lunes, 25 de marzo de 2013

Deseo, Teatro Alcázar


Hay dos cosas que hemos sido incapaces de evitar al ver Deseo en el teatro Alcazar: la primera es pensar en Los huerfanitos. Sí, a partir de ahora, cada vez que pisemos ese local va ser imposible no recordar los hermanos Susmozas y su tropa; la segunda es evocar La verdad, vista en este mismo lugar hace poco, y con la que Deseo que podría formar un programa doble muy estimulante: mientras la obra dirigida por Flotats era un vodevil franco y ligero, esta creación de Miguel del Arco es su anverso oscuro y maléfico.

Si algo hemos reprochado a del Arco en varias de sus anteriores puestas era su falta de sutileza, su reiterada caída en el brochazo y la obviedad. Por eso no nos sumamos a la al parecer generalizada admiración que ha conseguido tan rápida como incondicionalmente. Sin embargo, en Deseo precisamente lo que más valoramos es su ambigüedad, su turbiedad, el que en ningún momento nos sintamos cómodos.

Al principio la cosa parece que va de comedia algo chabacana (por cierto, que en La verdad también hay una escena de dos amigos, esta vez masculinos, en un gimnasio), pero poco a poco, el ambiente se va enrareciendo. Los personajes, que a primera vista parecían arquetipos típicamente arquianos, van adquiriendo matices. Sus reacciones no son las esperadas. Sus maneras descolocan al espectador que espera un desarrollo convencional.

Pero por un momento tenemos una duda fundamental: ¿es que esto va a ser una sesión de moralina? Espera un segundo, si hasta tenemos a la rubia angelical y a la morena malvada. ¿De verdad hemos vuelto a “eso”? (Y nuestras sospechas se acrecientan cuando una espectadora de las de “ese es el doctor Mateo” suelta “eso le pasa por mala”). Pero por suerte solo era una pista falsa más, lo que en realidad hay por detrás es algo mucho más perturbador.

Para crear este ambiente entre pesadillesco y asfixiante tienen un papel clave la iluminación de Juanjo Llorens que consigue recrear un ambiente etéreo, por momento irreal, en el que lo que estamos viendo puede ser un recuerdo, una invención o un mal sueño. También es de una gran efectividad el decorado de Eduardo Moreno, hay algo psicótico en ese girar y girar de los paneles y una gran precisión en su utilidad.

Jugar con unos personajes que se mueven entre el estereotipo y el cambio instantáneo de registro no es nada fácil, y el reparto cumple de sobra con las exigencias. Emma Suárez tiene el personaje más débil, pero eso no impide que acabe por convertirse en el centro de toda la trama y en el principal foco de atracción del espectador. Gonzalo de Castro apechuga con un tipo ambivalente y casi siempre repulsivo, pero lo hace con soltura y una resaltable capacidad para transmitir que él es el primer sorprendido ante todo lo que está sucediendo. Luis Merlo atraviesa la obra como un cohete lleno de fuerza y con combustible inacabable, mientras que Belén López no logra desprender a su personaje del todo de su antipatía, aunque en algunos momentos se vislumbre también su doble condición de víctima y verdugo.

En nuestra habitual reseña sobre el público, tenemos que decir que nos llamó la atención su capacidad para reírse del todo. Tú vas a ver lo que crees que es una comedia y te ríes, incluso de lo que no tiene gracia, no hay problema. Total, a nosotros no nos hicieron gracia casi ninguna de las salidas de la obra y no nos reímos en los momentos prescritos (en eso todavía le pillamos el punto a Miguel del Arco). Pero lo preocupantes es que en algunas de las frases bestiales de Luis Merlo, las carcajadas eran abundantes. Cierto, nos molestaba que la obra pudiera ponerse moralista y luego nosotros salimos con esto, pero es que verdaderamente hay risas escalofriantes. 


martes, 19 de marzo de 2013

A cielo abierto, Teatro Español


Que una obra como A cielo abierto, estructurada alrededor de largas discursos, a veces casi monólogos, e intercambios de ideas que bordean lo retórico, alcance su punto álgido en sus momentos de silencio, no solo muestra que estamos ante teatro de verdad y no un simple sermón comprometido, sino que José María Pou ha logrado elevarse por encima de regodeos declamatorios y forzadas declaraciones políticas para construir un relato emocionante y vivo.

Porque hay que reconocer que de inicio la empresa parece arriesgada, casi heroica. Como decía un crítico francés durante el apogeo del intelectualismo engagné, en el teatro de ideas suele haber más ideas que teatro. No hay nada más aburrido que personajes declamando sus principios, y por lo demás es un ejercicio totalmente estéril, pues como es sabido lo normal es que estos predicamentos solo lleguen a los ya convencidos.

Pero David Hare es demasiado inteligente como para caer en estos vicios, peor que ineficaces: pasados de moda. Al contrario que en ciertas piezas de Jean-Claude Brisville, no estamos aquí ante una de esas obras en las que hay un personaje genial, brillante y con el que siempre estamos de acuerdo y otro que solo sirve para darle pie y para caernos fatal. Es cierto que también aquí Kyra se lleva la simpatía del público, pero no sin dejar al descubierto algunos puntos oscuros (a nosotros en particular nos carga un poco su inflamación evangelizadora). Por otra parte, aunque Tom podría haber caído fácilmente en lo grotesco, es defendido con pasión e inteligencia: no pocas veces nos sorprendemos dándole la razón en sus diatribas.

Como es natural, gran parte de la responsabilidad en la humanización de los personajes recae en el trabajo de los actores. Nathalie Poza empieza algo fría, como su apartamento. Pero poco a poco va imponiéndose. Pasa de evitar la batalla, casi transmitiendo una ausencia mental, a remangarse y devolver directo con directo (por cierto, parece que a Pou le ha quedado un poso de su reciente versión de ¿Quién teme a Virginia Woolf?). Poza no manifiesta su intensidad a base de gritos o espasmos, sino de una manera recogida, de explosión lenta. Pero cuando tiene que defender su punto de vista, ay, cualquiera se pone en medio.

Hacía tiempo que no disfrutábamos de un Pou tan inmenso. Aparte de algún experimento que preferimos olvidar, sus últimas interpretaciones nos habían parecido algo conformistas. Aquí sin embargo tiene el valor de defender al personaje antipático y de prestarle su alma con todas las consecuencias. Es divertido cuando tiene que serlo, a veces encantador (consigue que nos creamos que Kyra se enamoré de él pese a todos sus defectos), pero también aterrador y odioso precisamente cuando parece ser más él mismo.

En su papel de director y adaptador no se muestra menos diestro. Con los elementos justos, consigue unos resultados de una riqueza boyante. Tanto el ritmo, que evita el atropello mediante pausas medidas al milímetro, como el cuidado por los detalles hacen que la obra fluya sin altibajos. De alguna manera consigue que el maridaje imposible entre obra de tesis e historia de amor converjan sin que ninguna de las dos quede descompensada o fuera de tono.

La última escena es un nuevo desafío de casi imposible resolución. Tras un clímax de esos que te dejan tiritando, se vuelven a encender las luces. Tras la lucha de titanes, llega Sergi Torrecilla, que en su primera aparición no nos había acabado de convencer en su hiperactividad. Además, parece que vamos a caer en cierto simbolismo, lo cual es todavía más ineficaz y demodé que el teatro con mensaje. Y sin embargo, la emoción sigue ahí, literalmente, no solo la estás sintiendo, sino que puedes verla. Lo que decíamos, teatro por encima de todo.

Pero algo malo tenemos que decir de la función, y es que fue escandalosa. Pero no en el buen y habitual buen sentido, sino en el ruidoso. Hasta cuatro móviles pudimos oír, y uno incluso fue respondido. Sabemos del recorte de presupuestos generalizado, pero no estaría mal establecer una guardia de emergencia que a la salida de los teatros se encargara de fusilar a la gentuza a la que todavía le suena el móvil en el teatro y a los que se van durante la ronda de aplausos. Seguro que habría muchos voluntarios (no tan seguro sería el valor ejemplarizante de la medida, la estulticia de los sujetos cuyos aparatos son más smart que ellos no tiene límites). Pero es que durante la obra también se produjo un bombardeo constante de toses (habrá que adaptar la sentencia de James Agate según la cual nadie va al teatro en Inglaterra a menos que tenga bronquitis), la inevitable y torpe desenvoltura de un par de caramelos y hasta conversaciones explicativas sobre qué ha dicho ella y por qué. 

lunes, 18 de marzo de 2013

Marina, Teatro de la Zarzuela


Después de nuestros últimos fiascos, pensamos que ir a la Zarzuela era una buena opción. Y no solo por la metamorfosis estética en progreso que empezamos a sentir: aquí podríamos encontrar algo sólido, una historia bien forjada, una puesta en escena repleta de recursos y profesionales que se toman muy en serio su trabajo. Por desgracia, con Marina nos volvimos a llevar un chasco.

No sabemos por qué los responsables de la Zarzuela habrán elegido una obra como Marina, sobre todo en su versión operística, pero nos parece un error. Coincidimos con Kraus (Karl, habrá que especificar) en que la ópera, por muy sublime que sea, siempre tiene un punto de grandilocuencia que nos impide tomárnosla del todo en serio. Pero ese es un problema que ni la opereta ni la zarzuela comparten. Por eso, el hecho de dopar esta Marina la coloca, por usar una odiosa expresión, por encima de sus posibilidades.

Porque seamos sinceros, a nadie le importa mucho el argumento de una zarzuela, pero de ahí a poder sobrellevar con dignidad la historias de Marina hay un trecho. Es del tipo “no le amo, le adoro”, “¿pero por qué ella no me quiere?”, “me tendré que casar con el otro”, “ah, pero si le de que le querías tanto se lo decías a tu padre”, “bueno, pues entonces nos casamos”. De acuerdo, en peores nos hemos visto. Pero es que literariamente la obra es un bodrio.

Que Miguel Ramos Carrión, autor del libreto, esté también detrás de Agua, azucarillos y aguardiente y de Los sobrinos del capitán Grant nos haría sospechar que todo es una gran broma, que en realidad se tratara de una parodia de la zarzuela original de Francisco Camprodón. Pero no hay nada en la puesta en escena que nos confirme esa teoría. Incluso el personaje cómico, tan necesario en cualquier obra canónica, aquí está desaprovechado y no tiene demasiada gracia. Y es que no hay camino más directo que el ponerse estupendo para acabar en que ni chicha ni limoná.

Puede ser que la situación del teatro actual no permita el despliegue de efectos a los que hemos asistido otras veces en la Zarzuela, pero también es cierto que no es necesario un presupuesto gigantesco para encontrar soluciones imaginativas y brillantes. Sin embargo, la puesta de Ignacio García es plana y sin inventiva, nada que ver con las sorpresas que ideó para Las meninas. Los decorados de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso son bonitos, cierto, pero tampoco se les saca mucho partido. La iluminación de Paco Ariza nos pareció innecesariamente oscura, frente a un vestuario de Pepe Corzo en su punto.

Como somos prácticamente sordos, no vamos a ponernos a entrar en valoraciones musicales, pero sí que tenemos que decir que nos pareció que Arrieta abusaba del 2x3, es decir, que cada dos por tres recurre al truco del crescendo para acabar con un chimpum y la salva de aplausos correspondientes. Lo que más nos gustó, sin que hubiera una reacción perceptible por parte del público, fue la música que suena para celebrar el compromiso, en el que los actores bailan con delicadeza y sin cantar.

Sin ninguna duda, y aquí no habrá el más mínimo reproche, el punto fuerte de la función está en sus cantantes, lo que por otra parte hace más lamentable que no les hayan propuesto un desafío a la altura de sus posibilidades. En la representación que vimos destacaba sobre todo Sonia de Munck, que en algunos momentos incluso nos hizo preocuparnos porque parecía que iba a explotar. En la parte final, cuando ya nos habíamos olvidados de tramas y enredos para centrarnos en lo musical, incluso consiguió transmitirnos esa elevación que solo la gran lírica logra.

El público no perdonó casi ninguna oportunidad para dar su aprobación y al final se dio el gustazo de estallar en aplausos y bravos apabullantes. Nosotros, sin encontrar el punto al conjunto de la representación, agradecimos el esfuerzo y el talento de técnicos y artistas.

lunes, 11 de marzo de 2013

Max Black, Teatros del Canal


¿Cuándo desaparecería la (sana) costumbre del abucheo? Darle a una obra su merecido a través de silbidos y pataleos debe de ser un gustazo, pero por desgracia, aparte de en la ópera, esta bajada de humos ya ha dejado de practicarse. Seguramente se deba a la lamentable confusión entre cuestiones personales y profesionales: si se silba una obra, puede tomarse como una falta de respeto al actor o al creador, cuando en realidad lo que debería suponer es una manifestación del desagrado que provoca una mala labor. La supuesta buena educación (que en realidad es mala) nos priva de poner a cada uno en su lugar y, quién sabe, quizá de evitarnos tantas tomaduras de pelo.

Pero después de ver este Max Black, no somos muy optimistas: al final de un tedio de una hora con sus correspondientes fuegos de artificio, el público del Canal aplaudió con ganas y los bravos volaron. La sala estaba medio vacía (bueno, o medio llena), y nos gustaría saber qué porcentaje del público había pagado realmente por su entrada, pero aún así...

Uno de los motivos por el que los hermanos Susmozas odian el teatro es la falsedad del público: por ejemplo, tienen que reírse de cosas sin gracia para que se note que se han enterado. No podemos decir que no hayamos caído alguna vez en esta presunción, pero cuando más odioso se muestra este hábito es cuando el espectáculo es en otro idioma y un actor dice algo totalmente aséptico, tipo “tengo los ojos azules”. Pues bien, siempre hay alguien que se ríe para demostrar que entiende el inglés, el francés o el ruso. 

Así que cuando terminó la función y comenzó la incomprensible salva de aplausos, nuestra duda sobre si el público presente era más falso o más complaciente (en realidad la disyuntiva era otra, pero no vamos a ponernos faltones) no duró mucho: como ya hemos dicho en otras ocasiones, a menudo el público de Madrid demuestra ser mejor actor que los intérpretes que están sobre las tablas. 

Estas manías nos las sacudimos con desdén, pero cuando leemos al muy respetable Vela del Campo que “Sin un actor de la profundidad de André Wilms todo esto (las ocurrencias de Goebbels) se quedaría en agua de borrajas, pero los valores teatrales dan un empaque imprescindible al espectáculo”, nos quedemos como durante la función y como durante las ovaciones: sin entender nada. Dejemos aparte la calidad de Wilms, que por lo visto en esta función no podemos valorar (de hecho, una de las pocas escenas que podían dar juego, la de los usos de la mano, nos parece desaprovechada por él), pero ¿cómo es posible que una acumulación de excentricidades cobre sentido por la actuación de un intérprete, por muy bueno que este sea? ¿Qué valores teatrales son esos de los que habla? Sinceramente, encontramos más verdad teatral en el encabezamiento de una carta de Chéjov que en todo Max Black

Hace unos días Goebbles decía a ese mismo periódico que “el teatro tiene que cambiar y renunciar a ofrecer mensajes e historias. Ya hay demasiadas de las dos. Hay que buscar un teatro que huela, que vaya más allá del texto. No podemos cambiar el mundo pero sí podemos abrir los ojos para que nuestra relación con este mundo sea más crítica”. De nuevo obviaremos algunas menudencias, como que el teatro lleva contando historias desde antes de que se llamara así, desde que el hombre es hombre, diríamos si nos pusiéramos melodramáticos. Nos ceñiremos a su pretensión de, si no cambiar el mundo (y porque no le dejan, que a lo mejor en dos tardes de pone a ello y nos vamos a enterar), de que nuestra relación con este mundo sea más crítica. Patrañas, así de claro. Queda muy bien decirlo (y aplaudirlo), pero que me cuente cómo después de ver Max Black mi relación con el mundo es más crítica. Puedo ser más crítico con la música y el teatro contemporáneo, con los popes de la modernidad, pero ¿con el mundo?

Es como lo de las citas. Pones que tu obra se llama Max Black, como un matemático y filósofo. Luego como no hay historia ni mensaje, igual podría llamarse José García, pero no quedaría igual de bien. Y por si Black no es lo suficientemente famoso (claro, claro, todo el mundo lo conoce), también ponemos textos de Valéry, Lichtenberg o Wittgenstein. Venga, atrévete a meterte ahora conmigo, valiente. Y si no te gusta, es que no has entendido nada. Doble acierto.

Francamente, a veces nos sentimos como señoras con pieles que se llevan la mano a la boca. Se nos escapan frases como “no todo ruido es música” o “no toda palabrería grandilocuente es profunda”. Estamos cerca de la carquería (de carcas), a punto de desistir e ir a ver obras de Arturo Fernández o Bertín Osborne. Pero no, mira, vamos a seguir apostando por el teatro de calidad y criticando sin mordernos la lengua lo que nos parecen imposturas intelectuales. Ese será nuestro derecho al pataleo.  

domingo, 10 de marzo de 2013

El café, Teatro de La Abadía


¿Qué diferencia una obra mendaz, hortera y vulgar de una obra que refleja un mundo mendaz, hortera y vulgar? Suponemos que la respuesta es “la ironía”, en cualquiera de sus acepciones, ya sea el distanciamiento, la parodia o las diversas graduaciones que marcan la distancia entre una realidad y su representación. Por eso el principal problema (de los múltiples) que tiene El café es que apenas hay resquicio para la ironía, y que cuando esta se muestra, es tan obvia que a su vez cae en lo mendaz, lo hortera o lo vulgar.

A estas alturas no estamos para ofendernos (¡ojalá esta función hubiera logrado provocarnos alguna reacción!), pero seguimos sin entender por qué maltratar una joya de Goldoni de una manera tan desalmada. Una opción es poner en escena la obra. Genial. Otra es no hacerlo. De acuerdo. Pero despreciar el material genuino y brillante por una adaptación mediocre no tiene sentido. Y parece que Goldoni no tiene buena suerte en La Abadía, porque hace unos años ya masacraron Argelino, servidor de dos amos.

Oh, pero si es una versión de Fassbinder. Como si fuera de Brecht: no hay nada en esta “actualización” que la haga superior a la original. Incluso supuestas coartadas sobre la necesidad de una puesta al día son absurdas: la obra de Goldoni es un clásico, y como tal sigue teniendo total vigencia; sin embargo, esta versión está tan definida que no es que no reconozcamos la realidad en ella, es que parece viejísima.

Y es que en esta puesta de Dan Jemmett confirma una de las verdades universales del teatro: no hay nada que pase tan pronto de moda como una obra de vanguardia. Incluso es curioso comprobar cómo, de dar tantos pasos hacia delante, se acaba en el punto de partida. Así, en el primer acto los interpretes actúan a la manera neoclásica, hablando de cara al público y sin apenas mirarse entre ellos. Si se abandonó esa práctica no fue solo para ganar en naturalismo, sino, como este Café revela, porque no funciona. Por cierto, que no diremos nada sobre los actores porque sabemos que algunos de ellos son grandes intérpretes y el hecho de que todos estén aquí asesinables no es culpa suya. 

En otra ocurrencia o gracia sin gracia (a lo mejor es humor alemán), en el último acto a los actores les da por el estilo melodramático y grandilocuente. A estas alturas hasta ellos parecen agotados, y lo que menos le apetece al público es entrar en interpretaciones sobre por qué ahora les ha dado por eso. Será algo antiburgués, o antiteatral, como ese desdeñoso saludo final (si nos hubieran quedado ganas de aplaudir, ese gesto hubiera acabado con ellas: el desdén con el desdén se paga).

Pero si hay algo que defina esta función, es la palabra cansina. Sí, son muy pesados. Como Jemmett no parece andar muy sobrado de ideas, repite dos ocurrencias hasta la extenuación: por una parte está la de convertir los cequiés en dólares, libras y euros. A las quinientas veces de repetirlo ya parece un recurso agotado. Y lo otro es esa insoportable manía de parar las escenas porque parece que los actores se han quedado sin fuelle y miran al horizonte perdidos.

Nosotros miramos al público, que sorprendentemente no daba muestras de enojo, pero llega un momento en el que tampoco sabes muy bien qué hacer (pensar en el significado del gesto es una vez más fútil). Que al final uno de los personajes diga que no va a repetir lo de las monedas y que hasta harto de los parones puede pasar precisamente por ironía, pero a nosotros nos pareció una claudicación: sabemos que esto no hay quien lo soporte, y si nos ponemos posmodernos a lo mejor se justifica. Pues no.

Así las cosas, y aunque pueda parecer un chiste a la altura de la obra, creemos que lo mejor de la representación fue el segundo acto. Mientras los actores se cambian de vestuario y suena música a todo volumen, en la pantalla de fondo se reproduce el texto a gran velocidad. Después saldrá un actor a explicar que con los recortes de presupuesto y tal han tenido que saltarse la escenificación y cuenta un poco la historia, y da igual que no se entienda nada, pasa lo mismo cuando sí hay representación. Total, es una comedia burguesa y en todas siempre pasa lo mismo.

Y lo peor de El café es que salimos del teatro con la sensación de haber perdido el tiempo. Ciertamente no es un entretenimiento, algo que seguro horrorizaría a sus creadores, nosotros no estamos aquí para divertir. Pero es que tampoco aprendemos nada sobre el teatro (como decíamos, sus trucos son más viejos las acotaciones). Y lo que es peor, no aprendemos nada sobre la vida. 

jueves, 7 de marzo de 2013

Sobre el teatro: artículos y cartas, de Antón P. Chéjov


Como dice Lluis Pasqual en su cariñoso prólogo, Sobre el teatro puede ser leído con interés tanto por “gentes de la escena” como por admiradores de la obra de Chéjov e incluso por simples curiosos. Los primeros encontraran en el libro numerosas pistas sobre cómo abordar un montaje con seriedad y una atención por el detalle que nos tememos no se lleva a cabo tan a menudo como sería aconsejable. Los lectores de Chéjov disfrutarán una vez más de su talento literario y le verán en su vertiente más juguetona y desinhibida. Mientras que los que hayan llegado un poco por casualidad, podrán entretenerse con algunas historias casi vodevilescas y conocerán un mundo fascinante vivido desde dentro pero visto con la sagacidad de un genio. Obviamente, la mejor opción es combinar las tres perspectivas. 

Sin embargo, una de las cosas que el lector no encontrará en esta selección de artículos y cartas es una biografía del propio Chéjov. Sí, conoceremos su entusiasmo y decepción por el teatro, nos serán presentados algunas de las personas más importantes en su vida, pero en pocos momentos llegaremos a atisbar al ser humano que hay detrás de las cartas. Centrado en su obra, apenas alguna nota que parece casi escapársele nos indicará algo sobre su vida. Sin duda hay biografías que se ocupan de este terreno, pero nos quedamos algo frustrados al no saber por su propia mano algo más sobre su esplendorosa y desdichada vida.

Algo que nos ha sorprendido ha sido la causticidad de un jovencísimo Chéjov en sus labores de crítico teatral y cronista social. Una obra puede ser muy buena, pero “carajo qué frío hacía en la sala”. Los actores eran irregulares, pero destaca alguno que “hasta se había aprendido el papel”. Sarah Bernhardt arroya por donde pasa, si tan solo fuera mejor actriz... 

En las cartas abundan los equívocos, las traiciones y los malentendidos. La escena teatral rusa que describe, vista ahora como una edad de oro, para él estaba inundada de mediocridad: todos los actores extranjeros eran mejores de los rusos; cualquier país era mejor para un dramaturgo que Rusia, “hasta España”, llega a decir literalmente para no dejar dudas. 

Pero también vemos al autor que pese a sus continuos reniegos, siempre acaba volviendo al teatro, hasta su último aliento. Los editores le engañan, los directores echan a perder sus creaciones, los actores siempre están mal elegidos, el público le desdeña y los críticos le odian. Incluso sus amigos hablan mal de él a sus espaldas. Sin embargo, es el mayor dramaturgo de Rusia, por no decir del mundo. Y Chéjov lleva esa responsabilidad hasta las últimas consecuencias. 

En la edición de Libros del Silencio ha fallado el proceso de corrección (algo ya tan común en la edición española que casi ni llama la atención), que ha dejado libres multitud de erratas, algunas bien llamativas. Pero todo lo demás es encomiable: nos ha proporcionado una selección de las cartas de Chéjov por primera vez en castellano y tiene una magnifica traducción de Raquel Marqués, que además ha ejercido una estupenda labor de edición con notas siempre pertinentes y aclaratorias, y a la que parece habérsele pegado algo del vitriolo chejoviano cuando, por ejemplo, define a Stanislavski así:

“No solo entendió mal las obras de Chéjov (…), sino que también las de otros autores, pues tenía en general poca sensibilidad hacia la complejidad literaria. Sin embargo, su fama es tanta que sus errores pasan por verdades indiscutibles”.