Que
este espectáculo de Alberto Velasco se presente como basado en la
buena película de Sydney Pollack y no en la estupenda novela de
Horace McCoy ya debería habernos dado alguna pista. Y es que se
trata de una de esas propuestas (no se puede ser mucho más preciso)
en las que prima el elemento escénico sobre el texto. Hay mucho
movimiento (faltaría más), muchas acotaciones (digamos), y recursos
de dirección (también conocidos como trucos), pero poca chicha
dramática. Sí, sí, hay un montón de drama, es todo hasta
excesivo, se nos viene el mundo encima, pero no porque los personajes
tengan la más mínima capa de profundidad psicológica, ni tampoco
porque les pase algo más allá de la extenuación física. Algo
cuentan, pero poco. Casi como si la versión de Félix Estaire fuera
apenas una percha que le permitiera a Velasco colgar sus artilugios.
El
principal problema (una vez más, este Danzad Malditos no habría
desentonado en Una mirada al mundo), es lo limitado de su alcance. Es
lo que pasa con cierto teatro conceptual: que solo tiene un concepto
y, hala, a tirar. Porque la idea de partida no es mala, se podría
haber sacado mucho partido de esta recuperación de la obra de McCoy
(incluso de la de Pollack),incluidos los juegos con el azar y los
distintos desarrollos en cada función (aunque aquí se ve un poco el
truco del mago), pero hay que pensárselo más: ¡darle más vueltas!
Si no, lo que queda es una constante reiteración de un par de
motivos que no provocan reflexión ni empatía. Brecht, cuando no le
llegaba (lo que le sucedía a menudo), no tenía ningún empacho en
coger de los demás. Y vale que Velasco no tiene un Kurt Weill que le
tape las carencias, pero por ahí atrás tiene un montón de gente
que le puede inspirar.
Desde
luego, la cosa no le iba a quedar más falsa que este Danzad
Malditos.
Hace poco vimos en este mismo escenario Cuando todos pensaban que habíamos desaparecido, donde resplandecía la verdad; pues bien,
ahora todo nos suena terriblemente artificial. Incluso cuando Carmen
del Conde parece salirse de su personaje para increpar al director,
aparte de ser otro cliché moderno (Unamuno mediante, casi
premoderno), el principal reparo es que no nos lo creemos. No que el
momento sea real, tampoco vamos a pedir tanto, sino que pasa como con
toda la obra: que es más un ejercicio autoindulgente y
exhibicionista que un verdadero intento por llegar a una verdad, por
muy particular que sea. Por eso, y no por otras consideraciones
estéticas o formales, sería pertinente discutir si esto es
realmente teatro.
No
sabemos si sería por el esfuerzo físico, pero lo cierto es que
vimos a los actores poco convincentes. Cuando llegan los momentos de
expresar las emociones, una vez más vemos una creación artificiosa,
que pretende ser elevada pero se queda en pomposa, es como si se
hubieran quedado sin fuerzas para actuar. Por cierto, que nos pareció
ver en la mirada de uno de los intérpretes el mismo aburrimiento que
sentíamos nosotros mismos, ese fue uno de los pocos destellos de
verdad que vislumbramos en todo el espectáculo. Al final, el público
saludó la obra con perceptible entusiasmo, suponemos que como
muestra de reconocimiento ante el esfuerzo (lo que en una prueba
atlética se merecería la mayor consideración), y quizá porque
descubrieron algo que a nosotros nos permaneció oculto.