lunes, 19 de noviembre de 2012

Bob (Teatro Valle-Inclán)


Hmmm... Una obra sobre Robert Wilson “uno de los grandes renovadores del teatro de las últimas décadas”, como suele rezar su presentación. Un artista visual, como él mismo se denomina. Una colección de aforismos, alguna anécdota, representación en vivo de diversas teorías (espacio-tiempo, movimiento, zen). No, esto no parece ir con nosotros. Más bien parece cosa de modernos, aunque lo cierto es que no vimos a muchos por el teatro Valle-Inclán (pero sí a un hipster de libro que parecía contratado para dar color: era demasiado perfecto para ser genuino).

Así que Bob lo tenía todo en contra para convencernos. Y no lo hizo. Sin embargo, al empezar consiguió abrirnos la mente. Will Bond aparece en escena y durante un minuto permanece sentado de espaldas al público sin hacer nada. Pues estamos preparados. Pero no, cuando se pone a hablar descubrimos que si físicamente no ha intentado imitar a su modelo, su voz y gesticulación es calcada. Con grititos irritantes incluidos. Pero tiene gracia. Y lo que dice es ingenioso. Su vida como un incomprendido. Después de todo, es un artista americano. De Texas, para más inri.

Pero este esperanzador inicio no tiene continuidad. La dramaturgia de Jocelyn Clarke sobre declaraciones de Wilson se basa en algún que otro recurso reiterativo para dar continuidad y en diversos temas que van pautando la función, pero que ni es un retrato biográfico (tampoco es que lo pretenda, eso es cierto), ni logra profundizar en los principios estéticos o creativos de Wilson. Porque seamos sinceros, lo que dice a veces tiene su punto, a veces su gracia, y en alguna ocasión incluso puede ser revelador, pero cuando se encienden las luces ningún interrogatorio podría hacer que recordáramos alguna cosa importante que hubiéramos aprendido con la obra.

La puesta en escena de Anne Bogart tiene la dificultad de intentar mantener una visión propia y a la vez una referencia evidente al marcadísimo estilo de Wilson. Con solo un actor, una mínima escenografía y un hábil uso de la iluminación de Mimi Jordan Sherin, no consigue dar fluidez a un espectáculo tan fraccionado y si a veces las escenas tienen una pegada poderosa, en otras cae en la dejación. Por ejemplo, después de una de las partes más centrífugas en la que Wilson parece haber perdido el hilo (y, desde luego, el espectador lo hace), viene el relato de una banal anécdota que vivió el director en un aeropuerto alemán. Es una historia intrascendente de las que se cuentan en una cena, pero el público pareció respirar de alivio ante un desahogo tan humano. Y nos parece que este recurso delata la poca entidad del proyecto.

Sin duda lo mejor de la obra es el trabajo de Will Bond, que creemos que fue el destinatario principal de los abundantes aplausos finales. No sabemos si Wilson es un loco o uno de esos artistas que se hacen el loco (aunque tenemos bastantes pistas), pero Bond evita caer en una fácil parodia o en un babeante homenaje. Paradojicamente, su labor de mimetismo se convierte en lo más creativo de todo el montaje y si en algún momento podemos conectar con el personaje, no es gracias al texto ni a la representación escénica, sino a la diversidad de talentos del propio Bond.

De los tres espectáculos que hemos visto en esta temporada de “Una mirada al mundo”, el minifestival que organiza el Centro Dramático Nacional con montajes extranjeros, uno ha sido una pesadilla, otro una decepción y el tercero nos ha dejado fríos. Vamos, lo que viene siendo habitual. Nos gustaría poder seguir asistiendo a esta oportunidad de conocer el panorama teatral que se está desarrollando fuera de España, pero como el ojo de los programadores siga siendo tan perspicaz, mucho nos tememos que acabaremos por abandonar. A lo mejor va a resulta que todo es un complot para que digamos: pues, visto, lo visto, como lo de aquí, nada. 

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