Al
principio de la representación de Pingüinas una de las actrices
ordena al público que aplauda y se ponga en pie... ¡y el público
obedece! Bueno, se puede entender. Lo más raro es que al finalizar
la función el público también aplauda. Porque lo que se ha visto
durante dos horas es uno de los mayores despropósitos a los que
hayamos asistido, solo a la altura de algunos de esos bodrios de
compañías extranjeras que se cuelan en ciertos ciclos con
pretensiones y sin criterio. Parece como si Juan Carlos Pérez de la
Fuente hubiera querido iniciar un reinado del terror diciendo “aquí
estoy yo, voy a hacer lo que me dé la gana y encima me vais a
aplaudir”.
En
un extremo totalmente opuesto al de Carta
de amor (Como un suplicio chino),
su anterior y memorable colaboración con Fernando Arrabal, Pérez de
la Fuente ha tirado la casa por la ventana con un espectáculo
modertiguo (por no decir antimoderno), de esos que en los años 70
podrían parecer muy transgresores y tal, pero que visto hoy en día
en el mejor de los casos produce ternura (aparte de un aburrimiento
sideral o momentos de estupor: ¡ese Que viva España!). Hay mucho
aparataje, tecnología supuestamente a la última y hasta fuegos
artificiales, pero tal despliegue escénico no oculta la vacuidad y
la falta de ideas del montaje.
Y
el texto tampoco es que ayude. Supuestamente es un homenaje a
Cervantes, pero en realidad no hay ni gota de espíritu cervantino,
solo una acumulación de refranes y de comparaciones tipo Chiquito de
la Calzada (ya quisiera). Tenemos que admitir que a los quince
minutos ya habíamos desconectado de lo que pasaba en el escenario,
pero cada vez que regresábamos de nuestros viajes mentales nos
encontrábamos con las mismas abusrdeces repetidas una y otra vez,
con una pretendida complejidad que en realidad no transmite más que
tedio. Si el texto se hubiera compuesto eligiendo palabras al azar de
un diccionario y frases de un almanaque, no habría demasiada
diferencia. Bueno, ni si lo hubiera redactado un mono con una máquina
de escribir.
Sí,
Pingüinas
da vergüenza ajena, pero también pena, sobre todo por sus actrices.
Suponemos que ellas tienen que saber mejor que nadie el despropósito
en el que están metidas, y sin embargo deben dar la cara cada noche.
Si no son conscientes, que les sea leve. Pero de todas maneras tienen
que sufrir con ese texto tan prolijo y reiterativo, recitado siempre
en movimiento, con un desgaste físico agotador incluso para el
espectador. La peor parte se la llevan las tres actrices
protagonistas, quizá por suerte casi irreconocibles, pero el resto
también tiene su momento de monerías (ese Qué viva España...).
Según
nos cuentan, la mismísima Ana Botella ha asistida al estreno
oficial. ¿Qué se le pasaría por la cabeza durante la
representación?
Madre
mía del Amor Hermoso. Con lo que me río yo con Bertín y me traen a
ver esto, para que luego digan que una siempre hace lo que le da la
gana. Qué suplicio, por favor. Y luego no diré nada, porque encima
me llamarían tonta, pero esto no tiene ningún sentido, menudo
bochorno. Hala, y ahora salen con Que viva España. Y Jose en Miami,
no, si los hay con suerte. No sé cómo la gente viene al teatro, te
lo digo de verdad. Y luego dicen que si el iva, que si no sé qué.
¡Pero es que ni regalado venía yo! Si no fuera porque una tiene sus
compromisos y sabe sacrificarse. Además, estos malditos han puesto
el escenario de tal forma que ni aunque quisiera podría irme. ¿Y si
simulo un desmayo? No, que no me gusta ser el centro de atención.
Por otra parte, ¿debería echar al tipo este o ahora quedaría mal?
No, mira, no me voy a meter en líos, total, pa lo que me queda en el
convento. Bueno, vamos a sacar provecho a las clases de yoga y voy a
intentar dejar mi mente en blanco, en algún momento tendrá que
terminar la cosa. Venga, Ana
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Quién
nos iba a decir que íbamos a penetrar en la mente de Botella y que
encontraríamos allí unos pensamientos tan afines.