lunes, 29 de diciembre de 2014

Non Solum (Teatro del Barrio)

Es todo tan extraño. Quizá aquí es más evidente la reflexión (¡metafísica!) sobre el teatro, sobre el oficio de actor. Pero nada de rollos, de pararse a pensar y comunicar los resultados. Pura acción. Una verborrea desbordada. Encarnaciones sin fin. Y muchas risas. Parece que va a ser imposible llegar con ese ritmo al final, y cuando se termina piensas, claro, es que duraba poco. Pero no, una hora y media en todo lo alto. Y eso que en el momento del alioli las carcajadas casi se convierten en estertores. En serio, algún cadáver ha tenido que dejar esta obra detrás de sí.

En realidad, casi todo lo que pudiéramos decir sobre Non Solum ya lo dijimos al hablar de 30/40 Livingstone, así que lo reciclamos:

Non solum es una de esas obras de teatro que leídas no deben de tener ningún sentido, y seguramente poca gracia. Bandadas de profesores de escritura dramática caerían fulminados si tuvieran que hacer frente a su revisión. Y sin embargo, verla supone una experiencia impagable, una infusión de buen humor sostenida durante sus fugaces 90 minutos. Sería fácil endosarle el típico eslogan de “no me reía tanto desde...” y rellenar con la fecha en la que vimos Livingstone.

Ya desde el inicio el espectador entra en un mundo desconcertante del que nunca saldrá. ¿Qué está pasando? A mí no me preguntes. ¿Qué va a pasar ahora? Yo creo que ni los autores lo saben. El espectador puede tentarse la ropa. ¿No estaremos ante una de esas ocurrencias dadaístas que envuelven en vanguardia lo que no es otra cosa que falta de ideas? Pero, en este sentido, la incertidumbre dura poco. En cuanto Sergi López se topa con el fontanero desnudo, comienzan las carcajadas y la búsqueda de un “mensaje” o de alguna coherencia se hacen innecesarios.

El trabajo de Sergi López es tan espectacular que se merecería una ovación más larga que la obra. Hace tiempo leíamos que Sarah Bernhardt inventó el telón más rápido del mundo para asegurarse un número mínimo de saludos. Esta obra no tiene telón, pero bien merecería la pena esperar al telón cortafuegos. Y si López está inmenso, el oficio más sutil de Jorge Picó no desmerece en absoluto.

Dicho esto, se podría tomar Non Solum como una obra concebida por Picó y López para su lucimiento. Una sucesión de grandes momentos postureros. Pero la obra también tiene una gran concepción dramática, por mucho que pudiera asustar a algunos expertos. Si tuviéramos que contar “de qué va” la obra, no tendríamos ni idea de qué decir. Tampoco sabríamos definir el género. Ni identificar sus temas. No podríamos estudiar su estructura ni aclararnos sobre el dibujo de sus personajes. No hemos sacado ninguna conclusión. ¿Qué es esto? En una palabra, teatro.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Testosterona (Teatro Galileo)

Desde luego, no se puede decir que en Testosterona Sabina Berman se haya arredrado a la hora de tratar grandes asuntos. En una hora y media, utilizando un solo escenario y dos únicos personajes, concentra temas como el poder, el sexo y la ambición, o, visto desde otra perspectiva, la muerte, el amor y el sacrificio. Pero, fuera temores, no hay nada de grandilocuencia. Estas eternas disputas están expuestas a través de una historia de intriga y se manifiestan no mediante grandes declaraciones de principios, sino de situaciones que se podrían considerar cotidianas.

La conclusión de la obra, a grandes rasgos, podría ser que para triunfar en el mundo laboral una mujer debe transformarse en un hombre. Pero lo mejor de Testosterona es que precisamente no cae en categorizaciones ni proclamas contundentes. Sus personajes son complejos, sibilinos, no movidos por una determinación, sino adaptables. No se trata de ponerse de un lado o del otro, de decidir quién tiene razón. Pero sus acciones son comprensibles. La obra va evolucionando desde lo que al principio puede parecer un esquemático reparto de papeles (el jefe de vuelta de todo que quiere aprovechar su posición de superioridad y la joven entregada que lo haría todo por él), hacia una relación mucho más compleja en la que no se sabe quién está utilizando a quién.

El hecho de que Berman haya decidido situar la acción en la redacción de un periódico puede parecer llamativo al principio por pelín anacrónico, pero en realidad la función de la empresa es lo de menos. Tampoco importa que el retrato de este mundo no sea demasiado realista, establecidas las reglas del juego, el espacio simbólico adquiere entidad propia. Lo que sí es más discutible es la falta de versosimilitud en la que se cae de vez en cuando en el desarrollo de la obra (lo más llamativo, la llamada de Magdalena en la que informa de la decisión que ha tomado: había que atar ese cabo, pero queda demasiado expeditivo). Por contra, es de agradecer la sutileza con la que está tratada la relación entre Antonio y Magdalena, esa ambigüedad que permanece hasta el final.

La dirección de Fernando Bernués, como de perfil, ayuda a limpiar lo que el argumento pudiera tener de artificioso. Si en la primera parte los personajes quedan expuestos a través de unos expresivos rasgos, en la segunda el interés se aplana debido a cierto estancamiento en el progreso. Pero solo será una preparación para la explosión del tercer acto, que nos hizo recordar la Oleanna de Mamet. Entonces empiezan a sucederse los giros y las sorpresas hasta descolocar al espectador más previsor.

Obviamente, uno de los alicientes por los que ver Testosterona es asistir a una nueva clase magistral de Miguel Ángel Solá, que ha sabido encontrar un personaje con el que manipular, pasar por una amplia gama de emociones y relamerse eso que se le da tan bien de hacer que hace para, después de todo, darse la vuelta, marcar un requiebro, plantarse de cara y, en suma, engañarte como a un novato. Junto a él Paula Cancio tiene que exprimirse para seguir el ritmo. Sus debilidades son las de su personaje, por lo que con habilidad logra que jueguen a su favor.

Lo peor de la función, parte del público. Quizá no sean los más detestables (esos son los impostores), pero sin duda los espectadores más molestos son estos que no paran de hacer comentarios, como si estuvieran en el salón de su casa, y de repetir lo que han dicho los actores, quizá para que llegue a sus dañados cerebros. Alguien debería explicarles que los protagonistas de la función no son ellos.

martes, 9 de diciembre de 2014

Desde Berlín (Matadero Madrid)

Desde Berlín es una de esas obras que nos obligan a admitir que no entendemos nada. Que una obra que a nosotros nos ha parecido falsa, romanticista (que no romántica) y que se regocija en la miseria (ajena), haya sido recibida con aclamación general, va más allá de nuestra capacidad de comprensión. Hace poco vimos uno de esos montajes que intentan modernizar un clásico y les sale un bodrio (no daremos el nombre porque no vamos a entrar en matices). Era en nuestra opinión una mala producción, pero inocua. Sin embargo, Desde Berlín se puede considerar en términos teatrales una buena función: la dirección de Andrés Lima es coherente y sus actores muy valiosos. Y sin embargo es peor que la otra, porque es perniciosa, casi pornográfica nos atreveríamos a decir.

Un problema es exclusivamente nuestro, esto lo admitimos. Y es la incapacidad de tomarnos en serio los “grandes temas”, sobre todos cuando estos están tratados con tópicos de lo más manidos. Hay un par de momentos en la función muy reveladores a este respecto. Por ejemplo, cuando se oyen los quejidos de los niños. Vale, está en la canción de Lou Reed, pero por favor... O cuando soplan la luz de la vela. Si en lugar de yonquis fueran, qué se puede decir, marqueses, lo que se podría decir. Que la historia podía haber sido una ópera, pero falta sublimación. Podía haber sido un melodrama a lo Sirk, pero le falta sofisticación. Podría haber sido una extravagancia a lo Fassbinder, pero le falta impulso. Seguimos descendiendo. Podía ser un dramón a lo Matarazzo, pero le sobra mugre.

Y eso es lo que realmente más nos molesta. Porque Reed podría ser lo que fuera (y también nos hace gracia su irresistible ascenso hacia la santificación), pero al menos su arte reflejaba lo que había vivido. En Desde Berlín, sin embargo, nos encontramos con esa artificiosidad que pretende hacer pasar por verdadero lo que no es más que impostura. El rollo maliditista y todo eso. Así el espectador se transforma en el visitante de un zoo al que le enseñan unos pobres animalitos marginales que lo pasan muy mal, a los que podemos compadecer y hasta admirar. Ay, estos miserables, qué vida más dura han tenido. La glorificación de la roña.

Podría decirse, es una historia de amor de las de “más grande que la vida”, pero es otra cosa que no entendemos, porque nosotros no vemos aquí amor por ninguna parte. Una cosa es caer en la bobería oficial que dice que los celos no son amor, y otra calificar una relación basada en el maltrato como otra cosa que no sea una patología. Odiamos estas propuestas en las que la mujer aparece como la víctima perpetua, sumisa, martir. Y encima tenemos que tragar con que esto es romanticismo sucio. ¡Pero si al final solo faltan las campanitas que saluden al nuevo ángel!


Según vamos escribiendo nos ponemos de mal humor y se nos quitan las ganas de hablar de algunos aspectos buenos de la obra que ya hemos señalado. Lima se las arregla para superar los inconvenientes de un texto bipolar con soluciones de una sensibilidad muy superior a la demostrada en la escritura de Miró, Cavestany (que no Cabestany) y Villoro. De igual manera Nathalie Poza (que no Natalie) y Pablo Derqui se elevan por encima de sus estereotipos para transmitir algo de verdad con sus actuaciones, aunque en algunos pasajes sea imposible contener los excesos tragicómicos. Al finalizar la función nos dio la sensación de que, descontado el postureo, gran parte del público salía satisfecho y emocionado, aunque no rendido.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Happy End (Sala Cuarta Pared)

En Vida en escena ni tan siquiera contamos el argumento de las obras que reseñamos (para eso ya están los enlaces), por lo que mucho menos destripamos su final. Pero en el caso de Happy End es muy difícil mantener esta precaución, pues si durante toda la representación el tono de esta comedia es muy ambivalente, solo al final cobra su verdadero sentido. En cualquier caso, como después de todo es el espectador quien en última instancia debe sacar sus propias conclusiones, nosotros también mantendremos la ambigüedad.

Y no nos referimos tanto a la cuestión moral que se plantea en la obra, que se queda más en un apunte que en un verdadero intento por profundizar en un tema tan espinoso como la eutanasia, sino a la manera en que Borja Ortiz de Gondra se acerca a este tema a través de la comedia. (Por cierto, que ni en el programa ni en la información disponible en la web de la Cuarta Pared se cita el nombre del autor del texto, no sabemos a qué se debe esta inexplicable falta de mención). Porque Happy End se anuncia como “una comedia muy negra”, pero da la sensación de que a veces Ortiz de Gondra no se atreve a llegar al fondo de la cuestión y tira por un tipo de comedia más amable. Lo cierto es que las mejores escenas, como cuando Ainhoa revela las causas de su desesperación, son aquellas en las que prevalece la ironía más antisentimental, y aunque se repiten esos momentos en los que los personajes ven el abismo y deciden dar un paso atrás, la resolución es tan abierta que se podría calificar tanto de valiente como de complaciente.

Como apuntábamos, Ana Pimenta se reserva el papel más jugoso. De primeras puede parecer distante y errática (¡qué menos!), pero poco a poco va descubriéndose su verdadero rostro. Se quita su máscara de descreída desesperada y, superando una moral autoimpuesta muy poco pragmática, acaba por ganarse la vida en otro de los momentos más brillantes de la función, una paródica confesión que desvirtúa los tópicos del happy end para mostrarlos en todo su absurdo. La contención de Pimenta contrasta con la expansión de Xabi Donosti. Nos da la impresión de que últimamente la figura del “vasco” está sustituyendo en la comedia española la función tradicionalmente reservada al andaluz. Obviamente aquí no hay premeditación, pero lo cierto es que el público se entregó desde el principio a Donosti (“ese es el más vasco”, escuchamos comentar a alguien). Su Martín comienza siendo un buen tipo para convertirse en un pobre desgraciado, otro desheredado que no ve más solución que el fundido en negro. Pero Donosti no pierde en ningún momento la atracción del hombre bueno (en el doble sentido) superado por las circunstancias y manipulado por Gabriela. Esta es todavía más arisca que Ainhoa, y Garbiñe Insausti no le da más resquicio que el de su propia depresión. Fría y distante en todo momento, a veces recuerda al Walter Matthau de Primera plana, dispuesta a cualquier cosa para que no se le escape un cliente.


Iñaki Rikarte, quien en André y Dorine ya demostró una sensibilidad extraordinaria, se las arregla para no cargar las tintas en lo que la obra podría tener de más tremendista, y juega con un humor más sutil, centrándose más en las relaciones personales que en temas que podrían despertar interesantes temas de conversación, pero también convertirse en proclamas para convencidos. Por eso, más allá de nuevos convencionalismos, Happy End acaba por ser una comedia simpática. Cuando se lee el argumento se piensa que es una buena idea, que tiene “buena pinta”. Luego el desarrollo puede no ser lo que esperábamos (lo cual suele ser buena señal), pero después del apagón, cuando se vuelve a ver a los personajes, la sensación de respiro del público es palpable. Una cosa es apostar por el humor negro y otra ser un suicida.