lunes, 30 de agosto de 2010

Angelhada

Al final.
La función está terminando, pero todavía no ha terminado. Pavlovsky se ha despedido y el público aplaude según estima oportuno. El artista aparece para saludar y reclama silencio. Lo que tenemos no es un bis, propiamente dicho, pero es uno de los mejores momentos del espectáculo. Durante las ovaciones algunos espectadores han abandonado sus butacas para salir a la calle. Pero como nos recuerda Pavolvsky, el teatro es también un ritual, o una suma de ritos, y hasta que no se encienden las luces el espectáculo no ha terminado. Sin embargo no hay obra de teatro en la que algún apresurado no se vaya antes de tiempo, quizá sin saber que es como irse a mitad de función (y además, en una sala como la pequeña del Español, pasando por delante de las narices de los actores). Si no te ha gustado la obra, no aplaudas. Si te parece horrible, espera al intermedio para hacer mutis. Pero cada vez la mala educación es más descarada y no se respetan ni los ritos. Que alguien a la puerta de los teatros tome los datos de estos individuos y que no se les vuelva a permitir la entrada en una sala de teatro.
Quizá a partir de ahora nuestros comentarios incluyan apreciaciones sobre el comportamiento del público. Que se preparen.

Al principio.
En Vida en escena no somos muy partidarios del teatro participativo. Nunca hablamos cuando los actores nos lo indican ni participamos en sus bromas. Somos muy serios. Sin embargo, cuando Pavlovsky se pasea por Madrid, nunca nos lo perdemos. Por mucho que se empeñe, el espectáculo es él, y vamos a saborearlo sin implicarnos pero disfrutando como los que más.

A la mitad.
Un momento mágico de verdad en una función pretendidamente mágica. El hada enseña su varita del todo a cien. Una mujer pide que se la regale. Parece que Pavlovsky no está muy por la labor. Pero al final cede. La mujer es una antigua compañera de universidad. Multitud de sensaciones recorren el rostro del actor en unos segundos. O quizá sea que es un actor extraordinario.

A lo largo de la función.
Uno de los temas centrales de esta propuesta es la lucha contra la rutina. El actor, secundado por el público (no por Vida en escena), la increpa. Hay que huir de ella. Por eso, dice, él nunca ensaya. Y cada función es diferente. No nos lo creemos. Primero, porque la fineza de la puesta en escena no se logra sin ensayar. Y no sólo nos referimos a los fantásticos juegos de luces, sino al ritmo de toda la función, a lo bien que sabe el autor colocar sus mejores fragmentos, a su habilidad para jugar con el público y llevarlo por donde quiere. Tampoco nos lo creemos porque no es la primera obra de Pavlovsky que vemos y sabemos que muchos de los gags son repetidos. Y no nos importa, seguimos disfrutándolos como la primera vez. O casi.

El mismo fin de semana del estreno de la última película de Woody Allen, asistimos a la última función de Pavlovsky. Si mucha gente ya tiene como rito esta cita con el director neoyorquino, las visitas anuales del actor argentino a Madrid se están convirtiendo en otra indispensable peregrinación. Se va al teatro como a una cita con un viejo amigo. Nos van a contar cosas que ya sabemos, pero lo importante es que vamos a pasar un rato agradable, distendido, emotivo. Pavlovsky ha dado la vuelta al concepto de camp y ha logrado que las ínfulas de grandilocuencia se conviertan en pequeñas dosis de felicidad.

lunes, 2 de agosto de 2010

Babilonia

Nos sentamos a ver una obra titulada Babilonia y dos actrices comienzan a desperdigar datos eruditos sobre esa rica y conflictiva región. Inevitablemente, el pensamiento se va a Borges y esperamos asistir a un cuento fabuloso. Pero las cosas no van por ahí.


Dicen que todas las guerras son la misma guerra, y decimos que eso ya lo hemos oído antes; dicen que todas las guerras causan dolor y penuria y muerte y decimos que lo que vamos a ver o va a ser ingenuamente ambicioso o va a tomar derroteros inesperados. Al final resultará que cumple ambas expectativas.

Quizá no sea ingenuidad, sino una gran confianza en uno mismo lo que hace falta para intentar contar algo nuevo partiendo de la trillada idea de “todas las guerras son iguales”. La apuesta de José Ramón Fernández es aún más arriesgada al no aferrarse a tensión ni progresión dramática alguna. Sólo escenas descriptivas. Un momento, ¿no nos habían dicho que esto no es el teatro?, ¿que un texto dramático debe evitar en lo imposible “contar” en beneficio de “mostrar”? Así es, pero como decíamos, parece que hay mucha confianza en la capacidad evocadora de los relatos que se nos cuentan.

Pero para que esta visualización imaginaria sea efectiva, además de poéticas descripciones y conjuros mágicos, son necesarias unas actuaciones sobresalientes. Paloma Mozo tiene una mirada eléctrica y una voz estupenda (no reprocharemos demasiados sus demasiado reiteradas equivocaciones, asumimos que ha sido una producción sin ensayos de sobra y pocas representaciones). Almudena Ramos vaivanea con el texto haciendo todo lo que puede. Dos buenas actrices, pero es que las exigencias del texto demandaban dos extraordinarias actrices. Lo que quiero decir, un texto seguramente más para ser leído que visto en escena.

Lo más fácil en estos casos es que el espectador desconecte en determinados momentos. Lo difícil es conseguir que eso no suceda. La dirección de Fernando Soto trata de ajustarse a las limitaciones de la producción con algunos giros que impidan a la historia entrar en barrena y sale del envite con ingenio. Algunos momentos son de gran belleza (la descripción de Babilonia), otros parecen totalmente fuera de contexto (un momento escatológico que es la única concesión al humor, no sabemos si consciente), sólo muy puntualmente se deslizan hacia la autoparodia (el momento de desgarro acompañado por música atonal) y en general deja la sensación de un experimento que no ofende pero que tampoco logra cautivar. Y en estos casos, quedarse a medio camino puede ser el peor resultado.