lunes, 27 de junio de 2016

Fuga mundi (Teatro Guindalera)

Con la excepción de las películas de submarinos, quizá no haya subgénero cinematográfico más temible que el de las películas sobre monjas. Por eso hace falta contar con el aval del Teatro Guindalera para que nos atrevamos con una obra como Fuga mundi. Y, como era de esperar, la apuesta tiene su recompensa: pese a que Mar Gómez Glez en ningún momento se arredra ante las implicaciones más trascendentes, en Fuga mundi prima el humanismo más cercano, la historia de una mujer libre que tiene que hacer frente a su peor pesadilla, la sumisión y la pérdida de su ser. A partir de una historia que evoca las leyendas becquerianas, la autora es capaz de dibujar unos personajes complejos y profundos en los que el conflicto se manifiesta de manera precisa y tan apasionada como reflexiva. De igual manera, no es casual que la obra se sitúe en el momento de la expulsión de los moriscos, pero aunque las relaciones con la época actual son obvias, Gómez Glez no incide en paralelismos forzados, sino que también en este terreno se mueve con ternura y comprensión, como ejemplifica la cervantina cita final.

Como es habitual en el teatro de Juan Pastor, destaca la sencillez y la claridad de lo expuesto, sin subrayados ni melodramas, pero con una fuerza expresiva que es mucho más poderosa precisamente por su contención. Palabra por palabra, los mismo se podría decir de la actuación de María Pastor, que una vez más demuestra ser una de las mejores actrices actuales. Gómez Glez le proporciona un texto de una calidad impecable en su solidez literaria, pero no se olvida de que el teatro no son solo palabras y deja campo abierto a la expresión mucho más profunda de los sentidos y los sentimientos, que van desde la frustración al éxtasis, pasando por las más diversas moradas del alma. María Pastor devuelve la gentileza demostrando hasta dónde pueden llegar los límites de la interpretación, llevándose junto a ella al espectador más incrédulo. Su Juana es una especie de Camille Claudel del siglo XVII, una artista incapaz de sufrir las limitaciones a las que se ve constreñida debido a su sexo y a la moral imperante, que busca la sublimación a través de la creación y que deberá mantener la mente abierta para encontrar la aceptación en los lugares más inesperados.

Si Juana se rebela ante las imposiciones, la Prudencia de Chusa Barbero parece haberse resignado hace tiempo. Pero Barbero consigue que su personaje no sea percibido como una víctima. Ha sido derrotada hace tiempo, cierto, pero no se arrepiente de nada ni se resigna, para ella el campo de batalla está en otra parte. Es difícil transmitir tanta vivencia y tanta viveza a través de un personaje moldeado de una pieza, pero Barbero lo consigue con una solidez que consigue tallar a su gusto. Todavía más escultórico es el personaje de Anaïs Bleda, quien tiene que jugar con el complicado papel de símbolo y que logra salir airosa gracias a su dulzura y ligereza. Todo lo opuesto a María Álvarez, la impetuosa aristócrata que encarna la hipocresía y la beatería, a la que muy hábilmente Álvarez sabe dotar de humor y de un empuje irrefrenable.

Mientras disfrutábamos de Fuga mundi era imposible no pensar en los paralelismos entre el convento que se derrumba y el mismo teatro en el que estamos viendo la representación, que al parecer está abocado a su cierre cuando terminen las representaciones de esta obra. Que cierre cualquier teatro es un drama, pero que lo haga la Guindalera, refugio de la calidad y el buen gusto, es una tragedia. Sabemos que la fe no es suficiente, pero no nos resignamos a la fatalidad: tanto talento y tanto amor por el teatro no pueden desaparecer como si nada hubiera pasado.


lunes, 13 de junio de 2016

Battlefield (Teatros del Canal)

Ir con cierta frecuencia al teatro propicia que, con un poco de suerte, algunas veces vivas una experiencia sublime (qué difícil es hablar de esto sin caer en la pomposidad: ¡catarsis!). Pero, lamentablemente, lo normal es que el espectador tenga que apechugar con una gran cantidad de tonterías de difícil digestión. De hecho, no hace mucho en este mismo teatro tuvimos que sufrir uno de estos espectáculos bochornosos que hacen que te replantees si merece la pena, si el castigo no es demasiado duro para la ilusión. Por eso una obra como Battlefield, aunque quizá no logre el punto de excelencia de otros montajes de Peter Brook, sirve como medio de purificación. La metáfora viene sola: ver Battlefield es parecido a sumergirse en el Ganges y salir como nuevo.

Frente a la monumental Mahabharata, de la que solo conocemos la versión televisiva, aquí nos encontramos con una versión de cámara, más lírica que épica. Por eso quizá habría sido más apropiado una sala más íntima, de dimensiones más humanas. Después de todo, la función remite a esas imágenes atávicas de un relato narrado a la luz del fuego. En cualquier caso, haciendo abstracción de todo lo que nos rodea, y sin que tampoco sea demasiado necesario seguir todos los avatares de la historia que se nos está contando, es fácil dejarse llevar por la sencillez y la delicadeza marca de Brook. Los actores, que empiezan con un estilo casi bressoniano, pasan con total naturalidad a un estilo más “dramático”, y las fábulas, que pese a su exotismo nos llegan de una manera directa, embaucan precisamente por su simplicidad.

Y es que en todo momento nos surgen referencias a un teatro que nos es más cercano, desde las tragedias griegas a Shakespeare, y sin embargo en algunas ocasiones nos da la sensación de estar presenciando más un espectáculo de magia que teatral. Porque lo que siempre logra Brook es que percibamos lo que estamos viendos como algo que nos atañe personalmente, es como si su puesta en escena no fuera una intermediación entre el texto y el público, sino una invocación que consigue proyectar ante nuestros ojos unas historias que siempre han estado ahí, aunque no hayamos sido capaces de percibirlas. Cuando llega el final y todo se ha acabado, todavía permanece la resonancia, el eco de una historia que nunca terminará.