jueves, 29 de marzo de 2012

Quitt (Teatro Valle-Inclán)


Al final de la primera parte de este montaje de Quitt, el mayordomo Hans lee a Quitt un extenso fragmento de El solterón, de Stifter. Jordi Boixaderas tiene una voz preciosa y sabe llevar esta larga digresión con finura y dulzura. Pero cuando el actor lleva un rato de recitado, al espectador ya se le hace difícil mantener la atención. Peter Handke nos parece un escritor interesante (subtexto: aburrido), pero también creemos que le puede la ambición doctrinaria, sus ganas por demostrar algo.

Tras la reanudación de la función, Hans le dice a su señor que su vida es una perfecta metáfora. Y este nos parece el principal fallo de la obra, porque creemos que la vida no es una metáfora de nada (cfr. La mujer del teniente francés). Cierto que la historia del teatro está superpoblada de personajes simbólicos, y que sin ir más lejos Brecht, cuya influencia es evidente esta obra, fue un maestro en su utilización, pero nuestra oposición es por principio: tendrán que convencernos de que estamos equivocados, y Handke no es capaz de hacerlo.

Lluís Pasqual es demasiado listo como para caer en simplificaciones demagógicas, pero en ocasiones nos parece que está demasiado cerca de caer en la parodia más pedestre. Por ejemplo, que entre los potentados se encuentre un cura (no recordamos ahora su categoría exacta) parece bastante cogido por los pelos. Esto es culpa de Handke, sin embargo al vestir (literal y figuradamente) a todos los personajes de una manera tan caricaturesca, quizá se consiga arrancar algunas sonrisas (la obra tiene un humor excéntrico, en el sentido alemán), pero a costa de perder en solidez.

También es verdad que Pasqual no siempre va a lo fácil, sino que hace una apuesta bastante arriesgada (en la que, desgraciadamente, en nuestra opinión sale perdiendo). La obra en sí es poco dramática, es más bien una sucesión de discursos farragosos, difíciles de seguir, quizá poéticos, seguramente grandilocuentes. Por otra parte, el espacio de Paco Azorín es mucho más moderado que el vestuario de Isidre Prunés y la iluminación de Xavier Clot, pese a algunos fallos técnicos, está más acorde a un tono expresionista que vodevilesco.

Pero no nos engañemos, lo que verdaderamente nos atraía de esta función era poder ver en escena a Eduard Fernández. Al principio nos sorprendió su tono de voz, que sonaba impostado, no sabemos si por un catarro o por tener que hacer la obra en castellano. (Nota aparte, algún día hablaremos de la costumbre ya imparable de usar micrófonos en el teatro, una desgracia que nos han colado sin darnos cuenta.) Pero pronto Fernández demuestra que es un actor enorme, capaz de transmitir con sus gestos y sus miradas mucho más sobre el existencialismo ionesquiano de su personajes que con todo el texto de Handke.

A otros actores ya los habíamos disfrutado en escena y en todos los casos se sitúan por encima de sus papeles. Además de al citado Boixaderas, destacaríamos a Boris Ruiz, que al menos aprovecha el tono ridículo de su personaje para conseguir los mejores momentos cómicos, y a Lluís Marco, quien en su gran escena de la segunda parte logra defender a su personaje con entusiasmo y naturalidad.

Suponemos que lo peor que se puede decir de una obra como Quitt, con sus pretensiones de retratar la actual situación social y su insistencia metateatral en convertir el acto dramático en algo más que la pasiva contemplación de un espectáculo, es que nos deja indiferentes. Pero así es. 

viernes, 23 de marzo de 2012

¡Qué desastre de función! (Teatros del Canal)


El título obvio para esta crónica sería ¡Qué gloria de función!, pero quizá iba a quedar demasiado promocional, como esa hipérbole que han usado en la publicidad de la obra de Michael Frayn, sosteniendo que se trata de “probablemente la mejor comedia del mundo”, frase que en cualquier caso, en el entusiasmo inmediato que sigue a la finalización del espectáculo, muchos espectadores estarían dispuestos a corroborar.

Durante la representación temimos que los ataques de hilaridad que llegaban desde la platea y el anfiteatro devinieran en un desquiciamiento colectivo que convirtiera el barullo de la escena en una broma comparado con lo que podía montarse. Esto sigue pareciendo exagerado, pero es que la reacción del público fue así: un continuo carcajeo de los que hacen que los actores tengan que detenerse cada dos por tres para que se les pueda entender. Seres circunspectos se tomarán todo esto como un agravio, una obra de teatro popular y divertidísima, una vulgaridad, sin lugar a dudas. Pero el público, sin intelectualizaciones, pensará: que me quiten lo bailao.

Suponemos que para Alexander Herold, que lleva casi 30 años montando ¡Qué desastre de función!, esta obra es una especie de seguro de vida. Pero en lugar de mecanizar la narración, la trama sigue funcionando a la perfección. Tanto las réplicas oportunas como el juego corporal se desarrollan con una fluidez exquisita. Si es de admirar el trabajo de los actores para seguir un complicadísimo argumento, no lo es menos el que la complicada coreografía de entradas, salidas, caídas y utilización del atrezzo se manejen con una precisión extraordinaria. A veces el resultado de los vaivenes es tan natural que parece imposible que sea ensayado.

Paco Mir, que sigue dando lo mejor de sí mismo, aporta en la adaptación un sentido de continuidad que consigue que la obra no decaiga en ningún momento, algo dificilísimo teniendo en cuenta que abundan los clímax cómicos en los que es difícil superarse. Todos los actores se mueven con un ritmo cómico propio y a la vez bien conjuntado, pero destacan Miquel Sitjar, nunca quieto, variable en su tono e incluso aceptable en los momentos más exagerados, y Mònica Pérez, como la mala actriz impasible, a la que da la sensación que el público hubiera sacado en hombros con mucho gusto.

En sus diferentes versiones, da la sensación de que Noises off está en cartel muy a menudo, pero aún así es una pena que este montaje solo esté dos semanas en Madrid, cuando es seguro que aguantaría con llenos durante por lo menos un año, y no estaría mal que contagiara su felicidad lo más generosamente posible.

lunes, 12 de marzo de 2012

Candide (Teatros del Canal)


En una escena de Candide los protagonistas emprenden un viaje en barco que les llevará a Portugal como escala en su cuasi vuelta al mundo. Para representar el barco son suficientes un par de escaleras de mano puestas en diagonal. Quizá esta sea la esencia de un montaje que irremediablemente recuerda a Los sobrinos del capitan Grant, pero que demuestra que sin necesidad de grandes escenografías (aquí sustituidas por el ingenio a granel de Rafael Garrigós) también se pueden conseguir grandes montajes.

A menudo deploramos la costumbre de muchos directores de usar gracietas (ellos lo llamarían recursos) para llamar la atención. En el caso de Paco Mir estos trucos siempre tienen una función, un sentido y, dado su sorprendente número de aciertos, una efectividad instantánea. A menudo son bromas visuales que hacen de la necesidad virtud (los miembros del coro usados como atrezzo), otras referencias actuales (las celebradas bolsas del carrefour), siempre un punto de picardía (los actores en perpetuo estado de excitación). En lo global, y es lo más importante, un sentimiento de ligereza como el de los mejores musicales, que sabe transmitir al espectador y que provoca una sintonía perfecta.

Aunque no conocemos la obra original de Bernstein y Wheeler, es obvio que Mir, en su papel de adaptador, se ha tomado todas las libertades que ha estimado oportuno. Y como tampoco somos fundamentalistas de la fidelidad, es una propuesta como este Candide nos parece que ha acertado de pleno. Sus juegos escénicos son ágiles, el desarrollo de la historia imparable, y las letras de las canciones de una gracia genuina.

Otro gran valor del espectáculo está en su reparto. Antoni Comas vuelve a demostrar en los teatros del Canal que es un cantante que puede con lo que le echen; María Rey-Joly se lleva la mayor ovación con su escena de París y combina sus extraordinarias dotes como cantante con su solvencia interpretativa; Jesús Castejón hace de un maestro de ceremonias siempre ingenioso e impertinente; Eva Diego se mueve con una soltura envidiable y camela al público cuándo y cómo quiere; Juan M. Cifuentes, que se ganó la aclamación más sonora en los saludos, tiene una voz tan contundente como su presencia; Axier Sánchez, Anna Matteo tienen unos papeles menores, pero llevan sus papeles con encanto y se hacen notar, mientras que Xavier Ribera-Vall y César San Martín completan el elenco haciendo lo que haga falta y haciéndolo bien.

¡Y qué estupenda está la Joven Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid! Con la dirección de Manuel Cove, la orquesta entra como un torrente desde la excelente obertura y durante toda la representación mantiene un entusiasmo irreprochable. En cuanto al coro, que tiene que multiplicar sus funciones, actúa con la máxima profesionalidad y parece divertirse tanto como el público.

Es una lástima que una obra como este Candide solo se mantenga en cartel durante cuatro sesiones, porque es un éxito seguro. Aunque esperemos que, al igual que pasa con Los sobrinos, su reposición se convierta en una tradición y pueda verla el mayor número de público posible. 

lunes, 5 de marzo de 2012

Follies (Teatro Español)


Después de todo lo oído y leído sobre Follies, nos acercamos al Teatro Español casi en estado de sugestión. Aunque no seamos grandes fans del musical, sí que concedemos que cuando se hace bien, ya sea en cine o en teatro, es un género capaz de llevar el arte a lo sublime. Es necesario dejar atrás muchos prejuicios, sí, incluso a menudo es conveniente apartarse del pensamiento crítico y dejarse llevar. Si la cosa funciona, merecerá la pena olvidarse de cualquier pudor intelectual en beneficio de un instante de felicidad.

Quizá por este entusiasmo sugerido, asistimos a la primera parte del espectáculo en un estado de semi-planchazo. Es curioso que proviniendo nuestras reticencias del musical, en Follies la parte más puramente adscrita a este género nos enganchó desde el principio, mientras que la trama “hablada” nos pareció moderadamente aburrida y bastante ajena. Cierto que los argumentos de los musicales no son especialmente elaborados (y, aunque este no sea preceptivamente así en las obras de Sondheim, en el caso de Follies, homenaje al musical clásico, se podría suponer que es una concesión), pero aquí la historia de Phyllis y Ben y de Sally y Buddy es como una de esas obras de cóctel inglesas, tipo Página en blanco, que ha quedado mucho más desfasada que el propio espectáculo de la revista.

En cualquier caso, el inicio no puede ser más sugestivo. Un teatro abandonado en el que son perceptibles (y bien carnales) los fantasmas que alguna vez lo han habitado. La llegada de sus antiguas estrellas para dar una última fiesta antes de la demolición. Tenemos nostalgia de la buena, amor al teatro por galones, excusas de sobra para ponerse a cantar. Desde el principio sabemos que la escenografía (cada vez más espectaculares Juan Sanz y Miguel Ángel Coso) va a dar mucho de sí. La orquesta, dirigida por Pep Pladellorens, empieza a carburar desde el primer instante. Todo está preparado para el lucimiento de los artistas. Y vaya artistas.

Todos merecen una ovación, pero tendremos que limitarnos a destacar a los que más nos llegaron. Para poner el listón en lo más alto, empezamos con Asunción Balaguer. Vale, es una abuelita adorable y se merece todas las simpatías, pero es que hace mucho más que estar. Cuando le llega su momento lo da todo, y es muchísimo, un testimonio vivo de las glorias pasadas y de que quien tuvo retuvo. Casi sin respiro llega Teresa Vallicrosa en uno de los momentos más espectaculares y euforizantes del musical, el baile-espejo. Después es el turno de Massiel, capaz de arrasar ante cualquier excepticismo y disfrutando tanto como hace disfrutar al público.

Y esto es solo la primera parte. Simplemente diremos que, con este nivel, la segunda nos pareció mucho mejor. Tras un brillante juego de parejas en el que pasado y presente finalmente se entremezclan de manera explícita, se inicia una arrolladora sucesión de números musicales que supone un tour de force del que Mario Gas sale vencedor y sus actores aclamados. Sanz y Coso hacen magia, las luces de Paco Ariza se multiplican, Antonio Belart se deja llevar por el kitsch más desenfrenado, Álvaro Luna saca todo el partido a los vídeos, el cuerpo de baile hace acto de presencia... Hemos entrado en el terreno del musical hurracanado.

Y los que tienen que lidiar con la vorágine son Muntsa Rius, protagonista de una de las escenas que perdurarán de este musical, caminando entre letreros luminosos sin poder avanzar; Pep Molina, divertido y deseperado; Vicky Peña, la extraordinaria Vicky Peña sirviéndose de un número que parece un regalo y que en sus manos se convierte en antológico. Y aquí nos encontramos con Carlos Hipólito. Ahora sí que sí, se ha demostrado que este hombre es capaz de hacerlo todo y hacerlo de manera excepcional. En una obra que ya de por sí tiene tantos elementos que destacar, su actuación, su manera de cantar (¡hasta de bajar las escaleras!), son para considerarle una especia aparte por sí mismo. Hipólito es de estos actores capaces de fascinar leyendo el Código Civil y al que si le das algo como Follies te devuelve un mito.

A medida que íbamos escribiendo y recordando las escenas, nos íbamos exaltando. Algo así pasa con la obra, que empieza en un tono melancólico y sereno y acaba, incluidos los bises, en el más alto regocijo. Las últimas palabras de la obra las dice Mario Gas, quien asegura que si algo ha aprendido en su vida es a saber cuándo algo ha terminado. Parece que la dirección de Gas del Teatro Español ha terminado, y aunque Follies sea una extraordinaria manera de despedirse, no deberíamos olvidar que Gas es lo mejor que le ha pasado al teatro madrileño en los últimos tiempos.