En
los últimos tiempos Josep Maria Flotats ha combinado piezas de
cámara (como La cena o La mecedora), con otras obras más ambiciosas
(Beaumarchais), aunque su último estreno fue el divertimento La verdad. El juego del amor y del azar se podría considerar como una
mezcla de estos tres estilos: por una parte Flotats mantiene el tono
intimista, recogido, de sus obras-entrevista. La estructura planteada
por Marivaux le permite construir cada escena como una conversación
privada en la que los participantes siempre buscan conservar un
secreto y permanecer apartados del resto de los personajes. Pero la
producción de El juego es esplendorosa, con esos decorados
deslumbrantes de Ezio Frigerio y ese vestuario fulgurante de Franca
Squarciapino, apunta hacia un estilo de teatro más espectacular.
En
cualquier caso, El juego del amor y del azar es sobre todo una loa a
la alegría de vivir, de enamorarse, de disfrazarse, de apostar y
ganar. Hay en toda la función una sensación de ligereza que
transmite bienestar: desde nuestra posición podíamos apreciar las
reacciones del público, y se notaba una sensación no ya de simpatía
hacia los personajes, sino, ¿cómo decirlo?, de buen rollo. Y es
que, como se veía en L'esquive, la obra de Marivaux, pese a ser tan
representativa de un lugar y una época muy determinados, sigue
conservando su capacidad para encandilar al espectador actual. El
ingenio, la habilidad dramática y el fondo de romanticismo son más
que suficientes para que por unas horas nos dejemos llevar. Aunque...
Flotats,
como deja claro en sus palabras de presentación, es muy consciente
del doble juego que se trae Marivaux a la hora de conjugar un “alto”
estilo con manifestaciones mucho más “pedestres”, lo que se
puede resumir en una unión entre la tradición de la comedia
sofisticada francesa y el teatro de la comedia del arte. Lo cierto es
que en el tercer acto, cuando Silvia ya ha descubierto el pastel pero
decide continuar con el juego, todas esas conversaciones respecto al
amor y la posición en la sociedad se nos hacen un poco reiterativas.
Por eso agradecemos tanto las incursiones llenas de desparpajo de los
criados, que dan a la función un toque de locura que le viene muy
bien para no caer en lo empalagoso.
Rubèn
de Eguia tiene libertad para dar rienda suelta a un Arlequín
desmadrado e histriónico, dispuesto a tirarse al suelo en cuanto
tiene la menor oportunidad. Disparatado y desatado, sus
intervenciones siempre suponen un soplo de aire fresco entre tanto
encorsetamiento. Su pareja, la falsa marquesa de Mar Ulldemolins,
está igualmente irresistible como criada con ínfulas sobrevenidas,
y casi cada una de sus ocurrencias es recibida por el público con
regocijo. Vicky Luengo es todo dulzura y brillo, transformando a la
caprichosa Silvia en una mujer decidida e independiente. Bernat
Quintana es un galán clásico con dificultades para disimular su
alcurnia. En este sentido, Flotats ha sabido sacar todo el partido
posible a este rico tiovivo de engaños, en el que nadie es quien
pretende ser, pero donde los más sibilinos resultan ser los mayores
burlados. Para completar el reparto, Enric Cambray aporta sus ganas
de enredar y Àlex Casanovas da autoridad y liberalidad como padre
benevolente y el mayor de los guasones.
La
función se cierra con un trueno que nos avisa de que la dulzura de
vivir pronto llegará a su fin. Pero antes Flotats parece haber
preferido quedarse al margen de revoluciones. Desde que se alza el
telón, el espectador queda seducido por la belleza de los decorados.
Y ya no saldrá de este estado de encantamiento. Todo está cuidado
al detalle, es delicado, fino. Los diálogos fluyen con elegancia,
las escenas tienen un tempo preciso, los enredos se resuelven con
gentileza. Incluso los gags cómicos se deslizan con naturalidad. Es
un teatro de otro tiempo, que podemos admirar e incluso, ya, ver con
nostalgia. Pero ¿es posible permanecer ajenos a lo que tormenta que
se nos viene encima?