martes, 13 de noviembre de 2012

La vida es sueño (Teatro Pavón)


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El estreno de Helena Pimenta como directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico con La vida es sueño está siendo uno de los acontecimientos de la temporada. Cartel diario de no hay entradas, aclamación popular, crítica rendida, Blanca Portillo elevada a categoría Patrimonio Nacional... Y sin embargo, a nosotros nos pareció que, junto a los evidentes aciertos, tenía tantas deficiencias que incluso nos hizo plantearnos un par de cosas sobre Calderón y compañía.

Quizá el problema principal esté en nuestra sordera y estemos elevando a categoría de problema universal una discapacidad particular, pero es que nos costaba dios y ayuda entender lo que estaba pasando en el escenario. Y eso que es La vida es sueño, que ya nos la sabemos. Y que dicen que los actores recitan con soltura y claridad. También podríamos echarle la culpa a la acústica del Pavón, pero ya que estamos lanzados, aquí va la blasfemia: ¿y si actualizaramos a Calderón?

De acuerdo, seguramente la CNTC no sería la más indicada para llevar a cabo el experimento. Pero veamos, cuando asistimos a un Shakespeare o a un Molière, lo que se nos ofrece es una versión moderna y accesible, sin embargo con los autores del Siglo de Oro, lo que oímos es algo tan complicado que en una versión crítica impresa las notas ocupan más espacio que el texto. Cierto, con la modernización perderíamos parte de su belleza sonora, pero con un buen trabajo de adaptación ganaríamos mucho en comprensión. Desde aquí nos limitamos a dejarlo caer...

Hecha esta confesión, volvamos a la obra de Pimenta. Aunque la verdad, poco se ve su mano. Y nosotros seríamos los últimos en criticar una dirección invisible. Que se pone en texto en primer lugar y se centra la puesta en escena en el trabajo de los actores: genial. Pero hay que tener cuidado para que este método no degenere en el acartonamiento, y nos tememos que eso es lo que le pasa a este montaje. Hacia el final de la representación, los protagonistas se encierran en una sala del palacio atrancando la puerta desde dentro con un tablón. Pero al rato los rebeldes no tienen problemas en entrar, y no es de extrañar: la puerta se abre hacia afuera. Es un detalle sin importancia, pero creemos que sirve como símbolo de una falta de creatividad que pretende reconcentrar la acción pero que a menudo nos pareció que caía en el embelesamiento del recitado.

Y aquí llegamos a los actores. Marta Poveda es un encanto de Rosaura y David Lorente un gracioso fetén. Fernando Sansegundo parece que lleva haciendo de Clotaldo toda la vida y no nos extrañaría que así fuera en realidad. Joaquín Notario, al que todavía recordamos como un memorable Segismundo, es aquí un Basilio al que se le entiende todo, y eso tiene un gran mérito, aunque aún más lo tenga su poderío y convicción. Rafa Castejón está como débil y Pepa Pedroche como hipervitaminada: quizá no habría sido descabellado que se hubieran intercambiado los personajes y que Castejón se quedara con una Estrella femenina y firme y Pedroche con un Astolfo taimado y decidido.

¿Y ahora qué decimos de Blanca Portillo? A veces nos daba la sensación de que Pimenta se había quedado tan abducida por su interpretación que se había dejado de milongas: mira, le ponemos un foco a la Portillo y listos, ¿para qué más? Nos gustaría encontrar un piropo más castizo, pero solo se nos ocurre decir: Blanca, estás hecha un landmark. A cada escena le sabe dar un tono preciso y diferente. Qué a cada escena, a cada verso. Lo que no entendemos porque o no lo oímos o no lo comprendemos, ella lo suple con su empática capacidad de hacerse ser, no personaje. Sorprende, da la vuelta a escenas archisabidas, descubre que puede seguir encontrando nuevas recovecos en caminos trillados.

Una de las características de los montajes de la CNTC es la oportunidad de disfrutar de música barroca en directo y en pequeño formato, que en esta ocasión nos permitió deleitarnos en algunos momentos de especial ofuscación. Y es obligado mencionar el extraordinario trabajo de Juan Gómez Cornejo en la iluminación, una autentica filigrana que tan pronto consigue transmitir una hiperrealista sensación de luz natural como logra dar tonos expresionistas a las escenas más simbólicas.

Los últimos apuntes serán para la versión de Juan Mayorga, que por momentos diríamos se había escrito a mayor gloria de Portillo, como en ese final en el que se podan algunos de los aspectos más desagradables de Segismundo para que la actriz puede conmovernos con un príncipe que ha alcanzado la sabiduría y la templanza gracias a la compasión.

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