Nota
introductoria: como este no es un blog profesional, nos podemos
permitir escribir este comentario sobre El
último jinete
pese a que aprovechamos el intermedio para huir, actitud sin duda muy
poco profesional. Sin embargo, y pese a que sospechamos que el máximo
culpable de esta debacle tiene nombre y apellidos, como nosotros sí
tenemos un gran respeto por los profesionales del teatro, hemos
preferido no dar el nombre de ninguna de las personas que, no lo
dudamos, han puesto en este montaje toda su ilusión y trabajo.
Lo
primero que llama la atención de El último jinete
es su horroroso sonido. Los Teatros del Canal no son precisamente
famosos por su buena acústica, pero lo que sucede en este montaje es
pura negligencia. Al empezar escuchamos una voz que no sabíamos de
dónde venía... hasta que nos dimos la vuelta y vimos que un actor
estaba hablando justo detrás de nosotros. ¿Cómo es eso tan
siquiera posible? Pero lo peor estaba por venir: en cuanto empieza la
música, el sonido es atronador, tan alto que, por mucho que se
esfuercen los actores, es casi imposible que sus voces se impongan y
se les pueda entender. Grave rémora tratándonse de un musical...
Pero
cuando la música cesa, el despropósito continúa. Toda la función
denota una inequívoca falta de ensayos. No hay ningún ritmo en las
escenas, la continuidad está mal ensamblada, no hay convicción ni
naturalidad, todo suena forzado. Incluso los duelos a espada parecen
casi improvisados, con los actores cogiendo sus armas por el filo. Es
normal que estas grandes producciones necesiten un tiempo de rodaje,
pero lo que no es admisible es que se ponga en escena cuando es obvio
que el equipo todavía no está preparado para ello.
Pero
es que incluso la escritura de la muy liviana trama que sirve para
enlazar los números musicales parece pergeñada en un par de (malas)
tardes. Por ejemplo, la escena en la que el protagonista le dice a
uno que acaba de liberar: oye, que tenemos que hablar de lo mío, y
el otro le contesta, casi textualmente, “vale, me voy a conquistar
Riad y luego hablamos”. O poco después, cuando el malo mata a uno
de sus secuaces por haber cometido un error, y a los pocos segundos
perdona al protagonista porque “tienes suerte de que sea un ladrón
y no un asesino”. Por cierto, que incluso hay llamativos errores
gramaticales que normalmente pasarían desapercibidos, pero que en
este clima de naufragio resaltan.
También
tenemos que confesar que, mientras estuvimos en la sala, nuestros
ojos apenas parpadearon, es más, se mantuvieron más abiertos de lo
que parecería posible. Cuando vimos la segunda escena musical, con
esas langostas cantarinas, “es que no nos lo podíamos creer”.
Sí, es una de esas sensaciones que se viven de vez en cuando en el
teatro en la que todo parece inverosímil, como si alguien nos
estuviera gastando una broma y no acabáramos de pillarla.
En
cuanto a la música, aparte de ese soniquete de “como una ola”
que también parece un chiste privado, puede tener su encanto, aunque
al volumen al que está tampoco es fácil disfrutarla. El apartado
estético está repleto de nombre de campanillas / anglosajones, pero
el resultado es tan kitsch que no se puede ni camuflar: es
directamente hortera. Que la escenografía, la iluminación y el
vestuario parezcan diseñados más para una parodia pop de mal gusto
que para una gran producción musical indican que aquí o ha habido
un mal entendido desde el principio o que también ha faltado tiempo
para la puesta a punto y se ha tirado para adelante con lo que
hubiera.
Como,
pese a nuestra (justificada) dureza, no queremos ser injustos,
también tenemos que decir que parecía que la mayoría del público
no detectaba las mismas carencias que a nosotros nos estaban
torturando y que los números musicales eran ampliamente aplaudidos.
Misterios que preferimos no ponernos a analizar.
Pero
por muy insólito que sea El
último jinete,
pronto se nos vino a la mente un famoso musical con el que se podrían
establecer jugosas comparaciones. Efectivamente, estamos hablando de
Los productores.