martes, 22 de junio de 2010

Electra

Cuando se levanta el espléndido telón del Teatro Español (¡hacía tanto tiempo que no podíamos verlo!), el espectador se abrocha los cinturones y se encomienda a todos los santos: los actores en pleno aparecen interpretando una espasmódica danza que recuerda a la haka maorí: y bien que intimida... al público. Por suerte los rezos son escuchados y estos bailes sólo se repetirán dos o tres veces más. Pero uno se pregunta a qué vendrá tamaño despropósito. ¿Un capricho consentido de Sol Picó (movimiento de actores) y Marta Gómez (coreografía). No, más bien parece una advertencia: oye, que estamos haciendo una cosa de Galdós, ese tipo de hace tanto tiempo, el garbancero, pero que nosotros somos muy modernos, eh.

Si no fuera tan superficial, banal y mediocre en su ejecución, la idea podría haber tenido su gracia. La obra se puede ver como una constante disputa entre tradición y modernidad. Electra alude al trágico mito griego (por cierto, si a alguien le asulta la duda de cómo se llamaba el hermano de Electra, en el programa de mano está la solución: el nombre de una de las taquilleras es Oresta), pero también al electrón, de la incipiente ciencia del siglo XX (es curioso que en la obra se cite a Darwin, sin duda modelo de desafío científico, y que se haga sólo cincuenta años después de su irrupción, cuando la ciencia en España, como se sabe, siempre ha ido un siglo por detrás). El busilis de la obra es la lucha entre los carcas que pretenden encerrar a Electra en vida para que lleve una existencia sumisa y controlada por la Iglesia, y los progresistas que luchan para que pueda hacer lo que quiera, sea esto lo que sea. Bien, con estos mimbres se pueden hacer unas inteligentes actualizaciones que traigan la tragedia a nuestros días, pero la puesta en escena se pierde en un simbolismo tan evidente que a veces hasta es tierno, seguro que hará las delicias de los amantes del naïf. En el mismo tono, con la misma falta de mano izquierda, la Electra de Sara Casasnovas pasa de un infantilismo recalcado a una madurez repentina, a una locura instantanea, a un recogimiento súbito, todo sin solución de continuidad; el don Salvador de Antonio Valero, jesuítico malvado que podría provocar temor e ira, es retratado como un patán que más mueve a la risa (el público rió varias de sus apariciones); mientras que el Máximo de Miguel Hermoso Arnao, el intelectual positivo, pierde la razón cuando más falta nos hacía y en ningún momento despierta la admiración que debería incitar. Y todo así de “esto es lo que hay”. Incluso hay una bandera de España.

Pese a todo lo dicho, la obra no es digna de desprecio. Para nosotros don Benito Pérez Galdós no es sólo uno de los más grandes escritores en lengua española (“uno de los” porque existe Cervantes, sino sería “el”), sino que es irrebatible su pertenencia por derecho propia a la pléyade de la literatura mundial. Aunque su teatro haya quedado más desfasado (de todas maneras, apenas hay manera de comprobarlo, al menos sobre los escenarios, pues a los directores, como ya hemos visto, les da pánico enfrentarse a gente tan pasada), la fuerza de su escritura siempre queda patente. Por eso, cuando Ferran Madico deja que la palabra prevalezca, cuando la adaptación de Francisco Nieva es más fiel a la obra original, cuando los actores se dejan llevar por lo que están diciendo en lugar de tratar de imponerse a ello, el espectáculo se hace digerible e incluso alcanza ciertos momentos de grandeza. Qué revés para sus saboteadores que una vez más hayan sido derrotados por don Benito.

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