Como
dice Simon Garfield en Postdata.
Curiosa historia de la correspondencia,
parece que cada vez que sale el tema de las relaciones epistolares,
alguien cita 84
Charing Cross Road.
Así que, hala, ya está nombrada. Pero, aparte de esta inevitable
evocación, a mí Cartas de amor me recordó a El
fantasma y la señora Muir.
Y no es que la genial película de Mankiewicz tenga algo que ver con
las cartas, pero la relación entre Andy y Melissa tiene algo de
fantasmal, de intangible, como si estos dos personajes nunca hubieran
llegado a tocarse. La decisión de David Serrano de mantener en todo
momento a los actores separados, sin que ni tan siquiera se crucen
las miradas en casi hora y media de función, aunque quizá tenga una
motivación que esté más relacionada con las limitaciones físicas
que con una idea conceptual, incide en esta aproximación espiritual,
contada desde el más allá. Porque, y no queremos adelantar
acontecimientos, en el fondo se trata de la conversación con un
fantasma, la rememoración de un pasado construido juntos desde la
distancia.
Pese
a sus limitaciones, no es de extrañar que el texto de A. R. Gurney
siga representándose en todo el mundo casi treinta años después de
su estreno y que adivinemos a este montaje un enorme éxito de
público. Es lo que se suele considerar como una “bonita historia”,
bien narrada, con humor, melancolía y romanticismo. Pero para que un
género tan difícil como el epistolar se eleve por encima de sus
restricciones tiene que haber un fuerte subtexto, un juego de
sobreentendidos que disocie la palabra escrita de la intención. Una
obra maestra en este sentido es Lady
Susan,
de Jane Austen (curiosamente, según el mismo Garfield, una pésima
escritora de cartas), en la que el lector puede sacar sus propias
conclusiones sobre la perversidad de su protagonista a pesar de las
declaraciones aparentemente siempre bienintencionadas de esta. En
Cartas
de amor
lo que oímos es lo que hay, y está muy bien, pero se queda corto.
En este mismo sentido, la puesta de Serrano es igualmente concisa
(por cierto, ¿dónde hemos visto la misma escenografía de bombillas
que se van apagando?). Pero esta sencillez no impide que el montaje
funcione a la perfección, con un ritmo muy bien graduado (ahora
reposo, ahora aceleración) y buenas dosis de humor. La verdad es que
al principio pensé que la obra podría hacerse un poco larga, como
en Nueve
cartas a Berta,
donde acababas pensando que sobraban dos o tres, pero la realidad es
que en ningún momento se hace pesada ni da la sensación de
alargarse.
En
cualquier caso, el texto ya podría ser el mayor bodrio de la
historia, que estando ahí Julia Gutiérrez Caba y Miguel Rellán, el
resultado habría sido igualmente fascinante. Si por separado ya son
la bomba, suponemos que su interactuación habría provocado una
fisión nuclear, así que quizá casi mejor mantenerlos un poco
alejados en el sofá. No es ya que no utilicen maquillaje o recursos
escénicos, lo que habría sido bastante ridículo, es que no hay en
ellos ningún propósito de imitación, y sin embargo pasan de la
niñez a la vejez, pasando por la adolescencia y la madurez, con una
veracidad genuina. Rellán está como siempre, relajado, natural, con
una capacidad intrínseca para provocar simpatía y buen ánimo. Su
Andy pasa de la inocencia a la hipocresía en una evolución
totalmente creíble; cuando se convierte en un modelo, enseguida
descubrimos su cara humana, cuando se enfada sabemos que es de
verdad, y que pronto recuperará su alegría. A veces el personaje
puede caer en el arquetipo, pero jamás Rellán, que dota a Andy de
unas capas y un desarrollo que no están en el texto. Y lo de
Gutiérrez Caba es digno de estudio... paranormal. ¿De dónde saldrá
esa elegancia, ese saber estar, ese poder de fascinación? Sin duda,
no es algo que se estudie, pero tampoco puede ser espontáneo. Pocas
actrices hemos visto con tanta clase (quizá solo a Norma Aleandro),
capaz de decir “mierda” y que parezca que te está diciendo
“cariño”, capaz de transmitir una gama infinita de matices y
sentimientos sin apenas exteriorizarlos, que sepamos todo lo que pasa
por su cabeza sin que abra la boca. Sí, ni tan siquiera el mayor
bodrio de la historia, sueltas a Rellán y Gutiérrez Caba en un
escenario y sin que digan una sola palabra, ya te estarían dando una
lección de teatro.