso oh la la. Junto a él, Leygnac ejerce de multiinstrumentista virtuoso. Toca melodías de todo tipo al piano (siempre manteniendo el tempo más adecuado para la actuación de su compañero), la trompeta, ¡la trompeta y el piano a la vez!, la corneta, una guitarrita, hace percusión con maletas y cacerolas...

A menudo este tipo de espectáculos recurre a la vanidad del espectador que tiene que trabajar para identificar las imitaciones que se ven sobre el escenario. Pero Thibaud es mucho menos pretencioso. Entre el publico había numerosos niños (incluida la que nunca puede faltar, la que pregunta doscientos “porqués” a lo largo de la función) que parecían disfrutar la función con placer, pero sin duda los más saciados fueron los adultos, que al final de la obra casi derrumban el teatro con sus aplausos. Suponemos que los artistas no están tan acostumbrados a recibir una muestra tan apasionada de la admiración que suscitan en su propio país. Anoche, por lo menos, se lo merecieron.

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