lunes, 31 de mayo de 2010

Sweet Nothings (Amorios)

Con la referencia de la obra maestra de Max Ophüls en la cabeza, la adaptación que se ha podido ver en la sala pequeña de los teatros del Canal ha sido toda una sorpresa. En primer lugar, hay que acostumbrarse a ver la obra de Schnitzler, tenida como quintaesencia de la Viena finisecular hablada en inglés. Además, el actor protagonista, Tom Hughes, tiene un aire al joven Hugh Grant, lo que en un primer momento saca del ambiente. Pero pronto la situación se reconduce. Luc Bondy, que en su puesta en escena de La seconde surprise de l'amour nos había dejado totalmente fríos, aquí da rienda suelta a la pasión.

A través de un movimiento incesante, que no sólo hace que los actores no paren un segundo, sino que incluso el escenario da vueltas de manera casi imperceptible, el primer acto se va acelerando hasta convertirse en un torbellino. También las emociones van variando casi sin solución de continuidad. Cuando los personajes parece que van a dejarse llevar por sus verdaderos sentimientos, entran en juego los cálculos y se produce una nueva vuelta de tuerca que impide que se sinceren.

En el segundo acto el giro es todavía más brusco. Si al principio había cierta búsqueda de la felicidad, aunque fuera desencantada y algo improbable, ahora ya sólo hay espacio para la lamentación. Primero tendremos un impagable intermedio cómico servido por Hayley Carmichael, esa vecina cotilla que no dice nada pero que lo dice todo. Pero ha llegado el momento de Chirstine (Kate Burdette). A través de sus encuentros con el resto del reparto pasará por todos los estados de ánimo, desde la exaltación al ver cumplidos sus sueños románticos con Fritz, hasta su desesperación al conocer su traición y muerte.

Bondy ha sido capaz de dar grandeza a una propuesta en principio minimalista. Una compañía joven (la Young Vic), un escenario mínimo (primero la casa de Fritz, luego la de Christine, con los elementos justos) y una versión de tono medio. Con gran sutileza, el director suizo ha jugado con estos recursos para dar forma a una pieza emocionante elaborada en su punto justo, ni un fácil distanciamiento cínico hacia un romanticismo que podría parecer pasado de moda, ni una exacerbación de los sentimientos.

Los actores forman un grupo homogéneo de gran calidad (sólo falla la breve y poco convincente aparición del marido de la amante de Fritz). Burdette no cae en el simplismo de una enamorada inocente, sino que evoluciona desde la jovencita ilusionada hasta la amante defraudada pero decidida. Hughes transmite perfectamente el tipo de romántico inmaduro que tiene que afrontar situaciones que le superan. La otra pareja joven está compuesta por la bella Natalie Dormer, contrapunto perfecto de Christine, y Jack Laskey, que saca todo el partido a Theo, el personaje de las frases brillantes, con una dicción extraordinaria.

Quizá fuera por lo poco habitual de la hora en que tuvo lugar la representación (las cinco de la tarde) o por la disposición de la sala (tres gradas que flanquean un pequeño escenario circular), pero la recepción de la obra fue más fría de lo que el apasionado montaje reclamaba.

lunes, 24 de mayo de 2010

Teatro y Cine II. El teatro en el cine.

En cualquier antología que se precie con las mejores películas de la historia del cine se incluirán títulos como Los niños del paraíso o Eva al desnudo. Se trata de dos películas incuestionables (aceptando que tal criterio exista), pero lo que se trata de demostrar aquí es que el cine sobre teatro es si no un género en sí mismo, si un tema que atraviesa todos los demás, manteniendo siempre sus propios rasgos, haciéndolos casi siempre mejores: en el género que podríamos adscribir como intelectual (a falta de mejor definición), destaca la casi desconocida Babel opéra (de acuerdo, es ópera y no teatro, pero tampoco es cuestión de matizar en exceso) de André Delvaux, director que necesita una reivindicación urgente, y que en esta obra, como otros directores de mayor renombre, Bergman o Fellini, saca todo el partido de situaciones no escasas de posibilidades para aquellos que saben aprovecharlas; en la comedia, una película popular en su intención, pero de la que poca gente se acuerda y que sin embargo es de una comicidad extrema, y que pese a ello ni tan siquiera puede refugiarse en esa marca salvadora que es la consideración de película de culto: estoy hablando de ¡Qué ruina de función!, que espero no sea una excentricidad personal: su calidad es indudable y su relevancia en este contexto primordial; a éstas podemos sumar también el género criminal (Pánico en escena, que siguiendo la famosa técnica hitchcockiana, toma el tópico de turno, el escenario en este caso, y partiendo de él logra sublimar las convenciones hasta llevarlas a la pureza), el musical (lógicamente, aquí es muy abundante, por citar una, Desfile de Pascua, también por lo que tiene de arquetípica), e incluso el western (la inolvidable escena del actor shakesperiano en Pasión de los fuertes, además de otros ejemplos como El juez de la horca, aunque quizá el western es el género que peor soporta las mezclas, por lo que tiene de genuino, seguramente).

El misterio de por qué las películas sobre teatro suelen ser apasionantes es difícil de dilucidar. Cabría argumentar que el tema en sí aporta un interés intrínseco: a todo el mundo le gustan los cotilleos sobre actores; todo hijo de vecino se ha creído alguna vez capacitado para interpretar un personaje (con lo tontos que son los actores, seguro que cualquiera puede hacer su trabajo, aunque este pensamiento incluiría la concepción de y yo que tampoco soy muy listo..., pero a este punto no se suele llegar); los escenarios, las bambalinas, las candilejas, todos estos lugares son espacios casi míticos en los que se tiene la sensación de que puede pasar cualquier cosa, y además tienen unos nombres preciosos; en fin, en el teatro se concentran en poco tiempo los mayores dramas y las mayores alegrías, todas las pasiones y no pocos malentendidos, allí está la vida en su expresión más pura. Y es que no el teatro no es una ilusión, el teatro es la realidad.

jueves, 13 de mayo de 2010

Shakespeare. El mundo como escenario

Es curioso que algunas de las máximas figuras que han conformado la cultura occidental no dejaran ni una palabra escrita (Sócrates o Jesucristo) y de otras incluso se duda de su existencia (Homero o Shakespeare). Y eso que no estoy de acuerdo con la popular idea de que el concepto de autoría es una invención moderna, que en tiempos pretéritos los creadores no se preocupaban por la posteridad. Tal pensamiento es negar uno de los valores universales de la naturaleza humana: el ansia de permanencia. Lo que sí es una característica casi contemporánea es la obsesión por la fama y los famosos. Una cosa es que uno se preocupe por “pasar a la Historia” y otra que los demás le sigan el juego.


El caso de Shakespeare es de lo más peculiar. Quizá sea, dentro del ámbito humanista, el mayor genio que ha dado el mundo. Incluso los más acérrimos detractores del teatro, caso de Nabokov, han visto en él a un titán de las letras capaz de crear un mundo. Por eso en la biografía que le ha dedicado Bill Bryson, en la que se aparta del análisis dramático o de cualquier intento de crítica literaria, una de las pocas observaciones personales es la que destaca a Shakespeare como un inigualable creador de lenguaje. Porque, al fin y al cabo, ¿en qué consiste la literatura? En tratar de transmitir una historia o unas ideas a través de palabras. Y nadie como nuestro autor ha sabido manipular, jugar, inventar, crear con el poder con el que lo hizo Shakespeare. Si Newton nos legó una nueva visión del mundo a través de sus descubrimientos de las constantes físicas, Shakespeare nos ha regalado una gama interminable de sentimientos que nos permite conocer con mayor precisión las profundidades del alma humana.


Pero, como decía, el interés de Bryson es puramente biográfico. El problema es que lo que se sabe sobre Shakespeare es tan escaso que incluso este breve libro de apenas doscientas páginas tiene que completarse con algunas panorámicas sociales y detenerse en varios personajes que rodearon a su protagonista para alcanzar una extensión mínima. Eso sí, la amena y ligera escritura de Bryson (ya demostrada en la hilarante En las antípodas o en la ambiciosa Breve historia de casi todo) hace que el libro se lea sin descanso.


Después de concluir la lectura, lo sabremos todo sobre Shakespeare sin tener que leer los 7.000 libros que se han escrito sobre él (se tardarían veinte años en hacerlo, a uno por día). Pero lo más importante es que Shakespeare no se acaba nunca. Da igual leerlo, verlo en escena, una adaptación cinematográfica, Shakespeare siempre nos da algo. Borges contaba que una vez se metió en un teatro en el que una compañía de aficionados representaba creo que Macbeth. Todo era desastroso, pero el poder del autor era tan ilimitado que aún así Borges salió emocionado. Ni con 70.000 volúmenes podrías desentrañar este misterio.

lunes, 10 de mayo de 2010

La tempestad

Pese a lo que nos gustaría pensar, no estamos en Londres. Por eso la función empieza con diez minutos de retraso. Pero en cuanto se apagan las luces, todo eso deja importar. Sin un segundo para facilitar el tránsito hacia la fantasía, el espectáculo comienza con una fuerza arrolladora: la tempestad confunde a personajes y públicos; una barra y un juego de luces y sombras son suficientes para que nos sumerjamos, nunca mejor dicho, en la gozosa ficción teatral.

El ritual apenas ha sido disimulado: Próspero y los demás han iniciado un conjuro a base de círculos demoníacos y varas amenazadoras que nos invitan a un mundo de magia negra habitado por monstruos. Pero esto no puedo continuar así, sin dar un respiro, descansemos un poco, siguiente escena.

Ahora Próspero va a contar a Miranda y al público su historia. Este típico recurso que suele ser tan engorroso, aquí, de alguna manera, quizá por el hechizo, resulta fascinante. Vamos a sentarnos y a escuchar este cuento de hadas con duques brujos, hermanos traidores, reyes ambiciosos y enamorados juveniles. Ay, parece que se ha producido la alquimia, esto es puro teatro.

Las escenas se van sucediendo, los personajes nos son presentados en un raro vaivén que no da descanso pero tampoco logra una rotunda continuidad. Poco importa, al igual que los funcionales sobretítulos, que no recogen ni el 50% de lo que se dice ni el 10% de cómo se dice, no nos molesta que la estructura dramática haga aguas y que los personajes aparezcan y desaparezcan como si pertenecieran a obras diferentes. Cada escena tiene una fuerza particular que mantiene la atención del espectador, mezclada con la rendición incondicional ante una historia repleta de sugerencias y llena de imaginación.

Y sin embargo, aquí está el único problema de la función, el exceso de imaginación. Como es sabido, en esta tardía obra Shakespeare se dejó llevar por la fantasía y sin preocuparse por la verosimilitud o cualquier resto de realismo, congregó a toda una serie de personajes estrambóticos a los que unió en una historia disparatada. El mayor peligro en la puesta en escena moderna es o bien rendirse ante los excesos y caer en los fuegos artificiales, o por el contrario pasarse de formal y quedarse corto. Durante casi toda la función Mendes logra situarse en un término medio, pero en el momento de la boda entre Miranda y Ferdinando, como ya le pasaba en su puesta de Cuento de invierno, le da por eso tan en boga de poner a los actores a cantar y a dar algunos pasos de baile, haciendo que durante unos minutos la función se derrumbe. Es curioso este tópico que se ha instalado en las tablas nacionales e internacionales, quizá los directores piensan que poniendo unas cuantas escenas musicales el público se va a entusiasmar y recordará la obra con mayor agrado, pero en la mayoría de las ocasiones, se bordea el ridículo, cuando no se cae en él de pleno.

Por suerte, todavía hay tiempo para recuperar el vuelo, y la parte final saca lo mejor de Shakespeare, de Mendes y de los actores. Todo acaba como tiene que acabar, y no sólo en el sentido argumental, sino que la sobriedad, dentro de las posibilidades que le ofrece el cuento, llena el escenario y podemos despedirnos como buenos amigos de unos personajes memorables.

Las actuaciones mantienen cierto aire de homogeneidad. Y lo hacen, obvio es decirlo, en su excelencia. Sólo por escuchar recitar las palabras de Shakespeare en su idioma original con una propiedad y un gusto exquisito, merece la pena este tipo de experiencia (poco importa que no se entienda ni la mitad de lo que dicen). Por supuesto, para conseguir este placer es necesario un reparto de primera categoría. Es extraño ver a un Próspero (Stephen Dillane) tan calmado, al que parece no importarle lo que está pasando (así, el público tuvo que carcajearse en el momento de “anda, se me había olvidado que van a venir a matarme”). El resto del elenco es más clásico, con enamorados ingenuos y entregados, malvados sin complejos, graciosos que de hecho lo son y un Calibán que sin ser antológico sí que va pasando de manera convincente por sus diferentes estadios.

Esperamos con ganas que el año próximo The Bridge Project regrese a Madrid, aunque sólo sea para que por unas horas pensemos que estamos en Londres.

jueves, 6 de mayo de 2010

Teatro y Cine I. Teatro Filmado

Todas las grandes diversiones son peligrosas para la vida cristiana; mas entre todas las que el mundo ha ingeniado, ninguna existe que haya tanto que temer como la comedia. Pascal.

1-Teatro y cine
Es curioso que sea difícil pensar en algo más falto no ya de vida, sino del menor rastro de cualidades artísticas que una obra de teatro filmada, y sin embargo, nada tan apasionante como una película ambientada en el mundo teatral.

1 A- Teatro filmado
Se podría explicar el primer caso hablando de la confusión de medios: el teatro en el teatro y el cine en el cine (esto no impide que las objeciones al cine en la televisión sean mínimas y minoritarias, pero ese es otro tema); a lo que es sencillo oponer que también se puede leer el teatro (aunque sin duda un libro es un medio diferente a un escenario), y si mediante la lectura no se puede acceder a todas las posibilidades ofrecidas por un montaje, también es cierto que, si el libreto se lo merece, el placer puede ser altamente satisfactorio, e incluso que, sobre todo teniendo en cuenta los montajes que se vienen dando desde, diríamos, hace 50 años (por fijar una fecha redonda y de ardua comprobación), casi mejor imaginarse la obra uno mismo que dejar que la estropeen desaforados directores de escena dispuestos a enmendar la plana a dramaturgos que ya no se pueden defender. La cuestión sería, pues, que si el teatro es el arte de las convenciones, y ay de quien se las quiera saltar, cuando se filma un escenario en plano general fijo, todas esas reglas aceptadas tácitamente se desmoronan y el espectador descubre de manera dramática (por usar una expresión propia de este contexto) lo inerte que es el teatro si él mismo no quiere darle el vuelo necesario. El añorado telón (su asesinato es obra sin duda de uno de esos desalmados directores antes citados) ejercía como puerta de entrada a un mundo absurdo (mucho antes de que naciera Ionesco) en el que el espectador se olvidaba de cualquier trazo de verosimilitud y aceptaba las más disparatadas propuestas, incluso tomándoselas en serio en el caso de los más generosos; pero el cine es ante todo documental, y lo que graba cuando se centra en una obra de teatro no son las vicisitudes de un escocés acosado por la ambición y por su mujer, ni la vida de un amante del amor en busca de la muerte, sino a un grupo de personas disfrazadas que se mueve y habla de manera ridícula (pero si lo hacen en verso, ¡y además lo saben!): sentado en el patio de butacas (o en un palco, o en el anfiteatro, no es éste el lugar ni el momento de ponerse clasistas), el espectador asume sin que se le mueva el flequillo que lo que está viendo es algo diferente y no tiene que sujetarse a esa fea palabra que es verosimilitud; pero ante la pantalla no puede ignorar lo artificial de la situación (y menos aún los actores, que si se vieran buscarían un mutis desesperadamente). En breve: en el teatro se ve, tampoco seamos ingenuos, a un actor haciendo de Fausto, en la pantalla a una persona que hace de un actor haciendo de Fausto.

lunes, 3 de mayo de 2010

Fin de partida

Recientemente el New York Times reseñaba la última novela de Ian McEwan señalando que si hay libros y películas tan malos que acaban pareciendo buenos, en este caso el libro del autor británico es tan bueno que finalmente es bastante malo. Siendo muy generosos, lo mismo se podría decir de la última puesta en escena de Fin de partida.

Tenemos uno de los textos clásicos del siglo XX. Uno de los directores más reputados de los últimos tiempos. Un actor incontestable. El resultado es una obra en la que el aburrimiento general es tan perceptible que uno se pregunta qué pasará por la mente de los actores al ser conscientes de que el público está sufriendo de tal manera que lo único en lo que piensa desde hace ya demasiados minutos es en cuánto queda para que la función termine. Quizá por eso en la última parte aparece un despertador que nos indica los minutos de suplicio que restan.

Por desgracia, las obras de teatro no son como las novelas, que se pueden abandonar a las cinco páginas (el decoro nos impide abandonar la sala, al menos hasta el intermedio, que aquí no hubo). En este caso, después de los primeros cinco minutos ya se veía lo que iba a venir. Y aunque la confianza en los Grandes Nombres nos hizo albergarla esperanza de que las cosas todavía podían cambiar, cada escena nos confirmaba que estábamos ante una de esas obras, por desgracia nada inhabituales, en las que el tiempo se detiene, y no precisamente para sumergirnos en un estado de encantamiento.