Stendhal
es tan grande que, pese a tener razón siempre, nos sigue cayendo
fenomenal. Sí, quizá no haya ningún escritor en la historia de la
literatura con el que sintamos tal afinidad, mezclada con una
admiración que no tiene límites. Por eso hemos leído con atención
y ganas de aprender sus Escritos sobre arte y teatro. Por una
parte, lamentamos que el libro haya quedado como un retrato de época
hoy por momentos ininteligible (tantos nombres que no nos dicen nada,
tantas disputas que han quedado olvidadas); pero por otra damos
gracias a Shakespeare por que Stendhal decidiera dejar de lado sus
veleidades críticas y se dedicará en cuerpo y alma y la ficción.
No dudamos de que hubiera sido un extraordinario publicista, pero sí
que nos parece más improbable que hoy le leyera alguien.
Como
nuestras almas son mucho menos generosas que la de Stendhal, antes de
leer el libro pensábamos que se iba a tratar de una reivindicación
de Shakespeare apoyada en una crítica a Racine. En realidad, nuestro
conocimiento de Racine es escaso (y, castigados seamos, nos interesa
bastante poco), pero nuestros prejuicios le contraponen con
Shakespeare. El caso es que Stendhal se declara un gran admirador de
ambos, solo que mientras considera que Racine era un dramaturgo
genial cuyos seguidores echaron a perder el teatro francés (¿por
qué continuar un siglo después con las mismas reglas que habían
sido válidas anteriormente?), en su opinión Shakespeare es el
modelo que, si no imitar, al menos hay que tener presente para llevar
a cabo un teatro realmente moderno.
La
controversia del libro es, valga la gracia, un clásico: la disputa
entre tradicionalistas e innovadores, el arte viejo frente al nuevo,
clasicistas contra románticos. La condición pendular de la historia
del arte ha hecho que periódicamente una de las dos corrientes se
haya impuesto, siempre sobre las ruinas de la anterior. Pero la tesis
de Stendhal es más audaz: todos los grandes creadores son clásicos,
todos los grandes creadores son románticos. Son clásicos porque han
sabido codificar las reglas subliminales de una época y llevarlas a
la práctica mejor que cualquiera de sus contemporáneos. El problema
es cuando sus continuadores siguen ese modelo y no se preocupan de su
propia época. Y todos los grandes artistas son románticos porque
dan a su obra pasión, porque saben transmitir sentimientos y hacer
al espectador cómplice de sus criaturas.
Aquí
nos toparíamos con una dificultado. ¿Es Stendhal un clásico? De
ninguna manera. Quizá por la confusión entre clasicismo y
academicismo (por cierto, graciosísimas las consideraciones de
Stendhal sobre los académicos, ya a principios del XIX seres
ridículos), se ha instaurado una consideración sobre los clásicos
del XIX que no admitiríamos para nuestro héroe. ¿Es Stendhal
romántico? No nos atreveríamos a asegurarlo. Es demasiado irónico
como para considerarle tal, demasiado consciente. Sin llegar al
cinismo de un Flaubert, la mirada de Stendhal es demasiado
desengañada como para considerarle un romántico.
Mientras
se lee este Racine y Shakespeare es inevitable pensar en la
situación actual del arte dramático. Stendhal era bastante crítico
y pesimista respecto al teatro de su época, y por motivos en
apariencia opuestos nosotros también lo somos con el nuestro. Para
Stendhal el teatro francés de la primera mitad del XIX era cautivo
de la hegemonía de Racine, de la ignorancia de los académicos, de
la venalidad de los periodistas, de la represión de los censores.
Nadie se atrevía a hacer nada realmente moderno, bajo pena de
escarnio crítico y fracaso de público. En la actualidad todo el
teatro parece pecar del extremo contrario, de querer ser siempre
moderno. Pero ¿no da la sensación de que la modernidad de nuestras
tablas es la misma que hace 30, 40 o hasta 50 años? La incorrección,
el rupturismo, la tecnología... todo suena tan... anticuado.
Los
textos sobre Racine y Shakespeare son parte del libro Escritos
sobre arte y teatro, publicado por Antonio Machado Libros, con
una amplia introducción y notas de Isabel Valverde, que ayuda a
moverse por una época y un lugar donde, a causa de nuestra
ignorancia, no conocemos a casi nadie. Sus notas son casi siempre
pertinentes y permiten que podamos situarnos con una mínima
precisión, pero a veces pecan de cierto didactismo al glosar al
autor. La traducción de José Luis Arántegui (lamentablemente su
nombre solo aparece en una nota a pie de página) es, por lo que
podemos aventurar, muy precisa, y sabe mantener el tono aéreo del
original, aunque nos gustaría saber cómo se dice en francés
“bilbainadas”.