lunes, 30 de septiembre de 2013

Ubu Roi (Teatro María Guerrero)

Es intrigante que una obra tan menor como Ubu Roi no solo siga representándose más de un siglo después de su estreno, sino que sean grandes directores de escena los que se vean atraídos por este texto... y que además el resultado sea fantástico. Creemos que, quizá más por inconsciencia que por genio, Alfred Jarry supo captar las tramas subterráneas de todo un género teatral (cuyo ejemplo más destacado sería obviamente Macbeth). La exposición grotesca y esquemática de estos lugares comunes da pie a juegos teatrales que despiertan en los directores sus ansias de experimentar (con gaseosa) y en el espectador sus ganas muchas veces refrenadas de reírse de toda panoplia dramática.

Precisamente Declan Donnellan dirigió hace pocos años un extraordinario Macbeth, por lo que no nos cuesta demasiado establecer una completamente gratuita e infundada teoría sobre sus motivos para una nueva puesta en escena de Ubu Roi. Tras el paroxismo de la tragedia, no viene mal un divertimento. Un divertimento que permite desplegar su espíritu gamberro, sus ganas de arramblar con todas las convenciones, una desinhibición de los buenos modales teatrales. Y con él, el espectador también puede disfrutar de un respiro, de un dejarse llevar por la disparatada historia de Ubu sin abandonar la sala del teatro de calidad (por cierto, que la por una vez en apariencia convencional escenografía de Nick Ormerod podría ser fácilmente vista como una parodia de ese mismo teatro de calidad).

En cualquier caso, es obvio que Donnellan ha disfrutado de lo lindo con este juguete. En el largo vídeo inicial (que, unido a los primeros minutos intrascendentes de la función hacen pensar si este es nuestro Donnellan o nos hemos equivocado de sala) vemos todo el arsenal que más tarde será utilizado. Ubu no deja de ser una función escolar, y como en ellas, hay que recurrir al atrezo que haya a mano e ingeniárselas. Cada objeto de la vida cotidiana adquiere una nueva función, ingeniosa y a veces brillante.

Donnellan tampoco se corta a la hora de echar mano de las convenciones más ridículas de las historias de terror. Si las partes de transición en el salón burgués recuerdan esas escenas de Jacques Tati en las que los personajes hablan sin que se les entienda (o sin que importe lo que dicen), las partes de la representación evocan las películas sobre Poe de Roger Corman, o incluso más todavía El jovencito Frankenstein, con puertas que chirrían, tormentas de nieve como fondo y todo eso. En este sentido, el trabajo de Pascal Noel en la iluminación y Davy Sladek y Paddy Cunneen en la música aportan ese tono entre paródico y grandilocuente que tan bien se ajusta a las pretensiones del director.

Si estamos acostumbrados a que Donnellan nos descubra a grandes intérpretes británicos (desde Will Keen y Tom Hiddleston hasta Lydia Wilson), en esta ocasión podemos comprobar cómo se adapta a los muy distintos actores franceses. Y el resultado es impresionante. Christophe Grégoire, como Ubu, ejercita una actividad tan extenuante que a mitad de función parece que no va a poder continuar. Su voz impostada, su expresión corporal y su capacidad para ir de lo amenazante a la grotesco dan todavía más valor a su creación. Camille Cayol, la tía Ubu, no se queda atrás en su esfuerzo y logra ser realmente dramática de golpe, sin aviso previo, cuando se esperaba un chiste más, para a continuación dar otra vuelta de tuerca y regresar al terreno de la parodia con la mayor naturalidad. El resto del reparto, ágil en los juegos mímicos, como la prodigiosa escena de la marcha atrás o en los divertidos cortes al “mundo real”, se toma su tarea tan en serio como exige una broma de este calibre.


Sería absurdo pretender situar Ubu Roi en la misma categoría que los dramas isabelinos habituales en Cheek by Jowl, así como tampoco nos parece muy convincente intentar establecer interpretaciones sobre la actualidad basándose en este montaje. Este Ubu Roi es simplemente una comedia ligera, una diversión para recordarnos que no es conveniente tomarse demasiado en serio el teatro (al menos no todo el tiempo), y que de vez en cuando no está mal simplemente reírse y pasárselo en grande. Pasa en las mejores compañías. 

lunes, 23 de septiembre de 2013

El duelo (Teatro Valle-Inclán)

Chéjov es aburrido. Intrínsecamente tedioso. Pelma hasta la extenuación. No sabemos si en las escuelas de teatro se enseña esto o si los directores lo aprenden por sí mismos, pero parecen empeñados en dejárselo claro a los espectadores, que ingenuos ellos pueden pensar que se trata de un autor fascinante. Sus personajes se aburren, cierto, y lo dicen. Por eso no hace falta que nos lo recalquen con tiempos muertos y dilatación de las escenas. Pero la mayoría de los montajes actuales se empeñan en mostrar en la práctica que el mundo chejoviano es un tostón.

Tenemos que reconocer que es algo muy fácil de transmitir en teatro, quizá el sentimiento más sencillo de reflejar, y quizá por eso, frente a otras opciones más audaces, se ha impuesta esta visión monolítica. Que Chéjov sea uno de los grandes genios de la dramaturgia debe de ser secundario, porque si no nos lo presentarían como nuestro contemporáneo, y no como ese autor decimonónico (el en peor sentido del término que se le quiera dar) digno de admirarse tras una vitrina, pero que no es ajeno. Frío, disquisitivo, ultrarracional, y sin apenas espacio para la emoción.

No es que esperáramos de este montaje presentado en el ciclo Una mirada al mundo del Centro Dramático Nacional por el Teatro del Arte de Moscú una visión transgresora, ni que pidamos actualizaciones de vestuario, decorados o diálogos. Aunque sí que es cierto que lo que nos cuentan en este montaje podría haberse hecho en como mínimo la mitad de tiempo sin perder en profundidad. Pero rogamos por un Chéjov al que, sin perdérsele el respeto, también le veamos su parte humana, en el que la pasión subterránea, si no subrayada, al menos sea intuida. Un Chéjov con vida, o al menos con vidilla. Un Chéjov para el que por una vez dejemos apartada la admiración y podamos sentir el drama a flor de piel.

Esta puesta propiamente rusa de El duelo comienza como habrían enseñado en esas escuelas de las que hablábamos al principio: mostrando que Vania se aburre. El montaje es diáfano, con unas escenas diseccionadas con un afán forense que facilita que todo quede meridianamente claro. Es un apreciable trabajo de depuración, lastrado por cierto estatismo, que cuya primera parte puede apreciarse de manera teórica y en el que es digna de admiración la labor de destilación y un buen sentido del humor que aligera lo que de melodramático podría tener la acción.

Pero entonces empieza la segunda parte y caemos de lleno en la pomposidad. Cuando vimos la escena del monólogo con foco casi no nos lo podíamos creer. Un recurso que ya estaba pasado de moda en tiempos de Chéjov y que creemos que le habría espantado, si no es usado de manera irónica. Pero es que la cosa ya se había puesto metafísica y profunda, dos de los tonos que más detestamos en el teatro, solo al alcance del simbolismo. Cuando el diácono y el protofascista se ponen a discutir de lo humano y lo divino, nos creímos en medio de una perorata propia del peor autor alemán. Es un momento de desconexión del que es difícil recuperarse, pero el director, Anton Yakovlev, opta por poner el foco, nunca mejor dicho, en estas torturas del alma, mientras que se ventila la escena de la reconciliación como si fuera un “buenas tardes”. Está claro dónde están puestas sus prioridades.

El trabajo de los intérpretes se ve marcado por la misma meticulosidad que la adaptación. Pese a las dificultades del idioma y la manera particular de actuación de las compañías rusas, se perciben todos los matices que van del explosivo Laevski de Anatoli Beliy al distante e implacable Von Koren de Evgeni Miller. Natalia Rogozhkina tiene que hacer frente a una Nadezhda que va cambiando de actitud un poco por exigencias del guión, sin demasiadas explicaciones, y consigue mantener la coherencia en el intento, mientras que Olga Vasil'eva se llevó un aplauso espontáneo por su reprimenda cómica. Dmitri Nzarov y Valeri Troshin ejecutan con donaire dos personajes típicamente rusos, el doctor que intenta ayudar a todos y que mezcla su inclinación por la buena vida con los reproches por la mala vida de los demás, y el monje medio loco que acaba ejerciendo como voz de la conciencia y de los valores superiores.

La obra vuelve a recuperar algo de tono en la tensa escena del duelo y en la despedida, con todos los personajes hundidos y una perspectiva para la que hay que ser muy optimista si se quiere atisbar algo de esperanza. Yakovlev, solamente con recursos escénicos y con la ayuda de la eficaz escenografía de Nikola Slobodyanik y de la bonita música de Alexander Manotskov, consigue transmitir una belleza, ciertamente fría, y un tono de fin de época de manera más emocional de lo que había demostrado hasta entonces.


lunes, 16 de septiembre de 2013

Taitantos (Teatro Lara)

Si al hablar de La fiebre comentábamos que es intolerable que los Grandes Temas, nos impidan sumergirnos en nuestros mezquinos problemas cotidianos, Taitantos parece una respuesta práctica a esa discutible prohibición. Porque la obra de Olga Iglesias Duran parece el positivo del texto de Wallace Shawn. De hecho, pocos enredos vitales pueden provocar un levantamiento de cejas más condescendiente que los problemas sentimentales de una mujer y sus preocupaciones por la edad y el aspecto físico.

Pero, sin caer en el paternalismo, también es cierto que un embrollo como el que padece esta Susana Duarte da pie a todo tipo de posibilidades cómicas, y Olga Iglesias no desaprovecha ninguna. A través de escenas independientes pero perfectamente engarzadas, las peripecias sentimentales y vitales de Susana se van ganando al espectador que va de carcajada en carcajada hasta un inesperado punto de identificación, por muy diferente que se sea de esta mujer.

Tampoco se trata de uno de esos facilones juegos de “eso también me ha pasado a mí”, sino que Susana tiene su propia carnalidad, una biografía propia en cuya descripción no se ahora ninguna debilidad, ninguna caída en el ridículo más absoluto. La escritura está llena de hallazgos, aunque mejor sería calificarlos de “puntazos”, que coronan un relato coherente y bien medido en el que cada escena supera a la anterior.

Otro punto que relaciona este montaje con La fiebre es el extraordinario trabajo de su protagonista: lo de Nuria González es un festival, un tour de force en el que cada vez se va poniendo los objetivos más altos, y siempre se supera. Además de construir una persona palpable, reconocible, con innumerables recursos interpretativos, añade una habilidad para la imitación de caracteres que van desde el macarrilla andaluz que canta con acento italiano hasta la madre desaprensiva cuya única misión parece hundir aún más a su hija en la miseria. González también sobresale en su mímica, en su habilidad para transmitir estados de ánimo moviendo una mano o cambiar de un estado de ánimo a su opuesto subiendo una ceja.

Nos gustaría saber qué piensa la actriz cuando, desde lo alto del escenario, repasa el patio de butacas y ve una gama completa de caras sonrientes y felices. Desde nuestra limitada posición, nosotros hicimos un barrido y solo veíamos rostros resplandecientes. Y a nuestro alrededor las carcajadas resonaban de manera explosiva. Aplausos espontáneos y comentarios incontenibles daban fe de que el espectáculo estaba consiguiendo su objetivo.

Nos imaginamos la dirección de Coté Soler como la de un director de orquesta que con su batuta marca el ritmo para que el solista de lo mejor de sí. Pero, como cada vez es más habitual, la puesta en escena más que minimalista es abstracta, porque el espectador lo tiene que poner todo. Un solo actor y escenografía parquísima. En realidad una obra de teatro tampoco debería exigir mucho más, pero como opción; si las circunstancias hacen que este sea el modelo único, por mucho empeño que se pongo, la escena teatral se verá empobrecida no solo materialmente, sino que ofrecerá un plato único que, por muy sabroso que sea, siempre dejará con ganas de más.  

lunes, 9 de septiembre de 2013

La fiebre (Cuarta Pared)

Cuando hacia la mitad de la función de La fiebre, el protagonista se define a sí mismo como “humanista, empático, contrario a la violencia”, de golpe parece reaccionar a un comentario del público y se exalta gritando “¿Quién ha dicho que no soy contrario a la violencia?”. Casi nos sentimos interpelados directamente, solo que lo que nosotros estábamos pensado era que no, que no era humanista. 

Y esta carencia que nos aleja del personaje de Wallace Shawn, intuida de manera genérica, queda de manifiesto precisamente en un comentario teatral. El protagonista describe una velada como espectador de El jardín de los cerezos en la que se dio cuenta de que para él era imposible conmoverse, implicarse en las cuitas personales de los personajes de la obra de Chéjov cuya mayor preocupación era tener que dejar su casa de campo para irse a vivir a un apartamento de París. 

Claro, qué ridículo parece este contratiempo en comparación con los grandes problemas del mundo. Pero es que, dejando aparte que El jardín es una comedia y que Shawn, que participó en la maravillosa Vania en la calle 42, usa este comentario como provocación, esta apreciación desvela un desprecio real por las preocupaciones de la gente corriente. Y todo el mundo tiene derecho a tener sus propios conflictos internos, a sus mezquinos traumas existenciales. Ya es suficientemente exigente tener que apartarse de la felicidad de vivir por la conciencia de las injusticias del mundo, pero estaría bueno que tampoco pudiéramos sufrir por nuestras pequeñas tragedias cotidianas. 

En el texto es esa falta de comprensión del ser humano, sacrificado siempre por los ideales, lo que no nos permite empatizar, a nosotros, con el protagonista. Porque toda su proclama es muy sólida, parece tener respuesta para todas las reticencias. Pero también cae sin reparos en la cultura de la queja, y en uno de sus tópicos más irritantes, el tercermundismo. Las grandes ideas, los grandes compromisos, también pueden ser una excusa para la falta de implicación, para el sencillo grito de asco que oculte la desaprensión y la escasez de implicación humana. La solidaridad (ese concepto tan manoseado y desprestigiado) en lugar de la fraternidad. 

Y sin embargo hay algunos aspectos que hacen de La fiebre una obra muy estimable. La primera es que, pese a disentir de su discurso o cuestionar la palabrería de su protagonista, el espectador es obligado a reflexionar, a confrontar sus convicciones, a discutir (consigo mismo, si hace falta). No está permitida la posición de superioridad, el encogimiento de hombros cínico. Cuando el protagonista enumera las ideas comunes de sus amigos, el espectador dice sí, sí, sí, no. Pero estos tópicos no pueden ser despachados con una alineación incondicional, hay que hurgar para encontrar una verdadera posición moral a prueba de atajos. 

El otro punto fuerte de la representación es sin duda el trabajo de Israel Elejalde. En un montaje limitado, con una dirección sutil de Carlos Aladro que hace un aclarado para que su actor se explaye, Elejalde tiene terreno libre para deslumbrar con su talento. Porque Elejalde es el actor soñado por todo autor: no solo incorpora a la perfección al personaje, sino que su trabajo creativo es extraordinario, ensanchando cada camino entreabierto hasta darle una amplitud inimaginada. Por eso si el personaje de Wallace no consigue ponernos a su lado, Elejalde logra que le comprendamos, que sintamos con él, que, nosotros sí, nos conmovamos con sus miserias personales.