lunes, 29 de septiembre de 2014

Donde hay agravios no hay celos (Teatro Pavón)

Una pregunta cruel para un aficionado medio al teatro clásico puede formularse más o menos así: “¿te acuerdas de esa comedia que vimos aquí de un noble que llegaba a la ciudad y había un montón de líos, que se disfrazaba de criado, y luego la mujer se hacía pasar por otra y todo eso? Sí, ya sabes, esa en la que salía Notario”. Lo mejor para salir del paso es decir: no, creo que esa me la perdí. Porque como se empiecen a soltar títulos la cosa puede acabar en tragedia. O, peor todavía, remontarse a los tiempos de la Comedia. Esta sensación de haber visto decenas de veces la misma obra se agrava porque hubo un tiempo en el que todos estos montajes se uniformaron y ahora no hay manera de recordar si se trataba de un Lope, un Tirso o un Shakespeare con traducción castiza. Y, para redondear, seguramente todo esto ya lo hemos dicho por aquí en otras ocasiones.

No se puede decir que en Donde hay agravios no hay celos las innovaciones argumentales sean una característica a destacar: la historia nos la sabemos de memoria. Pero en esta ocasión la puesta está tan bien resuelta que será más difícil olvidarla. Si al teatro en verso, tan seductor como peligroso, se le añaden capas de impermeabilidad, si a los argumentos laberínticos se les aliña con ingredientes de mala digestión, si se barroquiza el barroco, podríamos decir, es normal que el espectador acabe por desconectar. Pero Helena Pimenta ha apostado por la claridad (que nunca viene mal en una trama tan enrevesada) y la versión de Fernando Sansegundo, que se sabe todos los trucos de estos juegos, es limpia y serena. El espectador puede estar tranquilo y divertirse sin preocuparse por no perder el hilo: aquí todo se desarrolla con fluidez.

Precisamente el papel que tantas veces ha encarnado Sansegundo, el de criado gracioso, se convierte aquí, de la mano de David Lorente, en una de las grandes bazas de la función. Lorente se muestra irresistible desde el principio, como un gañán bruto y contundente en sus réplicas. Nunca se meterá en su papel de señor, pero propiciará algunas de las mejores escenas de la función, con una simplonería de esas que para ser eficaz tiene que ser en realidad modelo de la mayor fineza. Igual de “mal actor” es Jesús Noguero, cuyo criado es poco convincente (como debe ser), y al que le sobra gallardía y bravura, pero con el tono indolente necesario para que la honra del noble no arruine la comedia.

Clara Sanchis tiene algunos momentos de histeria que nos descolocan un poco, pero se redime cuando evoca a Katharine Hepburn. De hecho la función nos recordó muchas veces a Historias de Filadelfia, en tono e incluso en giros argumentales (no falta ni la escena de borrachera). Marta Poveda se pasa gran parte de la función como una adolescente con las hormonas disparadas, pero también tiene su escena de reivindicación explícitamente señalada. Y es que en la obra abundan las referencias metateatrales (maldita palabra), pero insertadas con total naturalidad, no con el pavoneo que se usa hoy en día. Para que se vea que no tomarse las cosas en serio exige la mayor seriedad y nada de guiños de entendidos.


A veces le hemos reprochado a Helena Pimenta cierto infantilismo en sus intentos de modernizar clásicos cambiando la época en la que se desarrolla la acción e introduciendo anacronismos totalmente gratuitos. Estas reticencias cobran aún más sentido cuando vemos que en Donde hay agravios no hay celos se deja de tonterías y la sale una función estupenda. Cierto que para nuestro gusto el decorado es demasiado aparatoso (como contrapartida, el vestuario de Tatiana Hernández es magnífico) y que persisten algunas chorraditas, como los bailes (parece ser que sin concesiones de este tipo no te franquean el montaje), pero son cuestiones menores: aquí encontramos teatro de verdad, divertido, chispeante y elegante.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Medida por medida (Teatro María Guerrero)

Con Cheek by Jowl dan ganas de no volver al teatro. Es como cuando vas a un museo y ves a Velázquez. Después de esto, ¿qué queda? Y eso que las últimas propuestas de la compañía no nos había convencido del todo, y que incluso el inicio de esta Medida por medida nos puso las defensas en alto. Pero poco a poco, casi sin que nos diéramos cuenta, nos fueron conquistando una vez más, y cuando llegó el final comprendimos que los aplausos no son solo un medio de agradecer un trabajo bien hecho, sino un medio para dar expresión a una energía euforizante que de otra manera implosionaría.

Todo es tan sencillo que es casi imposible de analizar, pero lo que queda es el sentimiento puro, y eso no hay manera de impostarlo. De hecho, las claves del éxito de Cheek by Jowl sí que se pueden rastrear: en primer lugar esa simplicidad de la que hablábamos, ese coger cuatro cosas y, desde la más básica exposición teatral, llegar al tuétano. No hace falta decir que Shakespeare es un autor extremadamente complejo, pero Declan Donnellan lo hace comprensible casi de manera intuitiva. Despojándose de todo artificio, aclarando las líneas y sin entretenerse en marcas de autor. Que es Shakespeare, señores, no hay que ponerse estupendo (por desgracia, esto que es tan evidente muchos directores con ínfulas de genialidad no parecen comprenderlo).

Otra característica de las puestas de Donnellan es que, en medio de esta aparente neutralidad estilística, te suelta unas escenas que son como fogonazos, pero que se quedan en la memoria. El contraste entre la sutileza del montaje en general y estos golpes de brillantez escénica es tan brutal que algo tan fugaz como el teatro se transforma en inolvidable. En Medida por medida además tenemos la siempre estimulante escenografía de Nick Ormerod, la preciosa música de Pavel Akimkin y la cuidadísima coreografía de Irina Kashuba, lo que propicia escenas tan perfectas como la de la ejecución o la del baile, de una belleza sin adjetivos, tan natural como todo en la puesta, y a la vez de una finura artesanal.

Otro elemento que hace el trabajo de Cheek by Jowl único y a la vez reconocible es el movimiento escénico. Esto daría para una tesis. El ritmo en el teatro está obviamente dado por la palabra, pero esto hace que muchas veces se sea negligente con otro ritmo igual de importante, que es el de los actores. Es habitual caer en el estaticismo o en el barullo, mientras que lo que logra Donnellan de manera magistral (y así debería ser, que aprendan de él), es cómo mover a los actores, cómo hacer que el espectador tenga la sensación de que en todo momento está pasando algo importante y hay que permanecer atentos. En Medida por medida la coreografía está cuidada al milímetro, y lo que podría pasar por una excentricidad o uno de esos juegos gratuitos del director de escena, cobra pleno sentido.

Seguimos. Si en la elección de los textos Donnellan no puede fallar, es su trabajo de depuración lo que le hace especial. No se trata de podar o modernizar, eso lo dejamos para exhibicionistas con problemas de falta de autoestima. Es una cuestión de estudio, de descubrir nuevas vías, de llevar hasta las últimas consecuencias las decisiones estilísticas. En Medida por medida el hecho de que la compañía sea rusa da una refrescante vuelta de tuerca a la interpretación tradicional. Primero de la impresión de que estamos ante una parábola de la Rusia de Putin. Que estaría bien, pero sería una limitación innecesario. De ahí nuestra inicial suspicacia. Y luego la historia adquiere unos claros toques a lo Gogol. Y, como estamos en España, tampoco nos olvidamos de Lope o Guillén de Castro. Lo que el espectador añada nunca sobra, pero lo que aporta Donnellan es una dirección precisa, una guía para que nadie se pierda, una serie de pistas que nos llevan a deslumbramientos que nunca antes habíamos imaginado.

Y llegamos. Los actores. Aquí la carburación también es lenta, pero cuando se pone en marcha no hay quien detenga esta máquina. La Isabella de Anna Khalilulina personifica ese juego de contrastes en equilibrio. En la emocionante escena del perdón, que es a su vez una destilación de toda la obra, pasa del ataque de histeria a la muestra más sumisa de misericordia en cuestión de segundos, en un esfuerzo físico de concentración que desprende fotones. Pero durante toda la obra bascula entre la inocencia de quien se considera ajena a los pecados del mundo y el ardid por conseguir sus deseos. Si la dialéctica de Shakespeare es prodigiosa, la manera de Khalilulina de darle forma a las disquisiciones entre alma y cuerpo, sacrificio y virtud, perdón y venganza, son de una riqueza extraordinaria. Su envés es Angelo, interpretado por Andrei Kuzichev como si fuera un mosquita muerta dispuesto a transmitir la malaria sin el menor arrepentimiento. Sin subrayar, sin hacer alarde de su malicia, Kuzichev transmite el lado más oscuro de su personaje a través de pequeños gestos, casi de manera indolente, como si la práctica diaria de la hipocresía le hubiera hecho olvidarse de quién es en realidad.

Valery Pankov es un duque que al final se muestra como un político consumado, capaz de salirse con la suya y a la vez parecer el más magnánimo de los gobernantes. En su papel de fraile se mueve entre la indignación contenida y el papel de maestro de marionetas. En los dos casos, no parece muy consciente de las consecuencias de sus acciones, y Pankov le da un aire entre prepotente e ingenuo que, como en norma en la obra, le dota de una ambivalencia peligrosa. Otro personaje con dos caras es Lucio, el gracioso. Al principio nos parece que Alexander Feklistov se deja llevar demasiado por el tópico del amaneramiento, pero en sus momentos más divertidos acierta con el punto exacto entre descaro y desafío, como un cobarde que hace muy bien de valiente cuando piensa que no corre ningún peligro. El resto del elenco, que más que nunca justifica el recurso al desdoblamiento de papeles, mantiene el equilibrio y aunque sea en una sola escena, demuestra su valía. Por eso no les desmerecemos si decimos que Donnellan sería capaz de sacar una gran interpretación de un palo.


Un momento. Donnellan dirigió una película con... Bueno, lo del palo era una exageración. 

lunes, 15 de septiembre de 2014

La sangre de Antígona (Teatro María Guerrero)

Sí, son manías nuestras, no hace falta que nadie nos envíe una lista con los premios cosechados por La sangre de Antígona, sin duda merecidísimos, para demostrar que estamos equivocados. Ya desde el principio la cosa se pone rara. Aparece Tiresias, en silla de ruedas y bajo toneladas de maquillaje, y pensamos que en cualquier momento se va a levantar, se va a quitar una máscara, y descubriremos que la intérprete no es Rosenda Monteros, sino el mismísimo Ángel Pavlovski. Así que mucho después, parece que han pasado siglos, cuando Tiresias finalmente se alce, apenas podemos contener la carcajada.

Hasta entonces, el estrambote que le han montado a Bergamín había sido de antología. Todos los males del teatro grandilocuente habrán sido puestos en escena sin el menor pudor. Declamaciones sin alma pero con toda la pomposidad que quepa imaginar; decorados apabullantes que apenas disimulan su intención de deslumbrar... y sin embargo una luz tenebrista que no deja apreciarlos. También tenemos símbolos para regalar, que cada uno haga sus propias interpretaciones. No podían faltar las referencias a la Guerra Civil, que claro, cómo no, pero que salgan los soldados con fusiles y todo eso queda de broma. También tenemos una vertiente litúrgica, con una Antígona-Cristo dispuesta a sacrificarse por la humanidad. Música y olor de Semana Santa, pero sin tópicos, dirán. En realidad, el único símbolo que funciona es el del decorado cayéndose a pedazos, pero como símbolo de la función.

Para que una tragedia tenga efecto y no se quede en camp o caiga en el ridículo hay que tener mucho cuidado. Sobriedad, delicadeza y temple. Otra opción válida podría ser tirar por el desgarro, el espectáculo más grande que la vida. Pero cuando se cae en la solemnidad impostada, el exhibicionismo y la ampulosidad, lo único que se consigue es provocar bochorno. En esta misma línea impuesta por un Ignacio García desnortado se sumergen todos los intérpretes. Érika de la Llave es una Antígona que pronto nos deja de interesar, lamentándose por las esquinas sin que en ningún momento nos parezca natural, ni tan siquiera conmovedora en un estilo más artificial. Pero lo de Arturo Beristáin es de premio. Con un solo personaje consigue recordar a un coronel de opereta, a un fascistón de astracanada y a un maloso de telenovela.

Cierto, es muy fácil dar el paso que lleva del teatro sagrado al teatro mortal, pero es que aquí el adjetivo es casi literal. Cuando nuestra mente ya había derrotado por mares ignotos, empezó a carcomernos un pensamiento letal: ¿podríamos morir realmente en la butaca de un teatro ante la imposibilidad de soportar el suplicio? De acuerdo, exageramos, pero la posibilidad de una apoplejía no era tan disparatada. Lo cierto es que si se tratara de una compañía independiente, con una obra de un autor inexperto, en un teatro pequeño, nos ahorraríamos el comentario. Pero el hecho de que se trate de la Compañía Nacional de México, en la sede del Centro Dramático Nacional, en un ciclo que se precia de traer lo mejorcito del mundo, nos parece simple y llanamente una estafa. A veces cuando oímos denigrar el teatro pensamos que se trata de personas que nunca han pisado una sala. Pero en ocasiones como esta pensamos, se lo tienen merecido.


Y bueno, sí, será cosa nuestra, pero solo en nuestra fila estábamos nosotros con nuestros tétricos pensamientos; un joven durmiendo a pierna suelta (y no es una imagen, en nuestra vida como espectadores teatrales hemos visto a mucha gente dormirse, pero este bendito lo hacía totalmente despatarrado, con la cabeza hacia atrás y unos homéricos ronquidos que aparecieron interumpidamente durante unos 45 minutos); y una mujer que en la más pura tradición teatral y cómica se levantó de su asiento en pleno monólogo climático. A nuestra izquierda también divisamos a un ilustre literato, pero cuando en los saludos quisimos fijarnos en su reacción, resultó que ya había abandonado su plaza. Ya decíamos que es un escritor a imitar. 

lunes, 8 de septiembre de 2014

Jugadores (Teatros del Canal)

El profesor saca de una caja algunos objetos que ha espigado de la habitación de su padre, muerto recientemente. Cada objeto viene con un recuerdo y un comentario, hasta que saca un cinturón, al que solo dedicará una mirada fugaz y apartará sin más. Poco después el profesor empieza a meter todos los objetos de nuevo en la caja. El barbero le dice que no comprendo cómo ha sido capaz de hacer lo que ha hecho. El profesor recoge el cinturón y lo vuelve a guardar. Este es el teatro que nos gusta, el que no abusa de la narración, el que es capaz de sugerir con un gesto más de lo que se explica en un parlamento de cinco minutos, el que abre posibilidades de interpretación y hace al espectador partícipe de lo que está pasando.

Lamentablemente, en Jugadores nos encontramos más a menudo con un tipo de teatro descriptivo, en el que los personajes nos cuentan sus vidas, lo que ha pasado e incluso lo que va a pasar. Las cosas quedan bastante claras, pero hubiéramos preferido más confusión y menos historias. El Pau Miró escritor lo hace muy bien al configurar este cuarteto de desgraciados e introduciéndonos en su vida de miseria y dolor, pero le falta valentía para dejar al Miró director espacio. Todo esta perfectamente calculado, pero echamos de manos algo de aire, que la realidad se introduzca en la vida de estos perdedores y nos los haga más cercanos.

Porque, sinceramente, todo esto de los fracasados nos cansa un poco. Todo queda bastante claro cuando vemos que estos jugadores son como Dostoievski, que no juegan para ganar, sino para perder. Y por eso quizá no habría que insistir. No es que haya que centrarse, no sé, en las estrellas del espectáculo o en los vencedores de las guerras cotidianas, pero no vendría mal un poco de alegría en el alma, algo más que ese continuo y machacón blues de hombres que no levantan cabeza, un poco al estilo de Mamet. Por eso en la parte final la cosa se anima, parece que vamos a tener algo de acción... Y de repente la puerta se cierra y se acabó la función. Qué mal sientan los de repentes.

De todas maneras, nos da la sensación de que la obra podría haber sido mucho peor, lo que puede que no suene a gran halago, pero en resumidas cuentas significa que vale la pena. Sobre todo por los actores, los cuatro fantásticos. Miguel Rellán, en estado de gracia permanente, es el profesor (queremos decir que lo es, verdaderamente). Ese tipo de personaje que decíamos que ya está exprimido hasta quedarse seco él lo revitaliza con sus toques de melancolía, primero de resignación y más tarde de rebeldía ante su destino de infertilidad. Cada vez que se sale del papel (del arquetipo, de lo que se espera de él), conmociona y revuelve al espectador. Si el personaje es un desalmado (sin alma), Rellán lo nutre de espíritu.


A Ginés García Millán, al contrario, en un principio no le veíamos mucho en este papel de tabernario, broncas y cobarde. Pero lo cierto es que se adueña del enterrador y también lo enriquece por su cuenta, traspasando las líneas del lugar común para, como quien dijera, dotarle de un corazón. Jesús Castejón también borda a su pequeño burgués venido a menos. Estos personajes a los que todo les sale mal más que a la compasión a menudo mueven a la burla, no se puede ser tan cenizo. Pero Castejón da la vuelta a la situación y con simpatía y empatía hace que nos pongamos de su lado. Sin lujos, pero siempre nos tendrá para lo que necesite. Luis Bermejo, al que por desgracia no vemos en su momento cumbre (el de su personaje, el actor), tiene descaro y habilidad para hacerse con sus compañeros y con el público. Si esto fuera un periódico deportivo diríamos que los cuatro conforman “un póquer de ases”. Mejor corramos un tupido telón.