lunes, 25 de mayo de 2015

Luciérnagas (Teatro del Arte)

Se dice que para construir una perfecta canción pop son suficientes tres acordes y un estribillo pegadizo. Se diría que elaborar una buena obra de teatro exige mucho más, pero la clave es la misma: la sencillez. Demostración empírica: en Luciérnagas, con tres personajes y una historia de paso, Carolina Román consigue abrir el cielo. Cierto, Luciérnagas tiene uno de esos argumentos que si lo cuentas provoca dos tipos de reacciones: o “esa ya la he visto” o “eso está muy visto”. Pero luego te sientas en la butaca y resulta que es como si fuera la primera vez que te cuentan una historia así. De hecho, hay tanta naturalidad, tanta vida en estas personas, que ni tan siquiera es un cuento, sino como si empezaras a revivir los recuerdos de otra persona.

Incluso los recursos dramáticos (menos uno) se difuminan para dotar a la función de un aire especial, como de vacaciones. El hombre que regresa a su viejo hogar para dar pie a la rememoración de un momento fundamental en su vida es un tópico narrativo ya estandarizado, pero cuando Julio se sienta en su antigua cocina e inicia su viaje en el tiempo, tenemos la sensación vívida de acompañarle en ese retorno a los lugares más dolorosos. De la misma manera, al concluir el trayecto, y aunque se produzcan un cierto deslizamiento poetizante (más sugerente en su manifestación estética que en la verbalización), el espectador tendrá que reconocer el fondo íntimo de verdad que hay en la escena.

Pero antes de dejarnos llevar nosotros también por el torrente, tenemos que decir que Luciérnagas es la obra más divertida de las tres estrenadas por Román. Hay un gran tonelaje dramático y momentos de conflicto en los que la tensión se dispara, pero aunque en las otras obras de la autora también había momentos más relajados, en ninguna nos habíamos reído tanto como con esta. Y gran parte del mérito lo tiene Aixa Villagrán, para nosotros una auténtica revelación. Es verdad que el personaje escrito por Román es un auténtico regalo ( suponemos que le habrá costado mucho resistirse a reservárselo para ella misma), un vendaval de pasión, de gracia y de sensibilidad, pero hace falta mucho talento para saber explotar todas las posibilidades que ofrece y construir a esta memorable Yiyi, una extraña que entra en el mundo aparentemente inamovible de Luciérnagas para incorporar alegría y futuro.

Se nos va a acabar la lista de elogios, pero es que a partir de ahora la admiración que teníamos hacia Román como actriz y escritora se amplía a su labor como directora, destacada en Luciérnagas sobre todo en el trabajo de los actores. Porque si la interpretación de Villagrán es extraordinaria, las de Fede Rey y Jaime Reynolds no desmerecen en absoluto. Rey tiene el difícil encargo de encarnar un personaje como el de Alex, que fácilmente puede llevar al exceso y al exhibicionismo, pero además de ser siempre creíble, Rey aporta matices que van desde la ternura hasta la intimidación. Reynolds (por cierto, será porque le vimos entre el público, pero nos recordó en presencia y voz a Daniel Muriel) también salva con nota los momentos más conflictivos de la función. Tiene que mostrar la agonía paralizante de una situación que no puede dominar, las ilusiones perdidas y la madurez precoz que define su personaje, y siempre consigue dar la nota justa.


La única escena que no nos gustó de toda la obra fue el momento del sueño, y es que las recreaciones oníricas y el teatro nunca han casado bien. Pero lo más molesto es que corte la fluidez orgánica de la historia con evocaciones simbólicas, aunque sea para introducir claves de interpretación psicológica. En cualquier caso es corta, y justo después vamos que Román y Villagrán son capaces de superar otro escollo habitualmente condenado al fracaso: una escena de borrachera. En ella Villagrán se desinhibe totalmente y ahora sí podemos completar algunas de las pistas que se han ido desperdigando a lo largo de la obra. Es solo una muestra de este continuo ir y venir de sentimientos en el que se combinan momento de la mayor placidez con estallidos desestabilizadores para que al final todo encaje. Pasarán los años y el tiempo se ralentizará, pero ya no seremos capaces de atraparlos en todo su esplendor. Aunque ya nadie podrá privarles de su luz. 

jueves, 21 de mayo de 2015

La sesión final de Freud (Teatro Fígaro)


Una de esas obras que nos encantaría ver pero sabemos que solo podremos disfrutar en nuestra imaginación es Shaw vs. Chesterton, y eso que en este caso la obra incluso existe y se ha representado por esos mundos de... por ahí. Nuestro interés viene de que Shaw y Chesterton son dos de las mentes más brillantes de su época, agudos e ingeniosos, también radicalmente provocadores y, no lo negaremos, a veces insoportables. Pero sobre todo en el caso de Chesterton nos encontramos con uno de esos personajes que pueden tener unas ideas totalmente opuestas a las nuestras y que sin embargo siempre son estimulantes. No podemos decir lo mismo de Freud y C. S. Lewis, también dotados de una poderosa imaginación, pero alineados con los enemigos de la razón.

Pese a la antipatía que sentimos por ambos, una obra como La sesión final de Freud, que trata sobre su enfrentamiento personal, tiene un especial atractivo. También nos temíamos, no vamos a negarlo, que la obra de Mark St. Germain fuera un plomo: lo de las discusiones alrededor de la existencia o no de Dios, tema principal de la función, nos parece a estas alturas un asunto tan estimulante como el peinado de Cristiano Ronaldo (la elección del término comparativo ha debido de ser una asociación de ideas pelín evidente). Pero, en fin, que lo de ver a estos dos colosos de lo irracional frente a frente también tenía su punto. Y al final salimos ganando, porque pese a algunos bajones momentáneos la obra no es aburrida y además pudimos disfrutar de dos notables actuaciones.

Tanto la puesta de Tamzin Twonsend como la versión de Ignacio García May tratan de avivar una situación, que puede caer en el anquilosamiento, por una parte a través del continuo movimiento escénico, que sin embargo no aparece forzado, y por otro lado con la introducción de pequeñas variantes que sirven de escape a la tensión principal y a la vez como enriquecimiento de la trama. Así, el núcleo de la obra (que sí existe, que no, te digo, y yo que sí, demuéstramelo, demuéstrame tú que no) queda relegado ante las confesiones más personales de los protagonistas. La situación histórica (el preciso momento del inicio de la Segunda Guerra Mundial) aporta el contexto dramático a la situación, ya de por sí extremado en lo individual debido a la enfermedad que sufre Freud. Pero lo que de verdad da profundidad y espesor a la obra es el intercambio de impresiones y de vivencias que el psicoanalista y Lewis intercambian con un sentido del fair play que visto desde aquí (o entrevisto a pesar de una cabeza gigante y la peculiar pendiente ascendente del Fígaro) provoca asombro.

Curiosamente la obra recuerda a esos proyectos de cámara de Flotats y Brisville, con solo dos personajes y unidad de tiempo y acción, y precisamente los protagonistas de La sesión final de Freud son los mismos que los de La mecedora, Helido Pedregal y Eleazar Ortiz. Pero si en las obras de Brisville suele haber una descompensación evidente en la administración de simpatías, aquí la cosa está mucho más equilibrada. Cierto que Freud es más experimentado y más sabio, pero ni Lewis es una caricatura ni un punchball cuya única razón de ser es el recibir los golpes del vienés. El espectador tendrá sus propias opiniones, pero los argumentos del contrario están expuestos con calma, incluso con cierta lógica (aunque sea superficial), y el intercambio es caballeroso. Solo al final Freud perderá un poco los nervios ante las milongas habituales, pero enseguida volverá a recuperar la calma. Por su parte, Lewis no cederá ni un ápice ni en sus posiciones ni en su actitud: él mismo ha sido la persona más difícil a la que ha tenido que convencer, por lo que está acostumbrado al más exigente combate dialéctico.


Como ya apuntábamos, lo más destacable de la función son los actores. Pedregal construye a su Freud no desde la imitación, pero sí desde la construcción total del personaje, incluyendo la voz, el caminar y la decadencia. El público se mostrará tan preocupado de que sus síntomas no sean reales (ya hasta nos hace dudar de que esos segundos en los que pareció “irse” no estuvieran planeados), que en los saludos tendrá que demostrar que se encuentra en perfecta forma física. Se trata sobre todo de una composición hacia afuera, pero Pedregal también logra mostrar todas las contradicciones de Freud, incluyendo sus puntos débiles. Por su parte, Ortiz encarna un Lewis pedante y algo repelente de entrada, pero que sabe tomarse las invectivas de las que es objeto con ironía y distanciamiento. Por sus repetidos gestos, parece que Lewis tenía hernia, pero aparte de este detalle, la creación de Ortiz es más hacia dentro, como si tratara de esquivar la apisonadora que le viene de frente y de paso deslizara como quien no quiere la cosa sus inequívocas convicciones. Después de ver la obra ni las ideas de Freud ni las de Lewis nos parecen más respetables, pero ahora se lo diríamos de una manera muy educada. 

lunes, 18 de mayo de 2015

Edipo Rey (Teatro de la Abadía)

Voy a ser tan directo como lo es la propia función: Edipo Rey es una de esas obras que justifican por sí solas la perveniencia del teatro (hasta nos dan ganas de escribir “Teatro”), aunque, como contrapartida, cuestiona la necesidad de seguir escribiendo: después de Sófocles, para qué. Si me pongo aristotélico (lo cual no sería del todo inapropiado) diría incluso que el montaje de Alfredo Sanzol culmina la búsqueda del teatro ideal. Cierto que Edipo Rey es mi obra preferida de teatro de siempre, y que admiro a Sanzol sin restricciones, pero ni en mis mejores fantasías podía imaginar que el resultado iba a ser tan logrado. Si me pongo egocéntrico (lo cual es menos pertinente) pensaría que de alguna manera Sanzol ha adivinado qué es para mí el teatro esencial y lo ha subido a las tablas construyendo un hito para mi particular historia de la escena.

Ahora vamos a alejar un poco la perspectiva y aclararé que este Edipo Rey no es para todos los gustos (al final los aplausos fueron generales, pero más contenidos de lo que un espectáculo de este calibre creemos que merecería). Situar a todos los personajes alrededor de una mesa sin que apenas haya movimiento, con la mesa misma y las sillas como toda escenografía y escasa interactuación entre los intérpretes, es una decisión tan audaz como arriesgada. Podría haber salido una cosa muerta, estática y fría. Y sin embargo, de alguna manera Sanzol logra que esta opción redoble el efecto trágico, que la contención radical se transforme en un raudal de sentimientos que en la parte final logra un efecto catárquico que no se veía venir y, quizá por ello, afecta al espectador de una manera tan profunda.

La puesta de Sanzol es mínima, casi imperceptible. La iluminación de Pedro Yagüe es un prodigio de refinamiento, acorde con el espíritu de la representación, sin hacerse notar. Lo mismo sucede con la música de Fernando Velázquez, que en ningún momento se impone, pero que ayuda a marcar el ritmo y el tono. El vestuario de Alejandro Andújar es libre y coherente en su diversidad, su utilidad es hacer que los actores se sientan más cómodos e integrados en sus papeles. Con estos elementos y una extraordinaria atención por los detalles, que aquí cobran una relevancia casi metafísica, Sanzol enhebra una función en la que no sobra nada, pero también en la que no se echa en falta una mayor expansión: teatro sin teatralidad.

Y es que Sanzol, excelente autor, ha comprendido algo que muchos colegas directores parecen no comprender: que con un texto como Edipo Rey y unos buenos actores, la principal función del director es desaparecer. Visto lo visto, parece que el público y la crítica también tiran por otro tipo de teatro, pero da igual: nosotros contra el mundo. La versión de Sanzol es vivaz, rotunda, cercana y a la vez elevada. Respecto a su dirección de actores, como ya hizo en Esperando a Godot, Sanzol parece elegir su reparto a la contra. A varios de los intérpretes de este montaje los asociamos directamente con papeles de comedia, pero demuestran que pueden ser trágicos de primera categoría (una vez más, se demuestra que quien puede hacer bien comedia, puede con todo). Juan Antonio Lumbreras puede no tener el aspecto de un héroe clásico, pero su vulnerabilidad aparente esconde una fuerza que en la primera parte de la obra le permite exhibir poderío y determinación. Más tarde, cuando haya sido derrotado por el destino, será la viva imagen de la tragedia, pero también conservará su dignidad. A falta de efectos, su mirada perdida es una lacerante anticipación de la caída.


Eva Trancón es una Yocasta impetuosa, luchadora e incapaz de asimilar el desastre que se le viene encima. En todo momento mantendrá la figura (no es casualidad que su final tenga lugar fuera de escena). Natalia Hernández (que no podía faltar en nuestra obra ideal) es la voz de la moderación, intenta imponer la razón en un momento en el que los sentimientos y las sospechas parecen acabar con cualquier intento de prudencia. Los coros que Trancón y Hernández recitan al unísono tienen un extraño efecto perturbador, como si el más allá se manifestara de manera muy terrenal. Paco Déniz demuestra lo importante que es para un actor saber escuchar, y desde luego este montaje es el lugar más apropiado para poder desarrollar esta habilidad. Pero como Creonte también sabe estar en el lugar. Es el único actor que se permite algo más de expresividad en la mesa y que utiliza las manos en su composición, logrando un contraste muy marcado con el resto del reparto. Elena González construye un Tiresias que parece no querer implicarse en el inevitable desastre, que lamenta su clarividencia pero que no puede evitar saber lo que sabe. Por otra parte dará vivacidad a su mensajero y también en este papel será el inoportuno testigo que trae la insoportable verdad. 

lunes, 11 de mayo de 2015

Our Town (Teatro Fernán Gómez)

Our Town es una de las obras de teatro más conocidas de la cultura popular norteamericana y seguramente la más representada por compañías escolares y de aficionados. Sin duda ayuda el que sea un texto con multitud de personajes interesantes y que su puesta en escena no exija excesivos recursos (según indicaciones del propio Thornton Wilder debía representarse con el menor atrezo posible y sin decorados). También es cierto que la obra puede verse como una reivindicación de una época dorada, de un tiempo pasado y casi perdido de inocencia y buen corazón, lo que suele garantizar una acogida generosa por parte del público. Pero el mayor valor de Our Town, lo que realmente ha contribuido a su pervivencia, es que se trata de una obra de teatro modélica. Sí, si dentro de mil años se intentara explicar a los estudiosos en qué consistía el teatro del siglo XX, Our Town sería una buena candidata para despejar dudas.

La aproximación al texto de Wilder puede realizarse desde perspectivas muy variadas. Se puede optar por una evocación poética, un tratamiento elevado que transforme esta pequeña ciudad como cualquier otra en símbolo de un humanismo vitalista, una invitación a disfrutar de la existencia aprovechando sus más esquivos presentes; también se puede incidir en su particular trascendencia, que va más allá del retrato de la vida cotidiana para indagar en la felicidad consumada a través del bien común; tampoco sería descartable una visión irónica, que tome distancia de los hechos narrados y de su idealización para divertirse con las simplezas de la buena gente; cómo no, en Our Town también hay un poderoso impulso romántico, historias de pasión juvenil y de amor maduro que desbaratan cualquier cinismo; y, por concluir ya una lista que podría seguir alargándose, no es descabellado interpretar todo lo visto como una historia de fantasmas. Cierto, la obra comienza como El cuarto mandamiento (recordemos que Orson Welles participó en una versión radiofónica) y termina como un episodio de Dimensión desconocida.

El problema del montaje de Gabriel Olivares, por otra parte encomiable, es que trata de aunar todas estas vertientes y el resultado es por momento abrumador. Y eso que intenta mantener la esencia propuesta por Wilder, con un hábil uso de pocos elementos que multiplican su función y una dirección de actores que huye del manierismo. Pero la función es un torrente de ideas, más o menos equilibrados entre aciertos y fallos. Al “cada plano, una idea” de Godard, Olivares responde con un “a cada escena, un invento”, y es imposible estar todo el tiempo inspirado y además no agotar al espectador con tanto ingenio. Es como si el director no hubiera querido dejarse nada en la maleta, como si quisiera desplegar todas las posibilidades que le ofrece Wilder, pero esto conlleva que junto a momentos deslumbrantes y sentidos, como esas escenas hogareñas de calma y comprensión, o también la naturalidad con la que se toman las propuestas más filosóficas, haya otros que sobren o incluso incomoden. Por ejemplo, en los momentos más emocionantes, hay un cierto distanciamiento, una ironía no muy pertinente que evita que se produzcan esos destellos de verdadera vida que son la piedra de toque del puro teatro.

La representación se abre con Efraín Rodríguez como inmejorable guía para introducir al espectador en el mundo de Our Town. En pocos minutos ya conocemos las claves en las que va a funcionar la representación y los complejos trucos ideados por Wilder se desvelan con una sencillez que facilitan entrar en el juego de manera inmediata. En el segundo acto toma el relevo Ángel Perabá con igual maña para la narración y la descripción. Lo que hasta entonces habían sido apuntes del natural cobra consistencia con el desarrollo de la historia de amor entre Emilia y Jorge. Aupados por sus consistentes madres, Chupi Llorente y Mónica Vic, que aportan solidez al irregular reparto, Elena de Frutos y Paco Mora componen una pareja de inocentes muchachos temerosos ante lo que se les viene encima, tímidos en los primeros pasos y desbordados cuando llegan las grandes decisiones. Si en los momentos más dramáticos les falta algo de empuje, dan bien cuando se mueven en la incertidumbre y en la escena de cortejo muestran un encanto y un brillo en los ojos genuinos.


El tercer acto es conducido por Eva Higueras con una ligereza que baja un tono que podía haber caído en lo pretencioso. Aquí veremos los momentos más evocadores (con un buen giro en la puesta en escena), llenos de dolor, pero también de esperanza. Si en la escena de la boda a Olivares se le había ido un poco la mano en el distanciamiento y la actualización, aquí recupera la contención y recrea las escenas más bellas y sentidas de toda la obra con el debido respeto. Es un momento especialmente delicado, pues es fácil caer en el absurdo o en el sentimentalismo, o por otro lado buscar la salida cómoda de la parodia. Pero Olivares consigue controlar la temperatura hasta alcanzar el clima ideal, logrando que el punto culminante de la función esté a la altura de lo esperado y que cuando se encienden las luces y haya terminado la representación, nos demos cuenta de que la reverberación acaba de comenzar.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Trilogia de la ceguera (Teatro Valle-Inclán)

En su libro de memorias Experiencia Martin Amis se lamenta de que los jurados de los premios Nobel hayan sido tan generosos con los dramaturgos, ya que según su opinión si hay un género vulnerable ante la peor de las pruebas, la del tiempo, es precisamente el teatro. Y más allá del habitual tono provocador del autor y de las típicas evocaciones (¡qué pasa con Shakespeare!), lo cierto es que a Amis no le falta razón. No hay que ir muy lejos para comprobar este agravio comparativo (no parece que Echegaray y Benavente sean de lo mejor de la literatura española de principios de siglo), y en la lista de galardonados no escasean otros ejemplos de autores que hoy en día o no suenan de nada o lo hacen para mal. El caso de Maurice Maeterlinck estaría en una posición ambigua, suena y no para mal, pero realmente ¿cuánta gente lo conoce?

En principio se podría etiquetar a Maeterlinck como “dramaturgo simbolista” y pasar a otra cosa, pues por suerte este tipo de teatro ya ha quedado totalmente desfasado. Pero la labor de proyectos como esta Trilogía de la ceguera es en parte hacer que nos replanteemos estas ideas recibidas y que podamos valorar al autor desde una perspectiva actual. Visto lo visto, no diremos que Maeterlinck es de una sorprendente actualidad, que anticipa esto o aquello (bueno, algo de esto sí diremos), o cualquiera de esas reivindicaciones que se suelen traer a la hora de recuperar a autores semiolvidados, pero sí que no deberíamos despacharlo tan alegremente.

En La intrusa Vanessa Martínez planea la historia de esta familia desestructurada (por iniciar la modernización) como si fuera una película de terror (como un giallo, para ser más precisos), con unas gemelas tipo El resplandor y todo. Hace mucho tiempo que queremos ver una de esas obras de teatro de efectos, con sustos y trucos, y La intrusa se acerca bastante a este tipo de montajes, aunque parece que a Martínez le da apuro sumergirse de lleno en el estilo grand guignol y se queda un poco entre el teatro de ideas y el de apariciones. Entre las actuaciones destacan precisamente las gemelas grimosas, Gemma Solé y Lucía Fuengallego y una Celia Nadal que sabe evitar lo paródico creando un mundo tenebroso a su alrededor.

La segunda obra incluida en el espectáculo es Interior, que Maeterlinck creo para ser representada por marionetas (desde luego la sutileza no era lo suyo: para él el destino era implacable y las personas poco podían hacer para cambiarlo, y lo de las marionetas le pareció un buen símbolo). Aquí Antonio C. Guijosa es más contenido y trata de sugerir el contraste dentro-fuera, entre la tranquilidad de la ignorancia y el drama del conocimiento, de una manera muy delicada, aunque el texto a veces se haga reiterativo. José Vicente Moirón se sale un poco del tono general con unas diatribas pelín enfáticas, mientras que Quique Fernández ejerce de contrapunto más natural.


De Los ciegos poco podemos decir para no estropear el impacto. La idea de Raúl Fuertes es coherente y tiene todo el sentido del mundo, pero quizá la escena sea demasiado largo para mantener la atención concentrada (o al menos eso nos pareció dado el continuo cuchicheo en la grada). El texto recuerda irremediablemente a Beckett y la depuración de todo lo accesorio pone en valor un sentido del horror y de la desesperación genuinos. 

lunes, 4 de mayo de 2015

La hermosa Jarifa (Teatro Pavón)

Decir de una obra de arte que es “muy bonita” se considera algo así como el grado cero de la consideración crítica, indigna de una persona mayor de seis años. Sin embargo apostaríamos a que el comentario más repetido a la salida del Pavón, después de ver La hermosa Jarifa, ha sido precisamente “qué bonita”. Y es que es realmente preciosa. Aunque no nos referimos tanto a la historia en sí, uno de esos relatos de moros buenos y enamorados que parece más propio de una visión romanticista del siglo XIX que del XVI, sino al espectáculo, “un placer para los sentidos” como diría otro de esos tópicos de los que se debe huir.

Tenemos que admitir que no somos particularmente admiradores de este tipo de teatro esteticista que apuesta por el despliegue escénico en perjuicio de la esencia teatral, pero como no hay que aferrarse a los dogmas, sino tomarse cada montaje con inocencia virginal, también confesamos que disfrutamos de La hermosa Jarifa con embeleso y fascinación. Y bien que lo necesitábamos. Es cierto que la construcción dramática es débil (hay más de narración que de representación), pero en este caso tampoco importa demasiado, lo relevante es lo que la obra transmite más allá de las palabras.

Despista mucho que justo al principio fallen algunos de los puntos más fuertes de la representación. Así, el vestuario de los soldados cristianos en un poco Águila Roja (sí, parecen ninjas), pero luego comprobaremos que los diseños de Gabriela Salaberri son deslumbrantes, a veces en su fastuosidad y otras en su sencillez. También la iluminación de esa primera escena es un poco fallida, como si pretendiera ser tenebrosa y solo consiguiera ser difusa. Sin embargo, a partir de entonces el trabajo de Juanjo Llorens es sobresaliente, muy creativo en cada escena y con algunos logros realmente admirables, como cuando los personajes se muestran en el fondo como si se tratara de apariciones incorpóreas.

Pero estos son solo algunos de los valores de la función. Borja Rodríguez ha querido construir una obra de teatro total, y para ello ha pensado que lo mejor es no ceñirse al teatro convencional y más restrictivo, sino que ha incluido danza, música, canto, marionetas, sombras chinescas... Todo esto podría parecer una acumulación excesiva, pero en la práctica está dosificado con precisión, para que no produzca un efecto abrumador, sino que cada nueva aportación es recibida con sorpresa y a la vez con naturalidad, sin que llegue a agotar.

Si en la puesta en escena Rodríguez se muestra seguro de sí mismo y capaz de exprimir cada situación, en la escritura no se desenvuelve con tanta soltura. Con la novela atribuida a Antonio de Villegas aderezada por otras aportaciones de aquí y de allá es capaz de construir una historia clara y sencilla, pero por momentos parece consciente de que le falta algo de fuerza y en la parte final da un giro demasiado brusco al drama con la introducción de unos personajes cómicos que nos parecieron totalmente fuera de contexto, aunque debemos decir que la mayoría del público pareció recibir bien sus aportaciones.


En el apartado de las actuaciones, una función como La hermosa Jarifa reclama más una poderosa presencia física que más sutiles condiciones dramáticas, y tanto Daniel Holguín como Sara Rivero aportan apostura, contundencia y claridad de tono. Por su parte, Fernando Huesca da apariencia de autoridad y generosidad, mientras que Antonio Gil y Carles Cuevas, como apuntábamos, convencen al público en su explícita comicidad. Las canciones de Inés León también fueron muy bien acogidas y el Grupo Vandalus está exquisito en su continuo acompañamiento musical. Al final de la representación el público festejó a todos con sinceros aplausos y aclamaciones generales.