lunes, 24 de octubre de 2011

Moscú Cercanías (Teatro Español)


Con obras como MoscúCercanías tenemos que admitir un problema personal. Porque si bien admitimos que se trata de una producción impecable, con una dramaturgia trabajada, unos actores adecuados y una puesta en escena sin altibajos, también es verdad que no nos gustó. Seguramente el problema venga de nuestra intolerancia alcohólica: ninguna obra protagonizada por un borracho podrá atraer nuestra atención. Si los alcohólicos son insoportables en la realidad, decimos, ¿por qué iban a ser atractivos en escena? No, son pesados, aburridos, repetitivos. Y ni tan siquiera, nos parece en contra de la opinión popular, dicen la verdad. En realidad son como actores que sobreactúan, demasiado pendientes de que el foco les ilumine con toda su intensidad.


Quizá esta fobia explique que desde un principio nos sintiéramos ajenas a la propuesta de Ángel Facio. Ese ángel paciente y comprensivo (más que ángel, un santo) nos pone de los nervios, como siempre sucede con las buenas personas. Ese borracho parlanchín nunca consigue nuestra empatía, es demasiado cansino. Y los personajes que van desfilando y las historias que Eroféiev va soltando nunca van más allá de la categoría de anécdotas. Algunas tienen más o menos gracia, otras nos parecen gratuitas, otras incomprensibles. Para colmo, el final es absolutamente anticlimático. Los extractos de películas de Eisenstein casi caen en el ridículo (parecen sketches televisivos de esos en los que se toman escenas de películas antiguas y se doblan en plan chorra), y cuando llega el inevitable final del borracho, casi nos pilla desprevenidos.


Incidamos un poco en los aspectos positivos. Si algo de falta a Facio, no es precisamente oficio, y sabe dar ritmo a una propuesta que en principio podría caer en el estatismo. Las escenas se suceden con soltura y el texto, como pura creación literaria, es limpio y expresivo. Alfonso Delgado, como borracho, tiene un rostro poderoso, muy de ruso, y soporta las distancias cortas con un derroche de energía. Sergio Macías, que combina al ángel plasta con una galería pintoresca de personajes, no puede evitar cierta ñoñez (aunque no lleve alas), pero se supera creando tipos a toda velocidad, entre los que destaca el viejo intelectual desengañado.


Dos por ciertos: dignos de aplausos el vestuario y el maquillaje, que transforman a Macías en cuestión de segundos y convierten a Delgado en un personaje tallado en piedra; y otra cosa, que si no supiéramos que la obra está basada en una novela rusa, por momentos nos parecería demasiado tópica como para ser original. Los rusos borrachos que citan a Chéjov están demasiado vistos, pero al parecer son un arquetipo convertido en realidad.

lunes, 17 de octubre de 2011

Product (Teatro María Guerrero)


¿Cuántas veces nos hemos visto en la disyuntiva de ir a ver la película china ganadora del último León de Oro del Festival de Venecia o el estreno de una americanada con toda la pinta de ser una tontería? En principio, no debería haber dudas: seguro que nos lo pasamos mejor con la segunda. Años de experiencia nos respaldan. Pero luego vienen los remordimientos: seguramente la china sea mucho mejor para nuestra alma. Al final, la mejor solución suele ser: mira, elige tú.


En realidad, claro, la situación suele ser más compleja. A veces hasta los festivales más prestigiosos pueden acertar. Y por otra parte, después de muchos años de experiencia, nos hemos cansado de los productos cada vez más repetitivos de Hollywood. Y si nos ponemos maximalistas, nos encontramos con que ni las propuestas más ambiciosas ni las más facilonas nos satisfacen. Así que lo mejor será ir al teatro. Aunque...


Todo esto surge directamente de Product, el nuevo regalo de JulioManrique. Varias direcciones: primero, porque nos lo pasamos fenomenal, y quizá debamos sentirnos un poco culpables por ello y no ser tan inconscientes como para reírnos con temas como el terrorismo y otros igualmente solemnes (además, somos reincidentes: hace poco hemos disfrutado desconsideradamente de la genial Four Lions). También es digno de reproche aplaudir una propuesta tan simple, un cuasimonólogo de estructura sencilla y entendible por todo tipo de público (menos por los sordos, que también van al teatro provocando situaciones como la que vivimos, en la que un acompañante -guía tenía que repetir “Osama, Osama! OSAMA!” cuando aparecía Bin Laden en escena). Y por último, porque la obra da pie a reflexiones sobre ese mismo producto descerebrado, sobre la superficialidad de esos productos de Hollywood que nos lavan el cerebro y nos cuelan historias absurdas como si fueran conmovedoras obras maestras de la épica contemporánea. Pero, lo reconocemos, a esto último no le prestamos mucha atención.


Nos fijamos más, por ejemplo, en el extraordinario David Selvas. No solo hizo frente a incursiones como la de Osama con una paciencia sin duda digna de admirar (además, en un espacio tan pequeño e íntimo que invita a tomarse familiaridades con el público), sino que desarrolla su cuasimonólogo con una intensidad medida en cada frase que supone un esfuerzo de concentración y creatividad digno de elogio. Es un personaje absurdo y quizá un poco loco, pero Selvas lo defiende con todo el orgullo y la pasión que demanda.


Los otros personajes parecen auxiliares, pero también son claves. SandraMonclús, la actriz en horas bajas, tiene que defenderse casi exclusivamente a base de gestualidad (contenida) de los ataques de Selvas. Y consigue que el espectador en todo momento sea consciente de la dura prueba por la que está pasando sin ser descaradamente explícita. Por su parte, Norbert Martínez se hace con el personaje del ayudante de Selvas a través de una actividad constante y una capacidad para hacerse simpático pese a sus continuas meteduras de pata. Como en toda gran comedia que pretende ir más allá de la caricatura, la gracia no consiste en reírse de unos patéticos personajes, sino en llegar a comprenderlos en su abismal estupidez.


Julio Manrique, como ya vimos en AmericanBuffalo, demuestra que es un director capaz de sacar el máximo provecho de las condiciones más austeras. Parece imposible exprimir más (en el buen sentido) un texto y a unos actores de lo que él hace. También de American Buffalo repite Lluc Castells, quien vuelve a bordar una escenografía exacta y dispuesta para dar todo el juego posible. No nos sorprenden las buenas noticias que nos llegan desde el Teatro Romea, y pese al descorazonador aspecto de las gradas de la sala pequeña del María Guerrero el día en que asistimos al espectáculo, esperamos poder volver a ver con asiduidad a Manrique y compañía por Madrid. 

miércoles, 12 de octubre de 2011

Veraneantes (Teatro de La Abadía)


Lo malo de que alguien esté de moda es lo difícil que se pone conseguir entradas. Y lo peor de haber acumulado grandes expectativas hacia una obra es que luego te encuentres con una decepción del copón. Antes de escribir este comentario hemos vuelto a leer algunas reseñas de Vereneantes que se publicaron en el momento de su estreno e incluso hemos ojeados otras por primera vez, y nuestro desconcierto se ha acrecentado: donde nosotros vimos una obra autocomplaciente, tediosa, antipática y repleta de personajes que no hay por donde coger, parece que la unión de críticos ha encontrado la última maravilla del teatro universal. Y teniendo en cuenta el perpetuado cartel de no hay entradas y la reacción del público en la sesión a la que asistimos, parece que no están solos.


Hace unos meses se estrenó la película Pequeñas mentiras sinimportancia, una gran éxito en Francia y con buena acogida en general. Resulta que, además de tener un argumento y unos personajes sorprendentemente parecidos a Veraneantes, e incluso un final redundante casi clavado (y que quede claro que no hablamos de plagio ni nada parecido, las secuencias temporales lo harían imposible además de absurdo), nos pareció una de las películas más repelentes y estomagantes del año, con unas criaturas a las que no te gustaría acercarte ni para cruzar la acera.


¿Qué nos pasa, entonces? ¿Será posible que no nos enteremos de nada y que seamos incapaces de comprender lo que está delante de nuestros ojos? ¿Se nos ha agriado el gusto y ahora no vemos una obra maestra ni aunque nos salte encima? Ni idea, pero esto es lo que vimos.


La función comienza... ¡con una canción! Vaya, vaya, qué sorpresa, todos los actores cantando y bailando en el escenario, esto no lo habíamos visto en los últimos tres días. Luego se moderan y ya empiezan a hablar. Son muy educados y cultos, pero se ve que tiene un doble fondo. Al final te digo yo que esto no va a ser tan bonito. Mira, ya empiezan a criticarse a espaldas de los otros. Tenemos una mujer (Bárbara Lennie) muy bella y muy ensimismada que sufre mucho: una niñata malcriada (no lo decimos nosotros, eh, se lo dice otro personaje, nosotros nos limitamos a asentir). El otro es su marido (Israel Elejalde), un personaje sibilino, hipócrita, machista, corrupto, trepa, despiadado. Ahora me dirás que es un político. ¿Cómo lo has adivinado? Es imposible, si no es para nada un personaje estereotipado ni nada. Bueno, el político tiene un amigo (Raúl Prieto) que es un constructor al que le importa poco que sus obreros se mueran en la obra y que es un maltratador. No, pero los trazos no son tan gruesos, que también tiene su corazón y ama a su mujer (Elisabet Gelabert), y ella, aunque le ponga los cuernos, también le quiere y al final se van juntos, eso es muy impredicibilísimo.


Ella, te acuerdas, tiene un hermano (Francesco Carril) que es un poco alocado, es joven pero está de vuelta de todo, y es que ya sabes, esta generación tan preparada y tan mimada, y bueno, es un protoindignado que canta. Pero para que veas, nada de un discurso echando la culpa a los padres, solo hay tres insinuaciones casi sutiles. Luego está la amiga de juventud de la mujer (MiriamMontilla), que ahora es también su criada, que no se te escapen las contradicciones del sistema, los ricos muy concienciados (sic), pero luego usan a sus amigas como les convienen. Esta mujer dice algunas verdades, pero a gritos. Además hay otra mujer, la hermana del marido (Lidia Otón), que no te lo vas a creer, pero es un tópico con patas, una espiritual que va de blanco y habla de yoga y es como muy tonta. La que falta es la voz de la conciencia (Manuela Paso), que martiriza a todos con sus sermones y su buena alma, pero a que no te lo imaginas, resulta que también se vende por un plato de lentejas. Por el lado masculino tenemos a un músico (CristóbalSuárez) que, maldita sea, también se corrompe por un poco de éxito, si te digo la verdad no sé qué más hace en la obra. También sale un escritor (Ernesto Arias) que... pues sí, ahora te lo veías venir, vende su alma por un bestseller y luego ya no le apetece escribir. Y para terminar, un exconstructor (Chema Muñoz) que parece que se ha reformado de lo suyo. Si te digo la verdad, este es el único personaje que soporté, al menos ya se había vendido antes.


En realidad, incluso podríamos entender que una obra así pueda gustar. La puesta y la escritura de Miguel del Arco son tan, cómo lo diríamos, “compactos” (perdón por las comillas) como los aspectos técnicos de la obra. Los actores, con la carga de sus insoportables personajes a cuestas, excepto en un par de casos, están a un gran nivel. Y se nos ocurren dos alternativas psicointerpretativas: al público le encanta ver a este conjunto de miserables porque piensa que, bueno, menos mal que yo no soy así; o porque piensa, bueno, yo no soy el único así.


lunes, 10 de octubre de 2011

Las Meninas


Aunque cada vez que vamos al teatro procuramos hacerlo sin prejuicios ni a favor ni en contra, es inevitable tener ciertas expectativas subconscientes. Por eso nos acercamos con tanta ilusión, pero también con algunos temores, a ver Las Meninas: no teníamos la menor referencia sobre el espectáculo. Ni autor, ni director, ni interpretes nos sonaban siquiera. Al final la satisfacción fue doble: habíamos disfrutado de un espectáculo notable y casi oculto sin tener que pisar una sala alternativa.


El autor, Ernesto Anaya, enseguida pone las cartas sobre la mesa: va a ser una de estas obras posmodernas situadas en un periodo histórico concreto, pero para nada encorsetadas, al contrario, hay referencias actuales, ruptura de la cuarta pared y todos esos quebrantamientos de la ley que ya forman parte del acervo común de la vanguardia. Pero no nos alarmemos, excepto en algunos casos aislados (como en la interpelación directa a los espectadores, convertido en un cliché de tal categoría que pensaríamos que de no incluirse en una obra contemporánea, su estreno estaría vetado), tanto Anaya como el director Ignacio García saben domar el texto para que no se salga de madre más que lo necesario.


Porque, frente a los artificios, queda un ligero pero efectísimo sentido del humor. La obra se ve con deleite, alternando momentos de una gracia pura (como las escenas que protagonizan las meninas, Ichi Balmori y Violeta Sarmiento) con otras de una melancolía sincera (el monólogo de Aurora Cano en el que la infanta Margarita desgrana la decadencia de su familia). En el fondo, la fuerza interpretativa de Aurora Cano (quizá la mayor revelación de la velada) y las capas de su personaje, hacen que se convierta en el verdadero centro de la obra, dejando al Velázquez de Javier Díaz Dueñas un poco a contrapié, con un personaje que de humanizado ha perdido su calidad de genio inmortal. Tampoco podemos olvidar a Arturo Vences, que como Maribárbola tiene que apechugar con el personaje más posmoderno. Habría sido fácil caer en interpretaciones grotescas o patéticas, pero Vences, de nuevo haciendo uso de un elaborado humor, logra salir adelante.


Así como el texto de Anaya está lleno de ingenio y cada escena supera su banalidad teórica a fuerza de soltura retórica y un punto exacto de radicalidad, la puesta en escena de García es un festival de inventiva que logra dar un ritmo imparable a la obra. Como quien no quiere la cosa, el espectador acaba encantado con una pieza que seguramente no pase a los anales, pero que en su modestia hace pasar una excelente noche de teatro.


lunes, 3 de octubre de 2011

Veinticinco años menos un día


Un comentario muy repetido a la salida de las representaciones teatrales suele ser ese de “parece un montaje de fin de curso”. Es una frase que nos parece injusta y poco respetuosa con los profesionales: la obra puede salir mejor o peor, pero despreciar el esfuerzo y las ganas puestos en su trabajo desde la (in)cómoda butaca es jugar con ventaja. Sin embargo, y sin querer contagiarnos de ese tono despreciativo, sí que diríamos que por momentos Veinticinco años menos un día parece el producto de una aventajada compañía estudiantil. Para contrarrestar esta mala impresión, también debemos decir que el público tenía el mismo entusiasmo, al menos, que si estuviera compuesto por la asociación de padres. Y si muchas veces criticamos a un público bravista que nos parece víctima de imposturas y de modas, en este caso el entusiasmo se notaba sincero y las carcajadas, para nosotros desproporcionadas, salidas del alma.


En un principio la propuesta nos interesó. Siempre nos han gustado estos juegos metateatrales, los actores como protagonistas y una interacción inocente con el espectador. Además, RichardCollins-Moore está encantador en su presentación y los primeros juegos escénicos son divertidos. El problema surge cuando se hace evidente que no hay nada más. Que la inclusión de expresiones inglesas van a continuar toda la obra y supuestamente nos van a hacer gracia. Que los gestos histriónicos dictados por las acotaciones se van a convertir en recurrentes. Y, sin embargo, la historia en ningún momento va a ir más allá de una parodia de no sé sabe muy bien qué.


Lo que más nos irritaba es que el público parecía pasárselo en grande (y nosotros no). Cuando Joserra Leza bate el récord de silencio escénico por primera vez, los espectadores no paran de reírse durante tres minutos y treinta segundos sin que sepamos por qué. Pero poco después Ana Fernández vuelve a hacerlo, las risas continúan, y nosotros frustrados. Los actores también parecen estar pasándoselo fenomenal (y desde luego debe de ser fenomenal tener una acogida así), y nosotros nos preguntamos si una obra de este tipo no tendría más sentido en un teatro comercial y no en el Español.


Para que una parodia funcione, una condición imprescindible, a nuestro entender, es conocer perfectamente el objeto a parodiar. Pero en este caso, burlarse de las obras a lo Noël Coward no parece tener mucho sentido. La puesta en escena parece querer mezclar el frívolo mundo de las comedias ligeras británicas con un toque diríamos que perturbador, que vendría del cuento de Cortázar en el que la obra tiene su inspiración. Pero no es que ambos mundos choquen (lo que podría tener su interés), sino que en ningún momento da la sensación de que ni Antonio Álamo ni Pepa Gamboa hayan sabido dar con el tono apropiado. Es lo que siempre pasa: cuando no sabes qué camino tomar, al final te quedas parado.