Si a veces el azar nos hace asistir a espectáculos de irresistible belleza, en otras ocasiones nos conduce a callejones sin salida; si a veces no sabemos dónde no metemos ni definir lo que acabamos de ver embobados por su encanto, en otras ocasiones la interrogación se cierra con la única certeza de que la cosa era una tontería; si a veces llegamos a pensar que el teatro es más grande que la vida, en otras ocasiones no tenemos más que conceder que puede ser la mayor estupidez del mundo.
De entrada: reconocemos que quizá no hayamos pillado el punto de Sans Objet. Desde la eterna escena inicial en la que un gigantesco brazo mecánico se despereza hasta el final, cuando creímos escuchar “todavía son las nueve y media”, lo que hubiera supuesto otro cuarto de hora de suplicio que nos habría llevado a la locura, en la escasa y eterna hora y diez minutos que dura el invento de Aurélien Bory, no pudimos sacar otra conclusión que no fuera que era una de esas cosas modernas que a muchos parecen llevarles al éxtasis, pero que nosotros, con nuestras limitaciones, como mucho alcanzaríamos a calificar de paridas.
Por suerte, estas boludeces suelen ser cortas, pues por mucho que se alargue el invento, es difícil alargar más de una hora la nada. Pero ya sabemos que, en el teatro más que en ningún otro sitio, el tiempo es relativo. Cada vez que veíamos a uno de los Olivieres dar una vuelta más, a la máquina ponerse a quitar el suelo, cada vez que escuchábamos otro estallido o esa música tan creativa de Joan Cambon que le es suficiente con mantener una base rítmica ratonera para recibir admiración general, nos sentíamos desfallecer. Así de remilgados somos.
Pero íbamos a decir en algún momento antes de liarnos que al público le gustó. Cierto que hubo deserciones, algunas tan tempranas como a los diez minutos de que se apagaran las luces, pero no fueron muy numerosas (entre media docena y diez espectadores), aunque también es verdad que fueron de espectadores pegados al pasillo, habría que saber cuántos sufrieron nuestra indefensión. Pero, en cualquier caso, al final hubo una salva de aplausos bastante expresiva. Entre el público abundaban los modernos, así que no dudaremos de la sinceridad de su entusiasmo.
De camino al Matadero pasamos por un nuevo puente que ha sido construido para mayor gloria del alcalde de la ciudad... ¿o era de la renovación del Manzanares? Tanto da. Se trata de una obra de Perrault que contrasta en su gigantismo con el bello y modesto puente de Toledo, que está a pocos metros del nuevo coloso. Es imposible imaginar una mejor metáfora de la ciudad y del arte. ¿Para qué conformarse con un viejo y ajado puente, que cumple de sobra con las necesidades pedestres, cuando podemos construir un mastodonte feo e innecesario, pero moderno y llamativo?