Por
fin hemos descubierto el secreto de los musicales: hay un tipo de
público al que ya puedes echarle la canción más lamentable
interpretada por el cantante más delirante (o viceversa), que seguro
que aclama como si estuviera ante un Caruso redivivo. Así que ni te
cuento si pones una canción detrás de otra. Esto debe de tener una
causa neurológica que se puede pedestrizar con un “cada uno tiene
sus gustos”, explicación que aplicaremos a este montaje de La villana de Getafe, para nosotros un despropósito desde su concepción
hasta su materialización, desde la primera escena hasta la última,
pero que en general el público de nuestra función acogió con
regocijo continuado y alborozo en la culminación. En realidad, esta
divergencia de criterio no nos debería importar, allá cada uno con
sus vicios, el problema es que hemos detectado el mismo pecado que
ya percibimos en el Hamlet montado hace poco en este mismo teatro y
que sí que nos parece que debe ser combatido: la irreverencia.
Porque, de acuerdo, está muy bien la iconoclastia y la frescura,
pero lo que le hacen Yolanda Pallín (¿por qué?) y Roberto Cerdá
al pobre Lope está muy cerca del delito. Si quieren hacer un Muñoz
Seca, que se lo fabriquen ellos, pero que no pongan bombas a nuestros
clásicos.
Las
inversiones conceptuales comienzan muy pronto, cuando se intenta
colar como atrevimiento lo que es obscenidad. Y vale que esto puede
sonar a beatería, pero no se trata de una crítica moral, sino
estética: enseguida vemos que va a ser todo el tono de la obra, en
lugar de la pretendida modernidad, lo que la obra transmite es
vulgaridad. En lugar de comicidad, zafiedad. Como indicador evidente
de teatro desfasado, la obra ha sido trasladada a una actualidad en
la que nobles
y villanos se convierten en pijos y chonis y los escenarios se
vuelven contemporáneos porque sí, recurso totalmente innecesario y
chirriante. Es que ni tan siquiera podemos llegar a comprender cómo
alguien con la trayectoria de Pallín se ha prestado a meterse en
esta degradación, incluso introduciendo algunos versos propios de
intención “actual” pero que molestan sin aportar. Y este es
también el principal pecado de la puesta en escena: Cerdá mete
muchísimas cosas, chismes, transparencias, cuarenta mil veces el
recurso del foco para los apartes, tres millones de veces los gestos
“característicos” (que, sorprendentemente, algunos miembros del
público celebraban cada una de las tres millones de veces)...
incluso parece que hay una sobreabundancia de personajes y una trama
que, ya de por sí complicada, se enreda hasta lo indescifrable,
porque todos estos añadidos en realidad no aportan nada. Es como el
reverso de una puesta en escena limpia y que juegue a favor del
texto.
Y
eso que suponemos que la intención habrá sido atraer a un público
joven a los clásicos. Quizá, dada la reacción a la que asistimos,
hayan acertado. Pero en nuestra opinión esto es hacer trampas,
buscar atajos, nada que ver con otras excelentes propuestas de la
Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico como El caballero de Olmedo o La cortesía de España. Ni tan siquiera una de las
principales razones de ser de este tipo de producciones cumple sus
objetivos, pues las interpretaciones quedan en muchos casos
desvirtuadas por una dirección que lleva hacia la parodia lo que
debería ser alta comedia (¿cómo va alguien a creerse que Inés se
puede enamorar de un... bueno, no hay otra forma de decirlo, de un
gilipollas integral como Don Félix?). Dentro de este elenco tan
irregular, destacaríamos a Ariana Martínez, muy en plan Rose Byrne
cuando clava sus personajes de bicho, y sobre todo a Paula Iwasaki,
que se sobrepone a varias zancadillas para componer una potente Inés,
digna ella sí de Lope (y de nosotros, por qué no decirlo).