Merece la pena recordar que Jacques Rivette es el creador de la tradición francesa de
calificar el trabajo de los directores de cine como “mettre en
scène”, algo hasta entonces reservado a los creadores teatrales. Y
es que la noción de “autor” está ligada inquebrantablemente a
esta nueva concepción (nueva en el cine) de un director que no se
encarga simplemente de ensamblar planos, sino que ejerce un control
casi absolutista, otro legado más del teatro. Rivette se muestra
como uno de los más fundamentalistas defensores de la política de
autores, algo que hoy parece bastante discutible, pero en la
práctica, siguiendo particularmente su carrera, se aprecia lo que de
válido tiene esta concepción del cine: a lo largo de toda su
carrera se repiten una serie de motivos propios que le dan además de
coherencia una densidad pocas veces alcanzadas: no es eso de “siempre
repite la misma película”, es que todas sus películas son una
sola.
También
es vital en la armazón cinematográfica de Rivette el concepto de
“juego”: como es sabido en francés (y otros idiomas) el actor no
interpreta, sino que juega, y en las películas de nuestro director
se comprende esta polisemia de manera clara. El método de rodaje de
Rivette consiste en dar apenas unos apuntes a sus actores poco antes
de comenzar el rodaje, dando la mayor importancia a la improvisación.
Por este motivo, algunos de estos actores (que suelen repetir, como
si de una especie de compañía teatral se tratara) aparecen también
como coguionistas (así ocurría con cuatro de las actrices de Céliney Julie). Claro está, en este tipo de rodaje, como en el teatro,
el actor es una pieza fundamental y no simplemente una efigie a
través de la cual se manifiesta el director En palabras de Jacques
Aumont, “Renoir sitúa al actor en el centro de su concepción del
cine para alcanzar una verdad, Rivette hace del actor la fuente misma
de la verdad y de la emoción”. Pero tampoco es un intérprete
“teatral”, uno de esos que actúan dejando claro que actúan,
precisamente lo que reprochaba Rivette a las películas de
Mankiewicz, en las que todo le parecía subrayado, como dando a
entender que... Bien, seguramente esta apreciación sea cierta, pero
también lo es que donde esté un guiño de George Sanders que se
quite cualquier naturalismo.
Una de
las posibles respuestas a la pregunta anteriormente planteada sobre
la capacidad fascinadora de las películas sobre teatro sería
considerar a los actores como personas reales capaces de establecer
un diálogo abierto con la ficción, gente normal que se adentra en
situaciones extraordinarias y puede tener vivencias que van más allá
de lo habitual. Como decía Saul Austerlitz: “en Céline y Julie
son los clásicos espectadores los que cruzan la línea de la
observación a la acción”. Así es, el espectador convertido en
protagonista, ¿cómo no nos va a gustar?