Por
muchas veces que veamos Sed de mal, hay algo en esa película que nos
sigue perturbando. El malvado Quinlan es un ser despreciable,
repugnante incluso físicamente. El héroe, Vargas, es íntegro y
apuesto. Quinlan actúa de manera torticera y no duda en manipular
pruebas para enviar a los sospechosos a prisión. Vargas arriesga su
vida para esclarecer la verdad. Pero Quinlan tiene razón y Vargas
recurre a la traición para conseguir sus objetivos. Todo es turbio,
desasosegante, no podemos asirnos a la habitual consideración sobre
“qué es lo correcto” para tranquilizar nuestra conciencia. Quizá
por eso Sed de mal es nuestra película preferida de Orson Welles,
porque siempre nos lleva al límite, porque no nos reconforta en
nuestras creencias, sino que nos desafía.
Como
es sabido, Welles era un ferviente shakesperiano (se dice que conocía
de memoria su obra ya de niño, y a los 22 años montó un Julio
César en el Mercury Theater), y la huella de este texto (o de otros
aún más controvertidos, como Coriolano) es patente en Sed de mal.
Por lo menos, nosotros cada vez que vemos una versión de Julio César
volvemos a sentir la misma sensación de inseguridad. Como si las
dudas de Bruto nos contagiaran, nunca estamos seguro de dónde está
el bien y el mal; dónde se cruza la línea entre la responsabilidad
política y la puñalada al amigo; el peso de la decisión que puede
llevar al desastre nos abruma como si realmente fuéramos nosotros
quienes tuviéramos que tomarla.
Por
lo tanto, una obra así siempre nos va a gustar. Porque por muchas
veces que la leamos o la veamos, vamos a descubrir nuevos matices,
otros temas para la reflexión, más motivos de discordia. De esta
versión de Paco Azorín nos ha ganado su limpieza, su persistencia
en la eliminación del floreo para centrarse en lo fundamental. Y no
hablamos solo de la casi desaparición de los últimos dos actos,
poda que ya se ha convertido en una tradición (justificada) o en la reducción del número de personajes. Su
escenografía recuerda a Nick Ormerod, tan sencilla que solo conserva
unas sillas (ya icónicas) y una columna. Y este es el tono: el
vestuario de Paloma Bomé mezcla el tema bélico con las túnicas:
como en una reforma arquitectónica que mezcla la renovación con
algunos elementos que recuerden de donde se viene, con estos pocos
elementos ya queda patente la ideología del discurso. También la
iluminación de Pedro Yagüe, que deja en escenario entre tinieblas,
sostiene el concepto de moralidad dudosa y equívoca honorabilidad.
En
el conjunto de la representación, más allá de la brillantez de las
escenas aisladas, nos dio sensación de cierta dispersión. La
versión de Azorín, sobre traducción de Ángel Luis Pujante, es tan
clara y concisa como su puesta en escena, pero en la estructura hay
altibajos, momentos, como el del asesinato, en los que la tensión,
que debía electrizar el ambiente, no da chispa. No se puede mantener
toda la función una intensidad dramática a la máxima potencia,
porque el espectador acabaría extenuado, pero nos pareció que por
momentos la fluidez entre las escenas no estaba del todo conseguida.
A veces parecía que más que una orquesta estábamos viendo la
interpretación de unos virtuosos solistas. Pero qué solistas.
Una
curiosidad repetida sobre Julio César es que el protagonista de la
obra no es quien le da título, sino Bruto. En alguna ocasión, como
en la famosa película de Mankiewicz, quien al final acaba llevándose
todos los recuerdos es Marlon Brando y su monólogo de Marco Antonio. Pero en este
montaje quien a nosotros nos pareció que se elevaba por el resto de
los personajes era Casio. José Luis Alcobendas venía de casa con la
ventaja de tener rostro y porte de senador romano. Pero además
aporta una solidez y una presencia a su Casio, más Yago que nunca,
que hacen que se imponga desde la primera escena. Sus intereses no
son del todo diáfanos, pero nos muestra el perfil taimado de su
Casio con finura, combinando la firmeza de sus argumentos deslizando
de manera contenida la cara más cuestionable de sus motivaciones.
Pero,
como decíamos, el protagonista en Bruto, y Tristán Ulloa honra a su
personaje con una evolución casi milimétrica, sutil y creciente.
Cada pasaje de su transformación está perfectamente marcada, desde
su duda inicial, cuando su cordura se ve amenazada por la incapacidad
para tomar una resolución, pasando por el progresivo convencimiento
y el terror ante sus actos, hasta completar su viraje con la asunción
orgullosa de la derrota, cuando por fin acepta el castigo por su
pecado: quizá ha actuado bien, pero como un “hombre” debe asumir
su castigo. En este camino hacia la redención, Ulloa alimenta a su
personaje con detalles que pueden pasar inadvertidos pero que hacen
su dilema real y cercano.
Si
Ulloa va carburando poco a poco, Sergio Peris-Mencheta tiene que
explotar de golpe. Para un actor una escena como la de Marco Antonio
es un regalo... envenenado. Ofrece todos los elementos para el
lucimiento, pero también está repleto de trampas, y si se unen las
referencias que todos tenemos en mente, el peligro puede parecer
paralizante. Sin embargo, Peris-Mencheta no se amedrenta ante su
“momento Gene Krupa” y hace suyo el papel con personalidad y
energía. Si inicia su camino con los pasos titubeantes del borracho,
acaba aplastando la tierra que pisa cuando se ha hecho con la
voluntad del pueblo. Es magnífico asistir a esta demostración de
técnicas actorales a tiempo real, a esa conversión de cachorro en
lobo.
Y
Mario Gas. Aunque no hubiera nada más, aunque no supiéramos nada
más, solo por ver a Mario Gas en un papel así ya merecería la
pena. Su papel es corto, pero su presencia ocupa toda la obra. Cuando
solo le hemos visto de refilón, su sombra sigue ahí. Cuando
desaparezca, su voz y su rostro nos serán recordados, pero ni tan
siquiera habría hecho falta ser tan explícitos. Como si hubiera
lanzado una maldición, su espíritu acompaña a todos los personajes
y marca su destino. Solo un actor del carisma de Gas puede imponer su
dominio desde la reminiscencia.