Al
llegar al Matadero nos esperábamos un teatro a reventar: Claudio
Tolcachir de nuevo en Madrid, un reparto sólido y popular, un tema
apasionante... y sin embargo la sala estaba solo algo más que medio
llena. Paranoia: la obra es un desastre y la voz se ha corrido sin
que, una vez más, nos hayamos enterado de nada. Hora y media
después, esta explicación quedaba descartada: Tierra del Fuego es lo
mejor que hemos visto en mucho tiempo. Así que más allá de
achacarlo a una mala tarde, a que la gente estaría recuperándose
del maratón (sobre todo los no participantes), a problemas
informáticos (siempre se les puede echar la culpa), quizá la
cuestión sea que el tema tratado es demasiado incómodo
(conversación captada a la salida: “está bien, pero prefiero las
de reírme” y gran réplica “pues yo prefiero las de pensar”).
Además, osadía de Mario Diament, Tierra
del Fuego
no solo trata el tema conflictivo por excelencia, sino que lo hace
sin ponerse de parte de nadie (lo que no equivale a ser pusilánime,
sino a amplitud de miras), no se trata de una obra para reforzar
convicciones, sino para hacernos dudar.
Porque
en el conflicto entre Israel y Palestina todos tienen razones, pero
todos están equivocados. Incluso quienes se sitúen en las
posiciones más moderadas, que en este caso son las más impopulares,
no pueden evitar ponerse del otro lado y admitir que sí, que motivos
no faltan para la indignación y la ira, que nos hemos convertido en
todo lo que odiábamos y que de seguir así la destrucción no
llegará desde fuera, sino desde dentro. Porque la historia (que
debería ser borrada si queremos seguir adelante) es de una
complejidad que hace inútiles las toneladas de libros que se han
escrito al respecto, que nos llevan a Babilonia y más allá para
decirnos cómo hemos llegado hasta aquí, pero que son incapaces de
llegar a la verdadera raíz, la que hay en cada corazón. Una
historia tan compleja que sin embargo puede resumirse en una canción.
Porque parece que este infierno jamás tendrá solución, que siempre
ha existido y que la paz nunca podrá firmarse, pero si estudiamos
racionalmente los problemas vemos que ninguno debería ser un escollo
definitivo, que el entendimiento, si se dejan aparte supersticiones
(como la religión) y agravios mitificados, siempre es posible.
Todas
estas reflexiones y muchas más surgen a cada momento, durante y
después de Tierra
del Fuego.
Y es que puede parecer que sobre este tema ya lo sabemos todo, que
nuestras posiciones son firmes, que lo que nos van a contar son
tópicos o idealizaciones. Pero en realidad Diament se sitúa un paso
por delante del espectador, él sabe todo esto mejor que nadie y por
eso ha decidido dejarse de teorizaciones e ir en busca de las almas,
aparcar estereotipos y presentar personas reales, con sus
contradicciones, con sus heridas, pero también con su ilusión.
Aunque quizá lo que hace de Tierra
del Fuego
una propuesta extraordinaria es que este sensibilidad a flor de piel
está encauzada a través de una puesta en escena que diríamos
perfecta. Tolcachir domina el tempo teatral con una soltura
magistral, logrando una fluidez natural a través del artificio
invisible, transmitiendo los pensamientos más profundos con una
sencillez asombrosa. Es como si la dureza de lo que estamos viendo
nos llegara de la manera más melodiosa posible, un puñal clavado
con delicadeza suprema.
Si
para el espectador puede ser duro aunque reconfortante asistir a este
espectáculo, para Alicia Borrachero estás sensaciones se deben de
multiplicar. Yael, su personaje es de una complejidad psicológica
que hace difícil encasillarla. Heroína, traidora, víctima,
culpable, pero también mujer, madre, hija, y abandonada, sola. Sería
fácil convertirla en una metáfora (de Israel) o en un concepto (la
izquierda israelí en retirada), pero por suerte es un ser humano, y
como tal lo encarna Borrachero, que además de tener que recorrer un
camino tan pedregoso lo debe hacer manteniendo una continuidad
interrumpida por la estructura no lineal de la narración.
Si
Tierra del Fuego
comienza con un batiburrillo de voces que hace imposible entender
nada, poco a poco los argumentos se van delineando y la comprensión
prevalece (lo que podría ser un resumen apresurado y reduccionista
de la obra). Esta consideración general se manifiesta más
claramente en la relación entre Yael y Hassan, el personaje
interpretado por Abdelatif Hwidar. También en él encontramos una
figura poliédrica, extraordinariamente definido por Diament a través
de diversos episodios. Arrepentido pero no rendido, consciente de su
enorme culpa, pero también de que esta no puede borrar todo lo
demás, consciente de su falta pero también de las de los demás,
Hwidar posee una tristeza en su mirada que no se puede impostar,
capaz de abrasar al espectador más reticente.
Si
en cada escena el público va trasladando su fidelidad a cada uno de
los intervinientes, quizá el con quien más fácilmente se puede
identificar es con Ilán, personaje interpretado por Tristán Ulloa,
un israelí comprometido con la paz, pero hasta cierto punto. Porque
es muy difícil asimilar el paso siguiente, es mejor hacer como si,
complacerse en sus propias convicciones y hacer lo que se pueda, que
no es mucho. Porque es muy difícil llevar hasta las últimas
consecuencias lo que se cree, pero no se atreve a hacer. Por eso Yael
sí es una heroína, mientras que Ilán, como los demás, es víctima
de sus propias limitaciones. Todos querríamos cambiar la situación,
pero ¿qué estaríamos dispuestos a hacer por conseguirlo? Ulloa expresa de manera controlada e introspectiva esta frustración,
combinada con su también comprensible incomprensión antes la
actitud de su mujer.
Igual
de humana es la posición de Gueula, la madre dolorosa encarnada con
ardor por Malena Gutiérrez, lo suficientemente lúcida para
comprender la situación, pero cuya pena íntima la impide mostrar
empatía hacia los demás: con esta pena ya no lo queda más
sufrimiento que compartir, a la vez que hace imposible el reproche.
Del otro lado tenemos a Walid, el abogado que interpreta Hamid Krim,
que parece representar la posición más fría, pese a que su defensa
es puramente emocional. Para cerrar el círculo, llega el momento de
Juan Calot, el padre de Yael, quien inició la historia sin saberlo y
que tiene que asumir las aberraciones que cometió quizá estaban
justificadas, pero solo al precio de tener que conceder la misma
legitimidad a Hassan. Porque todos tienen razones, pero al final, si
eso fuera único que poseemos, nos quedaríamos sin nada. Por eso
Tierra
del Fuego,
por muy ingenuo que pueda parecer intentar cambiar el mundo con una
obra de teatro, es de vital importancia.