jueves, 26 de julio de 2012

Teatro y Cine V. Jacques Rivette (2)


Merece la pena recordar que Jacques Rivette es el creador de la tradición francesa de calificar el trabajo de los directores de cine como “mettre en scène”, algo hasta entonces reservado a los creadores teatrales. Y es que la noción de “autor” está ligada inquebrantablemente a esta nueva concepción (nueva en el cine) de un director que no se encarga simplemente de ensamblar planos, sino que ejerce un control casi absolutista, otro legado más del teatro. Rivette se muestra como uno de los más fundamentalistas defensores de la política de autores, algo que hoy parece bastante discutible, pero en la práctica, siguiendo particularmente su carrera, se aprecia lo que de válido tiene esta concepción del cine: a lo largo de toda su carrera se repiten una serie de motivos propios que le dan además de coherencia una densidad pocas veces alcanzadas: no es eso de “siempre repite la misma película”, es que todas sus películas son una sola.

También es vital en la armazón cinematográfica de Rivette el concepto de “juego”: como es sabido en francés (y otros idiomas) el actor no interpreta, sino que juega, y en las películas de nuestro director se comprende esta polisemia de manera clara. El método de rodaje de Rivette consiste en dar apenas unos apuntes a sus actores poco antes de comenzar el rodaje, dando la mayor importancia a la improvisación. Por este motivo, algunos de estos actores (que suelen repetir, como si de una especie de compañía teatral se tratara) aparecen también como coguionistas (así ocurría con cuatro de las actrices de Céliney Julie). Claro está, en este tipo de rodaje, como en el teatro, el actor es una pieza fundamental y no simplemente una efigie a través de la cual se manifiesta el director En palabras de Jacques Aumont, “Renoir sitúa al actor en el centro de su concepción del cine para alcanzar una verdad, Rivette hace del actor la fuente misma de la verdad y de la emoción”. Pero tampoco es un intérprete “teatral”, uno de esos que actúan dejando claro que actúan, precisamente lo que reprochaba Rivette a las películas de Mankiewicz, en las que todo le parecía subrayado, como dando a entender que... Bien, seguramente esta apreciación sea cierta, pero también lo es que donde esté un guiño de George Sanders que se quite cualquier naturalismo.

Una de las posibles respuestas a la pregunta anteriormente planteada sobre la capacidad fascinadora de las películas sobre teatro sería considerar a los actores como personas reales capaces de establecer un diálogo abierto con la ficción, gente normal que se adentra en situaciones extraordinarias y puede tener vivencias que van más allá de lo habitual. Como decía Saul Austerlitz: “en Céline y Julie son los clásicos espectadores los que cruzan la línea de la observación a la acción”. Así es, el espectador convertido en protagonista, ¿cómo no nos va a gustar?





Teatro y Cine IV. Jacques Rivette (1)

jueves, 12 de julio de 2012

Hamlet (Matadero Madrid)


Se podría decir que no hay Hamlet malo. Como decía Borges, incluso de la peor representación de este clásico, se podría sacar algo de provecho. Pero, como contrapartida, un montaje redondo de “la obra de las obras” debería suponer algo así como el éxtasis para el aficionado teatral. El Hamlet de Will Keen y María Fernández Ache es clara, limpia, diríamos que didáctica. Pero también tenemos que confesar que lo que tiene de esencial, lo pierde en apasionamiento. Todo lo que vemos nos convence, pero no nos conmueve como debería hacerlo un texto de esta categoría. 

Desde el principio parecemos penetrar en el mundo de Donnellan y Ormerod. La activa escenografía de Paco Azorín es similar a la usada habitualmente por Cheek by Jowl (incluidas las sillas multifuncionales), y la segunda escena, con la rueda de prensa de Claudio es genuinamente donnelliniana.

Quizá todo eso influya para que echemos en falta la presencia de Keen también en el escenario, pero pronto Alberto San Juan esquiva todas las comparaciones. Su interpretación es tan particular que de ella hemos oído lo mejor y lo peor, y lo cierto es que no sabemos muy bien cómo valorarla. Tiene fuerza y energía, pero es cierto que a veces demasiada. Como todo en la obra, su declamación es transparente y llega muy bien al oído, pero es sabido que es fácil desbarrar con un personaje como el de Hamlet (o, en el extremo opuesto, quedarse demasiado corto). San Juan juega siempre al extremo y sobre todo en la parte final se desliza demasiado hacia el histrionismo, pero en conjunto valoramos una creación personal de gran desgaste e inventiva.

Confesamos que dada nuestra debilidad por Pedro Casablanc a priori nos temíamos que se iba a llevar la obra de calle. Sin embargo, en su primera intervención al actor se le traspapelaron las líneas y aunque supo recuperarse, quedó durante toda la representación cierta impresión de inseguridad. De igual manera, la Gertrudis de Yolanda Vázquez tiene poca presencia, solo en la excelente escena del dormitorio consigue transmitir algo de su atracción, que debería ser central.

Por otra parte, para nosotros la gran revelación de la función fue Javivi Gil Valle, que desarrolla un Polonio con gracia, coherencia y agilidad. En los mejores momentos del montaje siempre está él, y no parece casualidad. También es muy hábil la utilización de Antonio Gil y Secun de la Rosa en múltiples papeles. No tiene que ser fácil dar fluidez a su continua entrada y salida de escena, cada vez como una pareja diferente, y logran marcar las diferencias con pequeños apuntes. Mención especial para el sepulturero de Gil, que traslada a la perfección la habilidad de Shakespeare para la diversidad de tonos.

Ofelia siempre nos ha parecido un personaje especialmente difícil, y Ana Villa tiene que hacerle frente sin trucos. En la escena de su desesperación cae en los mismos embrollos que San Juan. Pau Roca y Pablo Messiez tienen los papeles menos agradecidos y no parecen capaces de exprimirlos al máximo.

Junto a la interpretación de Javivi, lo que más recordaremos de este montaje es la versión de Fernández Ache. Hamlet se ha convertido casi en una colección de greatest hits y cada espectador tiene su propia versión ideal. Lo que hay que valorar de este trabajo es su habilidad para hacer diáfano un texto tan complejo, resaltado por la labor de desescombro de Keen. La tragedia llega de una manera inmediata, casi diríamos que como un Hamlet para novatos. Pero nosotros valoramos la sencillez por encima de todo, así que no podemos menos que acoger con agrado una propuesta humilde pero que se atreve a llegar al corazón de la obra sin alharacas.  

miércoles, 4 de julio de 2012

Teatro y Cine IV. Jacques Rivette (1)


Pasando por alto, una vez más, el tan denostado “cine de calidad”, criticado en gran medida por su teatralidad y otros asuntos que no nos interesan ahora; y a Sacha Guitry, porque nos interesa demasiado y corremos el peligro de que si empezamos por aquí no terminaríamos, pasamos directamente a la nouvelle vague, que cuando se hizo con la hegemonía ideológica del cine francés siguió teniendo en el teatro un elemento básico de su concepción cinematográfica. Baste citar las impúdicamente teatrales películas de Resnais (¿sería demasiado aventurado lanzar una nueva interpretación sobre El año pasado en Marienbad?: un grupo teatral que ensaya un nuevo montaje), director que sigue en ello; o tentativas como la de Truffaut en su El último metro (como esta película, más cercana al cinéma qualité que a la nueva ola o cualquier noción de cine moderno, pondría en duda la teoría que venimos manteniendo sobre la fuerza de las películas con este tema, mejor pasémosla por alto... aunque sí es apropiado recordar que Truffaut bautizó a su productora Les Filmes du Carrosse en honor a la película de Renoir). Y por citar a alguien nacido después de la invención del sonoro, podemos mencionar a la pareja Jaoui-Bacri, cuyas películas están marcadas radicalmente por su condición de actores-escritores (y que no por casualidad colaboraron con Resnais en On connaît la chanson, a la que sería arduo adjudicar la autoría); y también puede venir a cuento François Ozon, con su declarada herencia fassbinderiana, o su aproximación al teatro más convencional en 8 mujeres.

Pero sin duda, quien mejor ha sabido ver y mostrar esta fructífera relación incestuosa entre cine y teatro, tanto teóricamente como en la práctica, ha sido Jacques Rivette.

Esta huella es visible en todo su cine, ya desde su primer largometraje, París nos pertenece, cuya trama (que incluye otro de los temas habituales en su cine, una conspiración para dominar el mundo, frikismo avant la lettre), podría dar tanto para un bestseller como para una interpretación abstracta, en la que la representación de Pericles juega un papel primordial. Como suele pasar con este director, el argumento es apasionante y durante el visionado de sus casi dos horas y media el espectador asiste con fascinación a un juego lleno de efectos, pero revisionada con frialdad (algo nunca aconsejable), a estas alturas París nos pertenece padece ese terrible síntoma de la pólvora mojada. Pese a estos defectos, París sigue manteniendo un gran valor epifánico, mientras que bastante peor es La religiosa, adaptación pura de una novela de Diderot, que si no nos lo dijeran creeríamos que era una obra de teatro, en la que el director se queda en lo escénico (no en vano, unos años antes Rivette había dirigido una representación teatral), y precisamente lo que le funciona es la mezcla de medios, por lo que aquí el resultado es más bien pobre, al no haber definido todavía Rivette, aún en fase de tanteo, sus ideas de puesta en escena. Para Hélène Deschamps, en su pormenorizado análisis de L’Amour fou, la clave de la visión cinematográfica de Rivette es que “la trama se desarrolla por consecuencia de la captación de la realidad no de su construcción”, principio de una gran originalidad que en este caso nuestro autor no siguió. Conclusión: lo importante es la suma, la fidelidad no es aconsejable ni para las monjas.

Céline y Julievan en barca es otro de sus experimentos de difícil interpretación, en el que el universo teatral alcanza un simbolismo al borde de lo surreal, de nuevo mezclado con la magia y lo paranormal: efectivamente, todo esto del teatro es una cosa muy rara, y si el espectador trata de desvelar todas sus claves, puede acabar exhausto tanto física como mentalmente; mejor pues disfrutar, nada más y nada menos. Finalmente llegamos a Vete a saber, que desde el título se puede considerar como un resumen de toda la obra del autor, aunque aquí, por lo menos a primera vista, Rivette se muestra más accesible. Cuando se dice que esta película está inspirada en La carroza de oro, no se hace referencia a los términos habituales que supondrían un remake, o en el mejor casos eso de “una visión personal”, sino que es literalmente una inspiración: poco queda del argumento original (apenas alguna referencia, como el nombre de la actriz, Camille), pero el esprit, algo tan difícil de definir, es el mismo que en Renoir.