martes, 30 de noviembre de 2010
Con derecho a fantasma (Questi fantasmi!)
Ya hemos dicho en otras ocasiones que nos molestan algunos trucos supuestamente modernos como meter a los actores entre el público, así que antes del inicio de Con derecho a fantasma ya empezamos con mal pie: los actores subían y bajaban del escenario llevando bultos como si estuvieran en plena mudanza. Por si no fuera suficiente, se ponen a hablar con el público e incluso en un momento dado uno de los gemelos Gálvez se nos quedó mirando como si supiera lo que íbamos a decir. Pero en fin, las luces se apagaron y comenzó una comedia con fantasma, así que nos preparamos para pasar una buena tarde.
Y la función se inicia como un tiro. Manel Dueso compone un italianísimo portero fanfarrón, chulesco, taimado, ladrón y mentiroso (dicho así, se podría decir que también es españolísimo, un capitán Fracasa de barrio). Cuando se junta con Tony Laudadio, la función empieza a carburar de tal manera que parece que no va a haber manera de pararla. De ahí que sea tan drástico el parón que se produce cuando entran en escena Marta Domingo y Xavier Boada. Si antes estábamos en una comedia napolitana a lo de Sica con la irrupción de los personajes de María y Alfredo nos vemos de pronto inmersos en un melodrama de Juan de Orduña. No se trata (solamente) de una carencia de los actores, sino que por algún motivo se ha decidido llevarlos por una vía que va a contracorriente del espíritu de la función. Un anticlímax brutal que es difícil de superar.
Toda la obra tendrá los mismos vaivenes que en ningún momento acaban de cuajar. Tan pronto pasamos por escenas redondas (el famoso monólogo del café, la “improvisación” coral del Nessun Dorma, o la cima cómica del final del segundo acto) como caemos en valles en los que es fácil desconectar de una reiteración de clichés folletinescos. No es sencillo compaginar la torrencial (y una vez más muy italiana) aparición de Pilar Pla con la figura un poco de relleno que le toca encarnar a Armand Villen, y Oriol Broggi, muy imaginativo a lo largo de toda la puesta en escena, fracasa al unificar las interpretaciones.
Poco antes de terminar la función, pudimos asistir a un momento “ser o no ser”. Cuando Laudadio estaba en pleno monólogo final, alguien se levantó en mitad de una fila para abandonar el teatro. El actor dio muestras de su cuajo cuando no movió ni una ceja, ni tan siquiera en el momento en el que el fugitivo se cayó al intentar escapar y dio de bruces en el suelo del pasillo.
lunes, 15 de noviembre de 2010
Su seguro servidor, Orson Welles
En apariencia Su seguro servidor no tiene nada malo. Es un texto lleno de anécdotas interesantes y sobre todo una oportunidad para que un gran actor despliegue todo su talento. Pero en realidad la obra de Richard France no pasa de ser una retahíla de batallitas del abuelo (es curioso que el personaje de Mel, ese tan habitual en tantas obras que sólo sirve para dar pie al monstruo, lo explicite tal cual en algún momento), que su estructura es flojísima (la percha de la grabación de anuncios publicitarios no se sostiene en ningún momento y las llamadas a Spielberg son repetitivas y obvias), mientras que la actuación de Pou es esplendida, faltaría más, pero también falta de riesgos.
Cualquier aficionado medio de la obra de Orson Welles ya conoce la mayoría de las historias que se cuentan (y Mel, que no tendría que conocerle más que muy superficialmente, cuando lo exige el guión se convierte en un experto). Por lo que, al estar éstas basadas muchas veces en un elemento sorpresa, fracasan una y otra vez. También se incluyen otras oportunidades de lucimiento, como la lectura de un cuento de Karen Blixen, pero nada suena convincente. Además, al ser el propio Welles el narrador de su historia, y no caracterizarse precisamente por su modestia, nos quedamos con un relato plano, la vida de un genio por encima de su época, incomprendido y fracasado. Mucho más interesante hubiera sido plantear un enfrentamiento a lo Peter Morgan, con otro personaje que pusiera de relieve sus contradicciones y ahondara en sus errores, que también los tuvo.
La dirección de Esteve Riambau peca de la misma falta de audacia. El escenario es efectivo (aunque la pecera es tan forzada como el personaje de Mel) y el ritmo más o menos constante, pero no hay nada que despierte de la placidez, ningún elemento que nos haga pensar que estamos viendo algo único. Las últimas funciones suelen tener algo de especial, pero la de este domingo estuvo marcada por lo rutinario, como si todos, incluido el público al poco rato, fuéramos demasiado conscientes de lo previsible de la obra. Deseamos que Pou nos vuelva a sorprender en su próxima incursión y que se atreva con un texto que desafíe sus extraordinarias cualidades.
lunes, 8 de noviembre de 2010
La colmena científica o El café de Negrín
Cuando hablamos de Babilonia ya nos referimos a la tendencia de José Ramón Fernández a narrativizar en exceso sus obras, él típico decir en lugar de mostrar. En El café de Negrín nos encontramos de nuevo con esta característica, aunque esta vez algo limada por la puesta en escena de Ernesto Caballero. La estructura de la obra se sigue basando en diálogos entre dos personajes que más que contarse cosas las relatan como si fueran cuentos (aquí el mayor peso lo lleva un estupendo y como muy de la época José L. Esteban encarnando a José Moreno Villa, por cierto personaje también destacado en La noche de los tiempos y que podría estar viviendo una rehabilitación similar a la de Negrín, en este caso en el terreno artístico). Estos diálogos tienen algo de artificiales, lo cual no es malo, pero también de artificiosos y forzados, lo que está peor. A menudo se salvan por su fuerza evocadora al apelar a unos sentimientos que seguramente comparte la mayoría del público, pero que fácilmente se pueden deslizar hacia la autocomplacencia.
Precisamente otro de los problemas de la función es incidir en ese aspecto de la República como una época dorada (en este caso estamos un poco antes de su proclamación, pero el espíritu es el mismo). Suena jazz en la radio, la edad de plata cultural y científica está en su esplendor, todos son jóvenes y brillantes, el café es irrepetible. Al fin y al cabo la producción es un encargo de la Residencia de Estudiantes, y al fin y al cabo disfrutamos la obra, pero también hay algo en toda esta glorificación rememorativa que nos chirría.
Pese al nombre de Negrín en el título, como decíamos el papel más extenso lo tiene Moreno Villa. David Luque, como Negrín, no tiene su misma credibilidad, es difícil encarnar a un ser tan perfecto. A Iñaki Rekarte, como Severo Ochoa, también le haría falta un poco más de poderío, aunque seguramente estemos mezclando al joven doctor con la imagen por la que ha pasado a la posteridad. En cualquier caso, el reparto cumple perfectamente a la hora de recrear una atmósfera cálida y confortable con la que el público pareció sentirse identificado y emocionado.
miércoles, 3 de noviembre de 2010
Demonios
Algo tan básico como el humor está en el centro de esta perplejidad. ¿Deberían hacernos gracia las barbaridades que se ven sobre las tablas? ¿Desconcertaran a los propios actores las risas que se escuchan en algunos de los momentos más salvajes? ¿Es esta ambigüedad realmente buscada? Lo cierto es que siempre nos pasa lo mismo con los alemanes. Es conocido que la definición de “humor alemán” es “humor sin gracia”, pero quizá todo se deba a un gran equívoco. Ellos se lo pueden pasar fenomenal, pero a nosotros nos espantan.
***
Tras una breve introducción en la que se adivinan algunas imágenes de Le mépris (ciertos maliciosos podrían considerarlo lo mejor de la velada), la historia arranca y ya no habrá concesiones. Desde el principio vemos que la relación entre el matrimonio protagonista va a ser de una brutalidad sin matices. Enseguida vienen a la mente los nombres de Ibsen, Strindberg o Bergman, pero lo que en estos maestros era sutileza, profundidad psicológica y desgarro interior, en la obra de Norén, o al menos en la versión de Ostenmeier, se convierte en salvajismo, escenas desbocadas y perturbación. En ningún momento el espectador se siente cómodo, sino que la sensación predominante es la de repugnancia. Esto no tiene por qué ser malo, ya sabemos que las obras de arte también deben servir para remover conciencias, para replantearse lugares comunes, pero en nuestra opinión Demonios cae en una morbosidad que si no se situara en los terrenos de la alta cultura se calificaría de sensacionalismo barato.
Teníamos ganas, pero también reparos, por ver una puesta de Ostenmeier, uno de los chicos malos del teatro europeo. Visto Demonios, nos ha dejado un poco indiferentes. Nada que no hubiéramos visto ya de mano de algunos de sus admiradores autóctonos. El escenario giratorio y el uso del vídeo ya se han convertido en tópicos recurrentes. En cuanto a la dirección de actores, vemos a todos en un estado de crispación continua, con lo que cuando llegan los momentos climáticos, apenas se nota la diferencia.
Entre el público hubo algunas reacciones reseñables, como la del famoso director y actor español que no tuvo empacho en levantar a media fila a mitad de función para salir del teatro, o los numerosos espectadores que durante la ronda de aplausos saltaron por encima de las butacas delanteras para, suponemos, coger el tren a tiempo.
martes, 2 de noviembre de 2010
Todos eran mis hijos
Durante la primera escena de Todos eran mis hijos, nada hace indicar que nos estamos preparando para una Tragedia con mayúsculas, una historia a la que no le falta nada, desde la grandeza dramática de las pérdidas más íntimas hasta la pequeñez de la miseria que anida en unos personajes que se dejan llevar por la ilusión para recubrir su mezquindad de honorabilidad.
Acorde con este estilo ligero, al principio más que en como en una obra de Miller, los actores hablan como en una screwball comedy, pisándose las frases y repartiendo ideas brillantes. A lo largo de la obra, la tensión se verá a menudo contrapesada por momentos de una comicidad algo desconcertante, pero seguramente necesaria para aliviar tanta crispación.
Después del milagro de La omisión de la familia Coleman, Claudio Tolcachir no ha ido por lo fácil y ha elegido una obra en la que hay que tentar con mucha precaución para no caer en los extremos del melodrama o del sermón. Y logra un nuevo éxito con una función que transcurre sin descanso y con grandes momentos dramáticos. El día de la última representación el teatro estaba lleno hasta arriba (incluidos lugares donde nunca antes se había visto a público) y la sensación final era que había convencido.
Gran parte del mérito de éste éxito lo tienen Carlos Hipólito y Gloria Muñoz. El primero, que ya sólo tiene como rival a Francesc Orella para llevarse los mejores papeles, vuelve a estar perfecto en un personaje que el espectador quiere querer, pero que en el fondo sabe que es un maldito. Él podría ser todos los padres. Gloria Muñoz lo tiene todavía más difícil con un personaje lleno de incoherencias, pero lo saca adelante con una fuerza que saca a los demás personajes de escena cuando ella ocupa el centro.
Con estos compañeros, la pareja joven lo tenía difícil para aguantar el tirón. Fran Perea se esfuerza (quizá de manera demasiado evidente) y Manuela Velasco resplandece, pero hay pocos actores de su edad que puedan aguantar la comparación con Hipólito y Muñoz, así que mejor no lo hagamos. El resto del reparto tiene que hacerse cargo de unos personajes poco más que complementarios, y Jorge Bosch, el más relevante, tiene que esforzarse todavía más que Perea para hacer creíble su papel.
Más allá del interesante tema de la responsabilidad de los que se enriquecen con las guerras no ajenas, lo que queda de Todos eran mis hijos es esa imposible reconciliación entre los sentimientos paterno-filiales y la moral social. Por eso cuando se escucha el tiro en off, se lamenta todo lo que ha pasado, pero se sabe que era lo que tenía que pasar.