Maximalistas
como somos, siempre hemos defendido que de los tres grandes pilares
sobre los que se asienta el teatro, es decir, el texto, los actores y
la dirección, solo este último es accesorio. Es decir, que si la
dirección es buena, estupendo, siempre será un plus, pero que
cuanto menos se note, mejor, y salvo en casos delictivos, si es mala
la función siempre se podrá salvar si los actores y el texto están
a la altura. Sin embargo, si uno de estos otros dos factores falla,
ya puede haber un director divino detrás del escenario que no habrá
manera de que la cosa funcione. En el caso de Premios y castigos, sin
necesidad de cuestionar la puesta en escena, queda demostrada esta
teoría: por muy fabulosos que sean (que lo son) lo actores, con un
texto mediocre, ni la parodia nos salva.
Ya
el inicio de la obra nos había dejado un poco descolocados. Lo de
meterse en una sesión de ejercicios interpretativos tiene su gracia,
aunque limitada. Pero las T de Teatre son tan buenas (y mención
especial en esta ocasión merece Marc Rodríguez) que el experimento
no solo no se agota, sino que va creciendo en gracia y complejidad.
La verdad es que hay que poner de tu parte para sacar de lo visto más
que una simple observación de excéntricos en plena rutina, o lo que
es lo mismo, de actores ensayando, pero en cualquier caso hay
momentos bien divertidos y siempre es un placer observar a unos
actores muy dotados en variada exposición de sus recursos. El
problema viene cuando de los ejercicios imitativos pasamos al drama
padre.
Ciro
Zorzoli ha elegido como objeto de escarnio la obra de Florencio
Sánchez Barranca
abajo,
y el problema no es que sea malísima o que no se entienda nada, sino
que no lleva a ninguna parte. Vale, da pie para todo tipo de excesos,
melodramatismos y burlas, pero la atención pronto se dispersa y como
lo que ahora vemos puesto en práctica ya lo hemos visto antes en los
ensayos, tampoco hay nada nuevo que descubrir o que disfrutar. A
veces el tiro es tan fácil que nos confiamos y fallamos en el
blanco, y lo que podría haber sido una suave coña, quizá por
ambiciones intempestivas (se habla en el programa de “qué es
verdad” y todo eso), acaba convirtiéndose en un sinsentido y, lo
que es peor, sin gracia. Quedémonos pues con la primera parte y con
otra lección (aparte de las interpretativas) bien aprendida: texto,
texto, texto.
Uno
de los peores males del mundo teatral es la autocomplacencia. La cosa
empieza en el patio de butacas, antes de que se levante el telón. Si
Cocteau decía que en ningún lugar se oyen tantas tonterías como en
un museo, sería porque lo que se escucha en un patio de butacas
pertenece a otra categoría. Todo dicho de buen rollo. Pero lo peor
es cuando en la escena aparece el “Autor” (no necesariamente de
manera física) y enseguida descubrimos cuánto se gusta. Y que no
hay nadie que le diga, mira, si necesitas un masaje de ego hazlo en
privado. Con Wajdi Mouawad hemos descubierto un nuevo tipo de
autocomplacencia: la del autor que se odia. Y lo malo es que no es
menos penoso. Ese creador que solo piensa en sí mismo y que se
regodea en sus penas. Pasar por esto cada noche tiene que ser duro,
pero ponerlo en escena supone una suerte de exhibicionismo con un
punto obsceno.
En
cualquier caso, si esta purificación estuviera bien expresada,
podría alcanzar el grado de catarsis, tan teatral. Pero nos resulta
difícil creer que el creador de Incendios sea el mismo que el de
este Inflamation du verbe vivre. El espectáculo no empieza mal,
tiene cierto humor y diversos juegos que de primeras son curiosos.
Esta lo de la conversación entre pasado y presente, representación
y verdad, clásico y moderno, todo eso que gusta tanto a los
críticos. Pero llega un momento en el que Mouawad entra en barrena y
ya no sale del espanto. Cuando su personaje alcanza el Hades, el
espectador le acompaña en este viaje al infierno, y no de manera
simbólica. La obra dura dos horas y veinte, pero la sensación es
que es mucho más larga, eterna, que el final nunca se vislumbra. Hay
momentos como cuando los perros o los adolescentes toman la voz, en
los que temes que el autor haya perdido realmente la cabeza. El
espejo que supuestamente tiene que ser el teatro no es ya que tome
una forma distorsionada, es que se quiebra en mil pedazos.
Una
de las manías que más nos molestan en el teatro actual es el de
tomar el nombre de los clásicos en vano. En este caso, al menos
Mouawad no titula su obra Filoctetes,
una de las obras menos conocidas de Sófocles y que el propio autor
dice detestar, y de la que apenas queda un resumen de dos minutos y
una escena recreada en la pantalla. Porque esa es otra, gran parte de
la obra se representa como una filmación con la que el Mouawad
presente interacciona. Como idea no está mal y al principio tiene su
gracia, pero al poco tiempo esta artefacto ya se ha comido toda la
propuesta y por mucho que teóricamente funcione a distintos niveles,
en realidad el recurso pronto se agota. Es lo mismo que pasa con la
intención poética del autor. La poesía puede salvar vidas, pero en
teatro es muy difícil que funcione, y en este caso, por mucho que
duela cuestionar a un autor otras veces tan admirable como Mouawad o
una propuesta tan ambiciosa y con buenas intenciones como Inflamation
du verbe vivre,
la realidad es que nosotros solo queríamos que ese tormento acabara
de una vez. Y, cuando lo hizo, media platea en pie y bravos por
doquier. Lo de siempre.
A
priori se podría pensar que con uno de los grandes textos de Lope de
Vega y un reparto mínimamente profesional, lo demás viene de sí.
Pero en poco tiempo hemos podido comprobar de manera práctica la
importancia de una buena versión y de una puesta en escena que se
sitúe a la altura del proyecto. Porque si hace poco más de un año
vimos una puesta mortal de El perro del hortelano, de esas que te
hacen pensar que el teatro clásico no es para ti (ni para este
siglo), con este montaje de la Compañía Nacional de Teatro Clásico
Helena Pimenta ha firmado el que para nosotros es su mejor trabajo al
frente de la misma, una joya en todos sus aspectos.
Dado
que eso de trasladar la acción a una época aleatoria parece
imprescindible, al menos nos alegramos que en esta ocasión el siglo
elegido haya sido el XVIII, lo que nos permite utilizar calificativos
tan poco apropiados para describir una obra teatral como
“preciosidad”. Pero es que es así, tanto la escenografía de
Ricardo Sánchez Cuerda como el vestuario de Pedro Moreno y la
iluminación de Juan Gómez-Cornejo son una maravilla. Por suerte ya
no estamos en el Pavón, y el Teatro de la Comedia permite a Sánchez
Cuerda desplegar unos decorados casi abrumadores por su profundidad y
riqueza, que sin embargo no son ostentosos, sino de la máxima
elegancia. Y qué decir del trabajo de Moreno, otra delicia para los
sentidos, imaginativo y colorido casi hasta lo pop, o del de
Gómez-Cornejo, capaz de crear ambientes de ensueño envueltos en una
ingravidez metateatral (en el buen sentido).
Pero
esta exuberancia estética se quedaría en nada si no estuviera al
servicio de una obra que es puro gozo desde el principio. Hasta tal
punto que nos pensábamos que tanto tan bueno no podría aguantar
hasta el final. Pero sí. La versión de Álvaro Tato es ligera,
limpia, fluida, y está dicha con seguridad y frescura, demostrando
que Lope puede ser plenamente actual y no una reserva para filólogos.
Con estos cimientos, Pimenta puede jugar a placer, ya sea imprimiendo
un ritmo supersónico cuando la acción lo demanda o una calma
apropiada para los momentos más plácidos. Con una labor de claridad
muy bienvenida en una obra llena de cambios de tonos y peripecias
varias (solo sobran algunos bailecitos perfectamente prescindibles),
Pimenta logra llevar el ritmo de la función con firmeza incluso en
los momentos en los que la trama se dirige sin freno al disparate.
Aunque
seguro que por dentro llevan su cargas (la apariencia de facilidad
solo se consigue tras mucho trabajo), hacia fuera los actores solo
muestran dicha. Qué manera más natural, casi coloquial, de decir
los versos, qué alegría en los movimientos y las replicas, qué
soltura en los cambios de registro. Marta Poveda está fulgurante
desde su aparición y ya no dejará de brillar en cada una de sus
apariciones. Si el resto no estuviera a la altura, se la echaría de
menos cuando desaparece. Pero, al contrario, sus ausencias solo hacen
que cuando reaparece resplandezca con más fuerza. Su caprichosa
Diana es un bombón para cualquier actriz, pero también una bomba de
relojería que puede explotar si no se maneja con cuidado. Poveda
sabe desactivar todas las amenazas y sacar el mayor partido tanto en
sus momentos más cómicos, con un manejo total de la ironía
gestual, como cuando la delicadeza se impone. Eso sí, que no se le
olvide darle las gracias a Moreno, con esos vestidos ya tiene gran
parte del trabajo hecho.
Rafa
Castejón también tiene un personaje de cuidado, ya trepa ya
romántico, al que tira más hacia el lado de la simpatía que de la
doblez. Joaquín Notario está una vez más insuperable, imparable,
con un personaje picaresco que arrasa por donde pisa. Pero la
verdadera sorpresa de la función es Natalia Huarte (aunque ya en La cortesía de España prometía mucho), irresistible en sus escenas
cómicas y con una presencia digna de actrices con mucha más
experiencia. Caso de Nuria Gallardo, como siempre precisa en su
labor, o de Fernando Conde, quien solo necesita un par de
intervenciones para hacerse con el personaje y con el público.
Además, Conde enlaza con la memorable película de Pilar Miró,
perfecta manera de cerrar un círculo virtuoso.
Cuando
de adolescente lees a los existencialistas piensas que eso es la
filosofía, pero no tendrá que pasar mucho tiempo para que te des
cuenta de que eso no es filosofía. Por qué hay gente que llegada ya
la madurez sigue viendo tal fenómeno sin la ironía debida, es un
misterio. Quizá esa pesadez de la nostalgia llegue también a estos
terrenos. En cualquier caso, vista ahora, Escuadra hacia la muerte no
solo sufre de los habituales achaques debidos al paso del tiempo,
sino que su deuda con esa filosofía de bolsillo (a veces da la
sensación de ser un escolio a Sartre, total, solo cambia una letra)
la hace casi intragable.
Porque
no es ya que, pese a las injerencias brechtianas, no haya el más
mínimo distanciamiento, sino que la pomposidad latente en la obra de
Alfonso Sastre está multiplicada aquí hasta niveles por momentos
bochornosos. Es como si a cada momento nos estuvieran diciendo: eh,
atentos que ahora viene algo importante. Pum-pum-pum. Luces, que
ahora llega un momento trascendente. Y, bueno, si lo que nos dijeran
fuera realmente interesante, pues la parafernalia sería secundaria,
pero es que esto no es que haya pasado de moda, sino que quizá de
tanto usarlo ha perdido cualquier valor no ya estético, sino
humanista.
Cuando
a la salida de una obra los comentarios van dirigidos a alabar su
escenografía, aunque esta sea de Paco Azorín, malo. Y es cierto
que, en este campo, el trabajo de Azorín es encomiable, al igual que
el de Pedro Yagüe en la iluminación. Pero, aparte de eso, poco que
destacar en un director que con Julio César demostró que puede
hacerlo mucho mejor. Las actuaciones, en su tono general, sin
necesidad de particularizar, están como varios puntos por encima del
nivel de intensidad requerida, como si hablaran para la platea (en el
mal sentido). También en este aspecto el montaje adolece de
grandilocuencia.
Pese
a lo (aparentemente) pretencioso de su subtítulo, Para
acabar con la cuestión judía,
el principal valor de Serlo o no es su ligereza, tratar un tema
difícil y que crispa como pocos con ironía y sin tomarse las cosas
demasiado en serio, que ya habrá otros lugares y otros momentos más
oportunos para ello. A quien esté medianamente interesado en el tema
(¡el judaísmo!), las cuestiones planteadas incluso le pueden
parecer excesivamente pueriles, pero, por una parte, la realidad nos
demuestra que la ignorancia al respecto supera cualquier (baja)
expectativa, y por otro lado esta ingenuidad le sirve a Jean-Claude
Grumberg para introducir elementos peliagudos casi de tapadillo, como
quien no quiere la cosa. De una manera que se podría calificar de
pedante (en su sentido primero), las lecciones de Grumberg nos sirven
para, si no acabar con la cuestión, al menos quitarle dramatismo.
Aunque
su centro de interés muy diferente (pese a lo que diga algún
crítico o Richard Brooks, antisemitismo y homofobia no son
equivalentes), Serlo
o no
me recordó al estilo de Alan Bennett: irónico, brillante, fácil de
tratar... Como suele pasar con los textos de Bennett, el de Grumberg
parece poca cosa, casi intrascendente. Y no haría falta ahora
invocar las excusas habituales: que si detrás de esa apariencia
ligera hay unas implicaciones profundas, que si bajo la levedad de
los diálogos se esconde un mensaje de tolerancia o la gran palabra
que más convenga. De hecho, cuando en su parte final el tono da un
giro dramático, pierde parte de su encanto sin como contrapeso ganar
en hondura. Preferimos quedarnos con la comedia elegante, sencilla y
chispeante con la que habíamos disfrutado hasta entonces.
Antes
de dejarse llevar por la emoción, Josep Maria Flotats había servido
un puesta en escena también natural y fluida, a pleno servicio del
texto. Y, una vez más, de su exhibición como cómico. Flotats es
inimitable (aunque sí es parodiable), nadie actúa como él, con esa
gestualidad tan francesa, esa forma tan particular de hablar (como
los grandes actores, sin recitar, como si sus réplicas se le
ocurrieran en el instante). Da igual cuál sea el método o si, al
contrario de lo que pasa con su puesta, hay cierta falta de
naturalidad, lo que importa es que el resultado es efectivo y que el
humor presente en el texto de Grumberg se multiplica gracias a la
interpretación de Flotats. Como bufón sufrido, Arnau Puig mantiene
el tipo frente a Flotats y aporta una comicidad más física y
directa que en lugar de desequilibrar suma.
Como
dice Simon Garfield en Postdata.
Curiosa historia de la correspondencia,
parece que cada vez que sale el tema de las relaciones epistolares,
alguien cita 84
Charing Cross Road.
Así que, hala, ya está nombrada. Pero, aparte de esta inevitable
evocación, a mí Cartas de amor me recordó a El
fantasma y la señora Muir.
Y no es que la genial película de Mankiewicz tenga algo que ver con
las cartas, pero la relación entre Andy y Melissa tiene algo de
fantasmal, de intangible, como si estos dos personajes nunca hubieran
llegado a tocarse. La decisión de David Serrano de mantener en todo
momento a los actores separados, sin que ni tan siquiera se crucen
las miradas en casi hora y media de función, aunque quizá tenga una
motivación que esté más relacionada con las limitaciones físicas
que con una idea conceptual, incide en esta aproximación espiritual,
contada desde el más allá. Porque, y no queremos adelantar
acontecimientos, en el fondo se trata de la conversación con un
fantasma, la rememoración de un pasado construido juntos desde la
distancia.
Pese
a sus limitaciones, no es de extrañar que el texto de A. R. Gurney
siga representándose en todo el mundo casi treinta años después de
su estreno y que adivinemos a este montaje un enorme éxito de
público. Es lo que se suele considerar como una “bonita historia”,
bien narrada, con humor, melancolía y romanticismo. Pero para que un
género tan difícil como el epistolar se eleve por encima de sus
restricciones tiene que haber un fuerte subtexto, un juego de
sobreentendidos que disocie la palabra escrita de la intención. Una
obra maestra en este sentido es Lady
Susan,
de Jane Austen (curiosamente, según el mismo Garfield, una pésima
escritora de cartas), en la que el lector puede sacar sus propias
conclusiones sobre la perversidad de su protagonista a pesar de las
declaraciones aparentemente siempre bienintencionadas de esta. En
Cartas
de amor
lo que oímos es lo que hay, y está muy bien, pero se queda corto.
En este mismo sentido, la puesta de Serrano es igualmente concisa
(por cierto, ¿dónde hemos visto la misma escenografía de bombillas
que se van apagando?). Pero esta sencillez no impide que el montaje
funcione a la perfección, con un ritmo muy bien graduado (ahora
reposo, ahora aceleración) y buenas dosis de humor. La verdad es que
al principio pensé que la obra podría hacerse un poco larga, como
en Nueve
cartas a Berta,
donde acababas pensando que sobraban dos o tres, pero la realidad es
que en ningún momento se hace pesada ni da la sensación de
alargarse.
En
cualquier caso, el texto ya podría ser el mayor bodrio de la
historia, que estando ahí Julia Gutiérrez Caba y Miguel Rellán, el
resultado habría sido igualmente fascinante. Si por separado ya son
la bomba, suponemos que su interactuación habría provocado una
fisión nuclear, así que quizá casi mejor mantenerlos un poco
alejados en el sofá. No es ya que no utilicen maquillaje o recursos
escénicos, lo que habría sido bastante ridículo, es que no hay en
ellos ningún propósito de imitación, y sin embargo pasan de la
niñez a la vejez, pasando por la adolescencia y la madurez, con una
veracidad genuina. Rellán está como siempre, relajado, natural, con
una capacidad intrínseca para provocar simpatía y buen ánimo. Su
Andy pasa de la inocencia a la hipocresía en una evolución
totalmente creíble; cuando se convierte en un modelo, enseguida
descubrimos su cara humana, cuando se enfada sabemos que es de
verdad, y que pronto recuperará su alegría. A veces el personaje
puede caer en el arquetipo, pero jamás Rellán, que dota a Andy de
unas capas y un desarrollo que no están en el texto. Y lo de
Gutiérrez Caba es digno de estudio... paranormal. ¿De dónde saldrá
esa elegancia, ese saber estar, ese poder de fascinación? Sin duda,
no es algo que se estudie, pero tampoco puede ser espontáneo. Pocas
actrices hemos visto con tanta clase (quizá solo a Norma Aleandro),
capaz de decir “mierda” y que parezca que te está diciendo
“cariño”, capaz de transmitir una gama infinita de matices y
sentimientos sin apenas exteriorizarlos, que sepamos todo lo que pasa
por su cabeza sin que abra la boca. Sí, ni tan siquiera el mayor
bodrio de la historia, sueltas a Rellán y Gutiérrez Caba en un
escenario y sin que digan una sola palabra, ya te estarían dando una
lección de teatro.
No
es por presumir, pero cada vez sé menos de teatro (parafraseando a
Vázquez Cereijo). Sin ir más lejos, la semana pasada fuimos a una
obra que han visto millones de personas en todo el mundo con
aclamación general y que a nosotros nos dejó totalmente fríos. Por
eso, si alguien nos pidiera que explicáramos qué es el teatro, lo
tendríamos difícil para encontrar una definición, pero sin embargo
la demostración práctica sería sencilla: el teatro es Incendios.
Muchas veces nos hemos preguntado por qué sigue habiendo gente que
escribe teatro y, quizá todavía más misterioso, por qué sigue
habiendo gente que va al teatro. Pues bien, Incendios también es la
solución a estos enigmas: porque esperamos que se produzca este
milagro, esa obra en la que todo cobra sentido, en la que la historia
y la vida se presenta ante nuestros ojos de una manera que ni la
literatura y ni tan siquiera el cine podrían hacerlo.
Ahora
llega el momento de confesar otra incapacidad: ¿cómo hablar de una
obra como Incendios,
tan ambiciosa, tan compleja, tan rica que parece infinita? Ni tan
siquiera yendo escena por escena podría alcanzar la perspectiva
suficiente para establecer una visión que haga justicia al desafío
planteado por Wajdi Mouawad. Ni tan siquiera puedo decir: “para
empezar”, porque la historia de Incendios
es una de esas historias que no parecen tener principio ni fin. Pese
a estar perfectamente localizada (y eso que en ningún momento hay
mención explícita a lugares concretos), la tragedia de Incendios
es atemporal y universal, no en vano enlaza de manera obvia con la
tragedia griega y transforma una historia particular en una mitología
que nos ha acompañado siempre y que sigue marcando nuestra forma de
entender el mundo.
Si
tuviera que elegir un tema como el centro de la obra, sin duda este
sería el de la verdad, el de su búsqueda y su capacidad para volver
el mundo del revés. Según el viejo adagio, la verdad siempre es
revolucionaria, pero en este contexto la revolución significa
trastocar de manera definitiva nuestra posición ante la vida. La
Verdad y la Historia, convertidos a través de la experiencia de las
personas que habitan Incendios
en la verdad y la historia, conceptos abstractos transformados en
puñetazos directos que seremos incapaces de evitar. Al escribir esto
no puedo evitar pensar en una de las personas que mejor me ha
enseñado en qué consiste el teatro: Juan Mayorga (algunas
referencias matemáticas en Incendios
hacen todavía más evidente esta conexión). Como pasa con las obras
de Mayorga, Incendios
obliga al espectador a involucrarse de manera total ante lo que está
viendo en el escenario, a dejarse llevar y convertirse en un
personaje más con la obligación de completar la experiencia. Pero
existe una gran dificultad para poder penetrar en este mundo: la
violencia que explota ante nuestra mirada. La novela de Mouawad Ánima
es una de las experiencias lectoras más brutales que he padecido,
obligando en más de una ocasión a saltarse párrafos enteros debido
al salvajismo de sus descripciones. Esta violencia también está
presente en Incendios,
pero en esta ocasión es imposible apartar la mirada del escenario,
porque queremos saberlo todo, aunque duela. Lo que vemos no es solo
doloroso porque somos humanos y no podemos permanecer ajenos a la
tragedia de unos semejantes, sino porque también nosotros estamos
incluidos en esta invitación a reflexionar e interiorizar el drama.
Una
obra con la grandeza de Incendios
necesita una puesta en escena a la altura, y pocos hombres de teatro
hay tan capacitados como Mario Gas para hacer frente al envite. La
multitud de niveles a los que funciona Incendios
hace de su ejecución un difícil juego de equilibrios en los que,
con que falle un eje, todo el montaje se viene abajo. No se trata ya
solo de lograr la convergencia de espacios y tiempos, sino de
alcanzar una fluidez que dé unidad y coherencia a una historia que
puede salir disparada en cualquier dirección. Y lo que consigue Gas
es que la complejidad de la obra se transforme en pura sencillez, que
los afluentes desemboquen con perfecta naturalidad, que todo sea
comprensible. Apoyado en una escenografía de apariencia simple obra
de Carl Fillion y Anna Tussell, unos vídeos perfectamente integrados
de ÁlvaroLuna y una iluminación precisa de Felipe Ramos, el
escenario se transforma en un campo de batalla, un cementerio del que
es necesario escapar para alcanzar la vida. Y Gas sitúa al
espectador en el centro de esta tragedia, sin permitirle ni un
segundo de sosiego durante las tres horas de función. Si en el
teatro todo es metáfora, en este Incendios
hasta las metáforas tienen alma.
Pero
la dirección de Gas no se queda en la puesta en escena, solo su gran
labor puede explicar el extraordinario nivel de todas las
interpretaciones, de los actores que ya son mitos en sí y de
aquellos que no conocíamos. ¿Qué se puede decir de Ramón Barea o
Nuria Espert? Tópico: que solo por verlos ya merecería la pena
pagar la entrada. Hipérbole: que sus interpretaciones permanecerán
para siempre. Pero es que así lo sentimos, más allá de que
Incendios
sea una de las grandes obras de lo que llevamos de siglo XXI, este
montaje permanecerá como una de las cumbres interpretativas de estos
actores a los que no les faltan momentos de gloria. Y, como decíamos,
el resto del reparto no se queda atrás. Llenos de fuerza (¿cómo
terminarán después de cada función? Representar Incendios
debe de ser más duro que estar tres horas remando), de profundidad,
de matices, los actores de Incendios
lo ponen todo para conseguir que esta obra sea todavía más que una
excelente obra de teatro. Lo que decía, hacen que Incendios
sea el teatro.
Qué
sería del espectador teatral sin las listas. En esos momentos en los
que ya no sabes cómo ponerte, cuando la insondable profundidad del
tedio parece haber alcanzado cotas hasta entonces desconocidas,
siempre queda el recurso de hacer listas. De lo hecho y de lo por
hacer, de actores por países, de alimentos por colores... Por eso no
será difícil identificarse con la protagonista de La lista, aunque
lo normal es que la manía no llegue a los límites aquí
escenificados. Porque esta mujer no se conforma con la carga de
tener que llevar a cuestas un desorden (qué paradójico)
obsesivo-compulsivo, sino que la angustia que sufre por no poder
controlarlo todo, incluso lo que parece ir más allá de sus
capacidades, le provoca una continua sensación de incapacidad, de
frustración, de culpa.
Normalmente
no somos muy amigos de este tipo de personajes, más por cansinos que
por otra cosa. Cada uno tenemos lo nuestro y que nos vengan con
historias, bien en modo exhibicionista, bien en modo redentor, suele
revelar un interés más bien morboso o patológico. Pero por suerte
Jennifer Tremblay evita todos los tópicos del género y muestra una
distancia y una capacidad para la disección que va al centro del
asunto (la obra apenas dura una hora) sin caer en el sentimentalismo
ni el rasgamiento de vestiduras. Casi toda la representación es
presa de una frialdad todavía más chocante dada la dureza de lo
expuesto, y de una casi total ausencia de humor, que también solemos
ver como una carencia, pero que aquí está plenamente justificada.
Javier
G. Yagüe coreografía la puesta en escena para que su protagonista
no esté ni un solo momento sin nada que hacer, lo que no impide que
piense, que ser reconcoma, que sufra sin disimulos. Aquí la
inquietud es literal: la protagonista no puede estarse parada. La
escenografía está repleta de chismes, cuyo uso da un ritmo
constante a la función, sin que estorben ni distraigan del punto
fuerte de la obra, la actuación de Frantxa Arraiza. Su
interpretación puede parecer más fruto de la composición que del
desgarro interno, pero esta opción es totalmente coherente con el
tono elegido para la obra. La vida en escena está ahí, con todo su
dramatismo, con ese calvario personal que se transmite a cada uno de
los espectadores. Pero Yagüe y Arraiza han preferido optar por la
contención, que la profundidad de la desolación llegue no por medio
de la expresión, sino de la mucho más complicada comprensión.
En
realidad es mejor ni tan siquiera mirarlos. Porque lo habitual es que
los textos que los directores redactan para los programas de mano
sean torpes intentos propagandísticos, colecciones de tópicos o
desalentadores demostraciones de incapacidad. Vamos, lo mismo que las
críticas teatrales. Pero en el caso de caer en la tentación, lo
mejor es leerlos después de vista la función (no por temor a
destripes, sino a que te entren ganas de salir corriendo antes de
tiempo), que es precisamente lo que he
hecho hace un rato, antes de ponerme a escribir. Y me encuentro con
que Israel Elejalde dice ahí, con sus propias palabras, muchas cosas
de las que yo iba a decir aquí con las mías. Eso no se hace, señor
Elejalde, encima de grandísimo actor y ahora vemos que prometedor
director, resulta que también es un comentarista preciso. Quiere
todo para él.
Pues
sí, diré casi reducido a subrayar las palabras del director, Idiota
es una obra estupenda, en la que Jordi Casanovas se muestra sumamente
inteligente sin exhibirse. No solo los brillantes diálogos, sino la
férrea construcción, y la progresión exponencial son señales de
que el autor no se ha limitado a dejarse llevar por una buena idea,
sino que detrás hay un concepto muy claro. Porque en la primera
mitad el espectador (¡exigente!, diría uno de esos programas) se lo
está pasando bomba, pero le reconcome algo. «Esto
es muy divertido, pero ¿no hay nada más?»
Luego resulta que sí, y el espectador, que es muy impertinente,
dice: «ah,
vale, ya sé por dónde tiras. Pero no me vas a echar ahora el
sermón, ¿no?»
Por suerte, Casanovas se salta este impulso moralista que lastra a
la gran mayoría de los autores actuales (rectificamos: de los
adaptadores actuales) y mantiene el fondo del asunto donde debe
estar, en segundo plano. En este sentido, no deja de ser
significativo el contraste entre el tiempo dedicado a la resolución
de los enigmas intrascendentes (esos juegos mentales tan adictivos) y
el breve lapso que permite (tanto al protagonista como a los
espectadores) para resolver la clave cuestión moral que se plantea.
Si
gran parte de los adaptadores habrían caído en la explicitud, qué
decir de los directores, ansiosos por marcar su huella y dejar claro
al espectador de qué lado están (y de cuál deberían estar ellos).
Sin embargo, Elejalde, haciendo de la discreción virtud, se muestra
aquí tan comedido como lo ha estado a lo largo de toda la puesta en
escena. Se nota que ha tomado buena nota de los grandes directores
con los que ha trabajado, Rigola sin ir más lejos, e imprime a
Idiota,
un texto puramente teatral, de un empaque cinematográfico, con un
vivaz ritmo que nunca decae y un irreprochable gusto por el matiz y
la sutileza. El brutalismo de la escenografía de Eduardo Moreno y la
a la vez realista y expresionista iluminación de Juanjo Llorens
contribuyen aún más a dotar a la obra de una mezcla entre retrato
naturalista y experimento de ciencia ficción que tan a favor juegan
de la comprensión conjunta de una obra más compleja de lo que
podría parecer.
Cómo
no, otro de los puntos fuertes de la función está en sus
interpretes. Gonzalo de Castro podría haber caído fácilmente en lo
paródico, en un personaje hecho para la burla y para alimentar el
sentimiento de superioridad, tan gratificante. Pero, sin perder su
vis cómica, logra hacer a su personaje mucho más humano, más
cercano a nosotros, en sus miserias y sus dudas, en su incapacidad
para actuar incluso después de haber pasado por su particular
anagnórisis. El personaje interpretado por Elisabet Gelabert también
corría riesgo de convertirse en un arquetipo (es alemana, con eso
está todo dicho), pero si Castro es expansivo, Gelabert es
intrusiva, un ser maléfico que tiene en su aparente inanidad una
capacidad de destrucción masiva. He ahí otro mensaje subliminal que
nos deja esta magnífica obra. La temporada empieza a lo grande.
Con
la excepción de las películas de submarinos, quizá no haya
subgénero cinematográfico más temible que el de las películas
sobre monjas. Por eso hace falta contar con el aval del Teatro Guindalera para que nos atrevamos con una obra como Fuga mundi. Y,
como era de esperar, la apuesta tiene su recompensa: pese a que Mar
Gómez Glez en ningún momento se arredra ante las implicaciones más
trascendentes, en Fuga mundiprima el humanismo más cercano, la
historia de una mujer libre que tiene que hacer frente a su peor
pesadilla, la sumisión y la pérdida de su ser. A partir de una
historia que evoca las leyendas becquerianas, la autora es capaz de
dibujar unos personajes complejos y profundos en los que el conflicto
se manifiesta de manera precisa y tan apasionada como reflexiva. De
igual manera, no es casual que la obra se sitúe en el momento de la
expulsión de los moriscos, pero aunque las relaciones con la época
actual son obvias, Gómez Glez no incide en paralelismos forzados,
sino que también en este terreno se mueve con ternura y comprensión,
como ejemplifica la cervantina cita final.
Como
es habitual en el teatro de Juan Pastor, destaca la sencillez y la
claridad de lo expuesto, sin subrayados ni melodramas, pero con una
fuerza expresiva que es mucho más poderosa precisamente por su
contención. Palabra por palabra, los mismo se podría decir de la
actuación de María Pastor, que una vez más demuestra ser una de
las mejores actrices actuales. Gómez Glez le proporciona un texto de
una calidad impecable en su solidez literaria, pero no se olvida de
que el teatro no son solo palabras y deja campo abierto a la
expresión mucho más profunda de los sentidos y los sentimientos,
que van desde la frustración al éxtasis, pasando por las más
diversas moradas del alma. María Pastor devuelve la gentileza
demostrando hasta dónde pueden llegar los límites de la
interpretación, llevándose junto a ella al espectador más
incrédulo. Su Juana es una especie de Camille Claudel del siglo
XVII, una artista incapaz de sufrir las limitaciones a las que se ve
constreñida debido a su sexo y a la moral imperante, que busca la
sublimación a través de la creación y que deberá mantener la
mente abierta para encontrar la aceptación en los lugares más
inesperados.
Si
Juana se rebela ante las imposiciones, la Prudencia de Chusa Barbero
parece haberse resignado hace tiempo. Pero Barbero consigue que su
personaje no sea percibido como una víctima. Ha sido derrotada hace
tiempo, cierto, pero no se arrepiente de nada ni se resigna, para
ella el campo de batalla está en otra parte. Es difícil transmitir
tanta vivencia y tanta viveza a través de un personaje moldeado de
una pieza, pero Barbero lo consigue con una solidez que consigue
tallar a su gusto. Todavía más escultórico es el personaje de
Anaïs Bleda, quien tiene que jugar con el complicado papel de
símbolo y que logra salir airosa gracias a su dulzura y ligereza.
Todo lo opuesto a María Álvarez, la impetuosa aristócrata que
encarna la hipocresía y la beatería, a la que muy hábilmente
Álvarez sabe dotar de humor y de un empuje irrefrenable.
Mientras
disfrutábamos de Fuga mundi era imposible no pensar en los
paralelismos entre el convento que se derrumba y el mismo teatro en
el que estamos viendo la representación, que al parecer está
abocado a su cierre cuando terminen las representaciones de esta
obra. Que cierre cualquier teatro es un drama, pero que lo haga la
Guindalera, refugio de la calidad y el buen gusto, es una tragedia.
Sabemos que la fe no es suficiente, pero no nos resignamos a la
fatalidad: tanto talento y tanto amor por el teatro no pueden
desaparecer como si nada hubiera pasado.
Ir
con cierta frecuencia al teatro propicia que, con un poco de suerte,
algunas veces vivas una experiencia sublime (qué difícil es hablar
de esto sin caer en la pomposidad: ¡catarsis!). Pero,
lamentablemente, lo normal es que el espectador tenga que apechugar
con una gran cantidad de tonterías de difícil digestión. De hecho,
no hace mucho en este mismo teatro tuvimos que sufrir uno de estos
espectáculos bochornosos que hacen que te replantees si merece la
pena, si el castigo no es demasiado duro para la ilusión. Por eso
una obra como Battlefield, aunque quizá no logre el punto de
excelencia de otros montajes de Peter Brook, sirve como medio de
purificación. La metáfora viene sola: ver Battlefield
es parecido a sumergirse en el Ganges y salir como nuevo.
Frente
a la monumental Mahabharata,
de la que solo conocemos la versión televisiva, aquí nos
encontramos con una versión de cámara, más lírica que épica. Por
eso quizá habría sido más apropiado una sala más íntima, de
dimensiones más humanas. Después de todo, la función remite a esas
imágenes atávicas de un relato narrado a la luz del fuego. En
cualquier caso, haciendo abstracción de todo lo que nos rodea, y sin
que tampoco sea demasiado necesario seguir todos los avatares de la
historia que se nos está contando, es fácil dejarse llevar por la
sencillez y la delicadeza marca de Brook. Los actores, que empiezan
con un estilo casi bressoniano, pasan con total naturalidad a un
estilo más “dramático”, y las fábulas, que pese a su exotismo
nos llegan de una manera directa, embaucan precisamente por su
simplicidad.
Y
es que en todo momento nos surgen referencias a un teatro que nos es
más cercano, desde las tragedias griegas a Shakespeare, y sin
embargo en algunas ocasiones nos da la sensación de estar
presenciando más un espectáculo de magia que teatral. Porque lo que
siempre logra Brook es que percibamos lo que estamos viendos como
algo que nos atañe personalmente, es como si su puesta en escena no
fuera una intermediación entre el texto y el público, sino una
invocación que consigue proyectar ante nuestros ojos unas historias
que siempre han estado ahí, aunque no hayamos sido capaces de
percibirlas. Cuando llega el final y todo se ha acabado, todavía
permanece la resonancia, el eco de una historia que nunca terminará.
Por
fin hemos descubierto el secreto de los musicales: hay un tipo de
público al que ya puedes echarle la canción más lamentable
interpretada por el cantante más delirante (o viceversa), que seguro
que aclama como si estuviera ante un Caruso redivivo. Así que ni te
cuento si pones una canción detrás de otra. Esto debe de tener una
causa neurológica que se puede pedestrizar con un “cada uno tiene
sus gustos”, explicación que aplicaremos a este montaje de La villana de Getafe, para nosotros un despropósito desde su concepción
hasta su materialización, desde la primera escena hasta la última,
pero que en general el público de nuestra función acogió con
regocijo continuado y alborozo en la culminación. En realidad, esta
divergencia de criterio no nos debería importar, allá cada uno con
sus vicios, el problema es que hemos detectado el mismo pecado que
ya percibimos en el Hamlet montado hace poco en este mismo teatro y
que sí que nos parece que debe ser combatido: la irreverencia.
Porque, de acuerdo, está muy bien la iconoclastia y la frescura,
pero lo que le hacen Yolanda Pallín (¿por qué?) y Roberto Cerdá
al pobre Lope está muy cerca del delito. Si quieren hacer un Muñoz
Seca, que se lo fabriquen ellos, pero que no pongan bombas a nuestros
clásicos.
Las
inversiones conceptuales comienzan muy pronto, cuando se intenta
colar como atrevimiento lo que es obscenidad. Y vale que esto puede
sonar a beatería, pero no se trata de una crítica moral, sino
estética: enseguida vemos que va a ser todo el tono de la obra, en
lugar de la pretendida modernidad, lo que la obra transmite es
vulgaridad. En lugar de comicidad, zafiedad. Como indicador evidente
de teatro desfasado, la obra ha sido trasladada a una actualidad en
la que nobles
y villanos se convierten en pijos y chonis y los escenarios se
vuelven contemporáneos porque sí, recurso totalmente innecesario y
chirriante. Es que ni tan siquiera podemos llegar a comprender cómo
alguien con la trayectoria de Pallín se ha prestado a meterse en
esta degradación, incluso introduciendo algunos versos propios de
intención “actual” pero que molestan sin aportar. Y este es
también el principal pecado de la puesta en escena: Cerdá mete
muchísimas cosas, chismes, transparencias, cuarenta mil veces el
recurso del foco para los apartes, tres millones de veces los gestos
“característicos” (que, sorprendentemente, algunos miembros del
público celebraban cada una de las tres millones de veces)...
incluso parece que hay una sobreabundancia de personajes y una trama
que, ya de por sí complicada, se enreda hasta lo indescifrable,
porque todos estos añadidos en realidad no aportan nada. Es como el
reverso de una puesta en escena limpia y que juegue a favor del
texto.
Y
eso que suponemos que la intención habrá sido atraer a un público
joven a los clásicos. Quizá, dada la reacción a la que asistimos,
hayan acertado. Pero en nuestra opinión esto es hacer trampas,
buscar atajos, nada que ver con otras excelentes propuestas de la
Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico como El caballero de Olmedo o La cortesía de España. Ni tan siquiera una de las
principales razones de ser de este tipo de producciones cumple sus
objetivos, pues las interpretaciones quedan en muchos casos
desvirtuadas por una dirección que lleva hacia la parodia lo que
debería ser alta comedia (¿cómo va alguien a creerse que Inés se
puede enamorar de un... bueno, no hay otra forma de decirlo, de un
gilipollas integral como Don Félix?). Dentro de este elenco tan
irregular, destacaríamos a Ariana Martínez, muy en plan Rose Byrne
cuando clava sus personajes de bicho, y sobre todo a Paula Iwasaki,
que se sobrepone a varias zancadillas para componer una potente Inés,
digna ella sí de Lope (y de nosotros, por qué no decirlo).
Antes
de ir a ver una obra de Juan Mayorga es conveniente prepararse bien:
dormir como mínimo ocho horas más siesta, alimentarse con productos
sanos y nutritivos e incluso hacer algo de ejercicio: ir andando al
teatro, por ejemplo. Vamos, para el aficionado teatral es el
equivalente a jugarse la Liga. Porque sabes que si te dejas, podrás
disfrutar de una buena tarde de teatro en el sentido clásico, pero
si quieres estar a la altura, también tú tendrás que poner lo
mejor de ti, máxima concentración y un estado de alerta permanente
para no perderte ninguna pista. Luego el resultado puede ser como
este comentario, incapaz de ejecutar un análisis como el que se
merecería. Pero al menos lo hemos intentado, como se consuelan los
perdedores.
Una
vez ya en el teatro, el choque que se experimenta es inmediato. El
punto de partida de Animales nocturnos es a la vez tan sencillo y
primario que apela a un sentimiento que escapa a cualquier intento de
racionalización. La idea genial de Mayorga (de esas que solo después
de expuestas parece evidente) es convertir a un marginado, un
mediocre, en un persona con el control sobre existencias ajenas
gracias a una ley bárbara e inhumana. El hombre bajo insiste en que
su intención no es humillar, en que siempre respetará los derechos
del otro (como suelen proclamar esas leyes tan benévolas), pero lo
que en realidad está haciendo es convertirse en el amo de un esclavo
que debe estar siempre a su disposición, aunque sea para realizar
las tareas más nimias.
Ante
la injusticia, solo cabe la sumisión o la rebelión. Y ese será el
punto sobre el que bascule toda la obra, con unas posturas que
encarnan el hombre y la mujer altos, sin que los personajes se
conviertan en muñecos inanimados (sin alma), pero a través de los
cuales queda clara la disyuntiva que obliga a elegir, a definirse, a
ser. Y es aquí donde se produce uno de esos ensanchamientos que
hacen de Mayorga un autor extraordinario: el hombre alto, pese a
sufrir esta reducción en su libertad y situarse en una posición de
inferioridad, también encuentra en el hombre bajo algo parecido a un
amigo, un enemigo íntimo, podríamos traducir la situación. Ni tan
siquiera se trata del síndrome de Estocolmo, sino de una compartida
sensación de desamparo que iguala lo que la ley ha intentado
convertir en estratificación.
La
complejidad de la obra se ve enriquecida con la participación de las
mujeres, que al mismo tiempo que permiten conocer la intimidad de los
hombres, tienen sus propias vicisitudes. Si el hombre alto expresa la
rendición, el asumir las propias limitaciones para conformarse con
lo que hay, la mujer alta se enfrenta a lo inevitable (¿determinismo
vs. libre albedrío?). Para ella está claro que es preferible la
explosión que la decadencia, la esperanza quizá baldía en la
libertad que la capitulación ante el poder. La mujer baja realizará
un viaje repleto de vaivenes, pero en su caso la energía que le
queda para romper con todo no será tan fuerte como para dar el paso
definitivo, para ella será suficiente con un cambio superficial para
que la estabilidad la permita seguir tirando.
Frente
a ese vendaval que fue Reikiavik, el tempo elegido por Carlos Tuñón
para Animales
nocturnos
es pausado, reflexivo, incluso por momentos cae en la quietud
contemplativa, como si quisiera transmitir las mismas sensaciones que
tienen los personajes cuando visitan zoo. Se trata de una opción
válida, pero el verdadero problema viene con los continuos cambios
que requiere la escenografía, que resulta un poco artificiosa. Está
bien la idea de esos compartimentos que van desplegando diversos
artilugios según las necesidades, pero estéticamente queda un poco
chocante lo de meter a los personajes en cubículos tan pequeños (y
la implicación simbólica es redundante) y respecto al ritmo de la
función perjudica el libre fluir por las necesidades técnicas.
Pablo
Gómez-Pando es un hombre alto (qué raro suena dicho así) enérgico
hacia fuera y casi hundido hacia dentro, alguien que ha sido y que
espera ser, pero que de momento solo puede estar, que es a la vez un
derrotado y la figura que el hombre alto envidia. Gómez-Pando logra
que sus momentos de expansión tengan un aire impostado sin ser
sobreactuados, mientras que en los momentos más íntimos transmite
desazón con un fondo de resistencia que se va apagando. Jesús
Torres es un hombre bajo de esos que transmiten frialdad y temor sin
aspavientos, sin mostrar la más mínima emoción, uno de esos
personajes que te ponen nervioso con su sola presencia. Viveka
Rytzner, por el contrario, es emoción a flor de piel, insatisfacción
perpetua y ganas de mejorar. En una obra en la que subyace el
concepto de imaginación y creatividad como uno de sus elementos más
misteriosos (la capacidad de la palabra para crear realidades), la
mujer alta de Rytzner es la manifestación más tangible. Al otro
lado, Irene Serrano es como un fantasma, una mujer sumida en la
depresión, que trata de recuperar una ilusión que quizá jamás
existió y que solo podrá construir su futuro transformándose ella
misma en carcelera, junto a su hombre ideal.
Al
llegar al Matadero nos esperábamos un teatro a reventar: Claudio
Tolcachir de nuevo en Madrid, un reparto sólido y popular, un tema
apasionante... y sin embargo la sala estaba solo algo más que medio
llena. Paranoia: la obra es un desastre y la voz se ha corrido sin
que, una vez más, nos hayamos enterado de nada. Hora y media
después, esta explicación quedaba descartada: Tierra del Fuego es lo
mejor que hemos visto en mucho tiempo. Así que más allá de
achacarlo a una mala tarde, a que la gente estaría recuperándose
del maratón (sobre todo los no participantes), a problemas
informáticos (siempre se les puede echar la culpa), quizá la
cuestión sea que el tema tratado es demasiado incómodo
(conversación captada a la salida: “está bien, pero prefiero las
de reírme” y gran réplica “pues yo prefiero las de pensar”).
Además, osadía de Mario Diament, Tierra
del Fuego
no solo trata el tema conflictivo por excelencia, sino que lo hace
sin ponerse de parte de nadie (lo que no equivale a ser pusilánime,
sino a amplitud de miras), no se trata de una obra para reforzar
convicciones, sino para hacernos dudar.
Porque
en el conflicto entre Israel y Palestina todos tienen razones, pero
todos están equivocados. Incluso quienes se sitúen en las
posiciones más moderadas, que en este caso son las más impopulares,
no pueden evitar ponerse del otro lado y admitir que sí, que motivos
no faltan para la indignación y la ira, que nos hemos convertido en
todo lo que odiábamos y que de seguir así la destrucción no
llegará desde fuera, sino desde dentro. Porque la historia (que
debería ser borrada si queremos seguir adelante) es de una
complejidad que hace inútiles las toneladas de libros que se han
escrito al respecto, que nos llevan a Babilonia y más allá para
decirnos cómo hemos llegado hasta aquí, pero que son incapaces de
llegar a la verdadera raíz, la que hay en cada corazón. Una
historia tan compleja que sin embargo puede resumirse en una canción.
Porque parece que este infierno jamás tendrá solución, que siempre
ha existido y que la paz nunca podrá firmarse, pero si estudiamos
racionalmente los problemas vemos que ninguno debería ser un escollo
definitivo, que el entendimiento, si se dejan aparte supersticiones
(como la religión) y agravios mitificados, siempre es posible.
Todas
estas reflexiones y muchas más surgen a cada momento, durante y
después de Tierra
del Fuego.
Y es que puede parecer que sobre este tema ya lo sabemos todo, que
nuestras posiciones son firmes, que lo que nos van a contar son
tópicos o idealizaciones. Pero en realidad Diament se sitúa un paso
por delante del espectador, él sabe todo esto mejor que nadie y por
eso ha decidido dejarse de teorizaciones e ir en busca de las almas,
aparcar estereotipos y presentar personas reales, con sus
contradicciones, con sus heridas, pero también con su ilusión.
Aunque quizá lo que hace de Tierra
del Fuego
una propuesta extraordinaria es que este sensibilidad a flor de piel
está encauzada a través de una puesta en escena que diríamos
perfecta. Tolcachir domina el tempo teatral con una soltura
magistral, logrando una fluidez natural a través del artificio
invisible, transmitiendo los pensamientos más profundos con una
sencillez asombrosa. Es como si la dureza de lo que estamos viendo
nos llegara de la manera más melodiosa posible, un puñal clavado
con delicadeza suprema.
Si
para el espectador puede ser duro aunque reconfortante asistir a este
espectáculo, para Alicia Borrachero estás sensaciones se deben de
multiplicar. Yael, su personaje es de una complejidad psicológica
que hace difícil encasillarla. Heroína, traidora, víctima,
culpable, pero también mujer, madre, hija, y abandonada, sola. Sería
fácil convertirla en una metáfora (de Israel) o en un concepto (la
izquierda israelí en retirada), pero por suerte es un ser humano, y
como tal lo encarna Borrachero, que además de tener que recorrer un
camino tan pedregoso lo debe hacer manteniendo una continuidad
interrumpida por la estructura no lineal de la narración.
Si
Tierra del Fuego
comienza con un batiburrillo de voces que hace imposible entender
nada, poco a poco los argumentos se van delineando y la comprensión
prevalece (lo que podría ser un resumen apresurado y reduccionista
de la obra). Esta consideración general se manifiesta más
claramente en la relación entre Yael y Hassan, el personaje
interpretado por Abdelatif Hwidar. También en él encontramos una
figura poliédrica, extraordinariamente definido por Diament a través
de diversos episodios. Arrepentido pero no rendido, consciente de su
enorme culpa, pero también de que esta no puede borrar todo lo
demás, consciente de su falta pero también de las de los demás,
Hwidar posee una tristeza en su mirada que no se puede impostar,
capaz de abrasar al espectador más reticente.
Si
en cada escena el público va trasladando su fidelidad a cada uno de
los intervinientes, quizá el con quien más fácilmente se puede
identificar es con Ilán, personaje interpretado por Tristán Ulloa,
un israelí comprometido con la paz, pero hasta cierto punto. Porque
es muy difícil asimilar el paso siguiente, es mejor hacer como si,
complacerse en sus propias convicciones y hacer lo que se pueda, que
no es mucho. Porque es muy difícil llevar hasta las últimas
consecuencias lo que se cree, pero no se atreve a hacer. Por eso Yael
sí es una heroína, mientras que Ilán, como los demás, es víctima
de sus propias limitaciones. Todos querríamos cambiar la situación,
pero ¿qué estaríamos dispuestos a hacer por conseguirlo? Ulloa expresa de manera controlada e introspectiva esta frustración,
combinada con su también comprensible incomprensión antes la
actitud de su mujer.
Igual
de humana es la posición de Gueula, la madre dolorosa encarnada con
ardor por Malena Gutiérrez, lo suficientemente lúcida para
comprender la situación, pero cuya pena íntima la impide mostrar
empatía hacia los demás: con esta pena ya no lo queda más
sufrimiento que compartir, a la vez que hace imposible el reproche.
Del otro lado tenemos a Walid, el abogado que interpreta Hamid Krim,
que parece representar la posición más fría, pese a que su defensa
es puramente emocional. Para cerrar el círculo, llega el momento de
Juan Calot, el padre de Yael, quien inició la historia sin saberlo y
que tiene que asumir las aberraciones que cometió quizá estaban
justificadas, pero solo al precio de tener que conceder la misma
legitimidad a Hassan. Porque todos tienen razones, pero al final, si
eso fuera único que poseemos, nos quedaríamos sin nada. Por eso
Tierra
del Fuego,
por muy ingenuo que pueda parecer intentar cambiar el mundo con una
obra de teatro, es de vital importancia.