lunes, 14 de junio de 2010

Tambores na noite

Brecht sigue siendo uno de los autores más representados en los escenarios españoles. Y pese a ello, sigue siendo uno de nuestros autores favoritos.

Después de la decepcionante puesta de Madre Coraje que Gerardo Vera estreno recientemente en el CDN, teníamos esperanza de que una compañía de otro país y con el prestigio del Teatro Nacional Sao Joao de Oporto supiera llevar a escena todo el potencial de Brecht. Pero, sin ser una masacre, la adaptación es muy deficiente.

Da la impresión de que los directores actuales tienen demasiado respeto a Brecht, lo cual es la mayor falta de respeto que se le puede hacer. Es como si colocando un par de canciones y poniendo a algún actor entre el público ya tuvieran el expediente brechtiano completo y para el resto de la obra se limitaran a una puesta en escena convencional. La mayoría de las obras del autor augsburgués, y Tambores en la noche de forma muy destacada, son en una primera lectura convencionales historias de las de toda la vida. Pero lo interesante es la segunda lectura que propicia Brecht, la manera en la que da la vuelta a los clichés para desnudar su falsedad y su comicidad. Pero los directores se olvidan de esto y se quedan en una visión superficial que convierte a Brecht en Benavente. Todo en orden (las insinuaciones revolucionarias son toscas y cuadriculadas), y lo que puede ser todavía peor, sin un ápice de gracia.

Por otra parte, Brecht es un autor eminentemente visual. Sus diálogos a menudo funcionan como eslóganes (y hay que tener cuidado de que no se conviertan en sólo eso), mientras que su verdadera fuerza está en la capacidad de la puesta en escena para transmitir toda la energía que contiene. Por eso, después de la sorpresa que provoca la incapacidad de grandes directores para sacarle todo el partido, acabamos por pensar que, pese a las apariencias, Brecht no es nada fácil de llevar a escena. Podría parecer que, dado que es un autor que lo permite todo, sería un gozo para un director poder liberarse y dar pie a toda su creatividad, pero, sin llegar a ser malpensados y concluir que es que no dan más de sí, concederemos que esa libertad absoluta crea un pánico, un vacío muy difícil de llenar.

El director de esta versión, Nuno Carinhas, parece haber sucumbido a este desafío y llena el espectáculo de palabras. De acuerdo, las palabras son las que son, las que Brecht escribió, pero el espectador tiene la sensación de que se trata de una de esas obras en las que los personajes no dejan de hablar, de decirse las mismas cosas una y otra vez, sin que la acción avance, sin que haya nada que llame la atención. Curiosamente (pero no por casualidad), los dos mejores momentos de la obra son mudos: cuando el soldado derrotado en la guerra y en el amor, como diría Brecht (doble lectura) se quita las botas llenas de arena; y el final, en el que los personajes pasean sus carritos al son de Tom Waits.

Sobre las películas mediocres siempre se puede decir “tiene una fotografía bonita”. Acerca de Tambores na noite, que más que mediocre es cobarde, es de ley decir que tiene una iluminación muy trabajada. El trabajo de los actores es meritorio, aunque a veces parecen incapaces de ocupar toda la profundidad que ofrece el enorme escenario. De alguna manera habrá que solucionar el tema de los sobretítulos, que siguen siendo muy deficientes. Una parte llamativa del público se fue en el intermedio, otros igual de llamativos celebraron el final con bravos desmesurados.

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