No estamos muy de acuerdo con la idea de que el teatro deba servir como plataforma para representar cuestiones de “calado social”. Nos escuecen un poco las propuestas que hayan su justificación en el deber de poner el teatro en las trincheras ante situaciones extraordinarias como la que estamos viviendo. Ni tan siquiera estamos muy seguros de que el teatro deba representar algo tan difuso como la realidad. O que deba agitar conciencias. Nuestro problema aquí es con el “deber”. No creemos que el teatro deba ser de tal o cual forma. Como mucho, el teatro debe ser bueno. Y El rey tuerto es teatro excelente.
Quizá la mayor cualidad de esta obra de Marc Crehuet sea que no se acomoda en ningún momento, va de sorpresa en sorpresa, pillando al espectador más atento en sus continuos saltos hacia adelante. Sería muy cómodo haberse quedado en el tono de la primera escena, un conversación costumbrista que juega con el choque que produce la narración banal de un hecho terrible, como la brutalidad puede convertirse en cotidiana. Incluso tendríamos ya la moraleja incluida. Pero El rey tuerto no es solo una comedia divertidísima. Ni es una comedia de tintes sociales. Ni una comedia social libre de lugares comunes. Ni una comedia social sofisticada que invita a la reflexión. Para nosotros, El rey tuerto es una representación clarividente sobre lo que está pasando aquí ahora.
Casi desde el principio, queda claro que Crehuet quiere ponerle las cosas complicadas al espectador. Incomodarle a través de la carcajada. Si ya conocemos a los personajes alineados y estrechos de miras, cuando nos presenta a los concienciados y activistas, su visión no es mucho más amable. Como se dice explícitamente en un diálogo, no estamos ante una película de Vin Diesel, con buenos y malos. Aquí cada personaje está matizado, tiene una ideología cegadora, valga la redundancia, pero también un punto de humanidad que les redime.
Alain Hernández, para nosotros no un descubrimiento, sino un deslumbramiento, es un bruto que no atiende a razones. Y Hernández lo incorpora de una manera aterradora cuando hace falta, llena de gracia en los momentos más inesperado, e incluso con ternura cuando parecía imposible encontrarle el alma. Porque lo que le hace particular es que su David no es un bruto de buen corazón, sino que está atrapado en su mundo monocolor, que es incapaz de comprender que haya otras personas que no piensen como él. Aquí se hace evidente el sentido del título de la obra. En una divertidísima escena vemos cómo Ignacio, el tuerto, intenta abrir la mente del policía, pero no por medio de la comprensión y la enseñanza, sino del amaestramiento. Se trata de una reeducación conductista que solo sirve para ponerle las cosas más oscuras. Solo al final, cuando lo ha perdido todo, David comprenderá cuál es el único medio para empezar a entender la realidad. Y lo hará literalmente junto a los espectadores.
A lo largo de la obra nos pareció descubrir varios puntos en común con Taxi Driver. Si dejamos aparte localismos y actualizaciones, la historia de David no deja de ser la de un Travis desconcertado y violento en busca de la redención. Siguiendo este esquema, Betsy Túrnez sería una mezcla de Cybill Shepherd y Jodie Foster, el amor al que David trata de convencer de que puede abrirse y que más tarde tratará de recuperar a lo bestia. Pero la Lidia de Túrnez no es un simple objeto pasivo. Todo lo contrario, es el personaje más cercano, al que vemos evolucionar y tratar de superarse de una manera muy emotiva. Lidia es una de esas chavs de las que habla Owen Jones en su excelente libro: al principio es el objeto de la burla de su amiga progre (una de esas izquierdistas incapaces de comprender a la clase trabajadora y que se sitúa en una posición moral de superioridad), para según avanza la función convertirse en una luchadora independiente, una persona que quiere algo mejor y que hará todo lo posible por conseguirlo. Y Túrnez transmite esta formación de una manera sencilla, cercana, llena de candor y de esperanza.
Crehuet no cae en el estereotipo a la hora de dibujar los personajes “garrulos”, y tampoco patina cuando le toca a los “comprometidos”. Si bien hacer de estos personajes seres angelicales e inmaculados hubiera echado a perder la obra (como ha hecho con las de otros artistas poco amigos del claroscuro), tampoco se ceba en ellos. Eso sí, nos pareció atrevido que en una obra dirigida a cierto tipo de público decidiera no solo cuestionar algunos tópicos y pensamientos adquiridos, sino que expresamente ponga en duda el sentido de algunas actitudes. Por ejemplo, todos estamos hartos del “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, pero también es verdad que lemas como “no es una crisis, es una estafa” hace tiempo que de tanto repetirse perdieron su significado. Cuando una idea se queda en enunciado, su repercusión queda limitada.
Si David y Lidia evolucionan y se convierten en personajes diferentes, el viaje de Ignasi es menos claro. Su lucha consiste en equilibrar una militancia desde posiciones privilegiadas con unos sacrificios que cree que merecen la pena, pero que le arruinan la vida. Miki Esparbé tiene una dicción muy particular y una presencia de ir por la vida en puntillas que le caen perfectamente a su personaje. Resuelto cuando hay que dejar las cosas claras, siempre está medido en sus intervenciones cómicas. Ruth Llopis y Xesc Cabot tienen menos espacio para el lucimiento, pero aún así logran brillar en momento puntuales.
Hubo una frase en la función que nos chirrió un poco: “Pensar mucho es malo”. Está bien, parece de El Roto, pero dicha así queda algo evidente, como en esas obras “con mensaje”. Cuando se encienden las luces rojas ves que todo ha cambiado. Que nada ha cambiado. Que todo tiene que cambiar. Que, para empezar, hay que estar atento. Más tarde verás en la televisión al ministro de agricultura. Y pensarás muchas cosas. Y a lo mejor es verdad que pensar mucho es peligroso.
lunes, 28 de octubre de 2013
lunes, 21 de octubre de 2013
Julia (Teatro Valle-Inclán)
Quizá
nuestro rechazo a buena parte del teatro contemporáneo se deba a una
diferencia en la escala de valores. Nosotros, con Yeats, ponemos en
primer lugar el texto. Junto a él, a los actores. Y solo en un
tercer plano, al director de escena. Sin embargo, muchos “creadores”
se empañan en ocupar el centro de la escena. En lugar de centrarse en sacar el mejor partido al material con el que cuentan, se empeñan en emborronar todo lo que no sea su labor estética. Y no se arredran ante
textos magistrales; no, más bien se envalentonan. Pero si ponen un
enorme foco a toda potencia dirigidos hacia su figura, lo normal es
que salten los plomos.
Christiane Jatahy decidió en algún momento que quería lleva a escena el
canónico texto de August Strindberg La señorita Julia. También
opto por contar con actores capacitados. Pero lo que no quiso fue
adaptarse al texto, sino que el texto se adaptara a ella. La señorita Julia es un drama
clásico, que ha dado para cientos de adaptaciones sin que se agotara
su capacidad de emocionar y hacer reflexionar. Pero Jatahy no estaba
satisfecha, había que darle un nuevo giro. Y si Strindberg era
arrollado por el camino, no es su problema. Es teatro contemporáneo.
No
defendemos la postura anquilosada y reverenciadora (no hace mucho
también poníamos en duda esta actitud al hablar de El duelo), pero
si lo que vas a hacer no tiene nada que ver con la obra original,
¿para qué mantener una referencia al título y presentar la obra
como una adaptación? Dürrenmatt fue más honrado y cuando se
aproximo a Strindberg desde una perspectiva totalmente personal,
escribrió Play Strindberg, Pero es que Dürrenmatt tenía talento.
Así que lo que hace Jatahy no es una profanación, pues esto, si
tiene valor, lo saludaríamos como una apuesta audaz. Lo que hace
Jatahy es timar al espectador, y como timo deberían estar
tipificadas en el código civil estas puestas en escena fraudulentas.
Lo
peor es que, aunque nos olvidáramos de Strindberg, no encontraríamos
en esta obra titulada Julia nada de valor. El uso de grabaciones es
siempre muy peligroso y debe tomarse con precaución; convertirlo en
el eje narrativo de la representación teatral es contraproducente.
Por instinto, el espectador mira más a la pantalla que al escenario,
y el juego que se plantea (representación y todas esas cosas) no da
para tanta aparatosidad, es frustrante y alejado del hecho teatral.
Además, por ponernos bravos, para ver una película vamos al cine.
Pero es que para ver una película tan mal rodada como lo que se ve
en Julia, ni eso.
Otra
cosa que no dejará de sorprendernos es cómo hasta las muestras más
desfasadas de modernidad en la puesta en escena siguen siendo
acogidas con benevolencia, casi diríamos que con algarabía. Eso de
romper la cuarta pared ya nos parece algo casi del pleistoceno. Se
puede hacer con total normalidad, como quien hace un aparte. Pero que
se acoja como muestra de valentía o ruptura de convenciones es
llamativo. Por cierto, que lo del actor saliendo a la calle es "como
de la temporada pasada”.
Cuando
se habla de la buena labor de los actores, nos parece que quizá se
está teniendo más en cuenta otros aspectos que se apartan de la
interpretación, porque los pobres Julia Bernat y Rodrigo dos Santos
ya tienen suficiente con acordarse de las marcas (por no hablar de la
actriz que sale en el vídeo, que debía pasar por allí y a la que
da pena ver). Sin ir más lejos, la escena de sexo es de lo más
ridículo que hemos visto en mucho tiempo. Y sin embargo, el público
no se rió, así que debía de ir en serio.
A
lo mejor nosotros a veces también nos dejamos llevar por los
prejuicios, porque lo que en el fondo vimos en esta cosa a partir de
Strindberg fue la transformación de un drama intenso y de ilimitadas
interpretaciones en un culebrón de niña tonta y criado trepa. Un
muestrario de tópicos modernos que interpelan al espectador
directamente a falta de facultades para hacerlo de manera sutil. Un
escaparate para el director estrella que se ampara en bazas seguras
para disfrazar de arrojo lo que no es otra cosa que cartas marcadas.
jueves, 17 de octubre de 2013
Tirano Banderas (Teatro Español)
La
adaptación teatral de una novela tan disparatada como Tirano Banderas ofrece extremas posibilidades de acercamiento. Por una
parte, se puede optar por una puesta en escena desenfrenada, pura
acción, retórica explosiva, fuegos artificiales. Una elección más
conservadora sería depurar la trama y quedarse con unos mimbres más
tópicos pero más seguros: la historia del dictador sudamericano
tantas veces contada.
Si
los responsables de esta versión se hubieran desinhibido, a lo mejor
les habría salido una cosa intragable, una mamarrachada
incomprensible. Pero con un poco de suerte, se habría logrado una
función divertida, loquísima, fuera de lo normal. La segunda vía
precisaría un hercúleo trabajo de ramoneo (nunca mejor dicho). Para
alcanzar algo de claridad entre tanto barullo es necesario despojar
al texto de barroquismos y definir las líneas de acción hasta
alcanzar una sencillez de exposición. Claro está, esto conlleva el
peligro de dejar a Valle-Inclán en cueros, aunque salvar el montaje
bien lo merece. Pero la adaptación de Flavio González Mello y la
dirección de Oriol Broggi se inclinan por una tercera vía
intermedia. Una tercera vía de compromiso que al final se queda en
ni chicha ni limoná.
El
inicio de la función parece que va a tirar por el primer camino. Es
decir, que no nos vamos a enterar de nada. Revolución sobre las
tablas y una amalgama de personajes que se ponen estupendos soltando
palabras extrañas en todos los dialectos del español y con sus
correspondientes acentos. Después la cosa se calma y entramos en la
historia del déspota maquiavélico y sus diferentes jugarretas. Pero
es que cada escena parece cambiar de tono. No hay foco, lo cual no
debería ser grave, pero es que parece percibirse que tampoco hay una
idea de fondo, que se trata de un juego de acumulación en la que el
despliegue de verborrea esconde la falta de sentido. En eso, tenemos
que admitirlo, la adaptación es fiel al estilo de Valle-Inclán.
De
hecho, Broggi consigue algunos destellos que indican que la obra
podría haber sido mucho más brillante de lo que finalmente vimos.
Por ejemplo, hay una escena deslumbrante de actuación y puesta en
escena en la que Pedro Casablanc, esta vez como embajador de España,
se pasea por el escenario como si estuviera viviendo un sueño
carabetero entre mágico y psicotrópico. Pero es una escena
totalmente aislada, casi sin justificación y sin continuidad. Otro
apunte fallido es la idea de la médium y sus diferentes
encarnaciones, en el que Broggi también deja en segundo plano la que
podría haber sido muy estimulante relación entre Banderas y su
hija.
Las
actuaciones también adolecen de una falta de coherencia. Emilio Echevarría como Tirano Banderas, pese a ser el único actor que no
dobla papeles, es curiosamente el más irregular. Parece que siempre
está actuando, y si bien eso se justifica en modelos de carne y
hueso, a veces también le falta convicción. Susi Sánchez da
escalofríos como médium y como madre desesperada, pero sobra
totalmente la fantochada de la aparición de Valle. El resto del
heterogéneo reparto tiene que lidiar con la descompensación de las
escenas, alternando momentos dramáticos de gran intensidad con
situaciones sin pies ni cabeza.
Reconocemos
que a la hora de ver este montaje, más que el libro en el que se
basa, nos daba garantías la dirección de Broggi y la presencia de
Pedro Casablanc. El primero, que también firma una escenografía
rica y estimulante, nos defraudó en la medida en la que no ha sabido
ofrecer un producto compacto, equilibrado. Por su parte, Casablanc
saca toda la punta posible a personajes excéntricos, anecdóticos o
sencillamente ridículos.
lunes, 14 de octubre de 2013
La verdad sospechosa (Teatro Pavón)
Hace
poco se preguntaba Andrés Trapiello en su blog: “¿Cuándo
se generalizó esa moda de atrezar las óperas y las obras de teatro
clásico con lo primero que se le ocurre al director? (…)
¿Qué decir de esos Don Giovanni disfrazados de Tercer Reich o esas
doña Elvira en bragas y sostén, de las que habló hace no mucho
Teresa Berganza, indignada, y no sin razón, tanto por la sinrazón
de esas adaptaciones como por no ver tampoco en escena a demasiados
Falstaff en tanga?”.
Aunque
en general estas “modernizaciones” a nosotros tampoco nos gustan,
no nos oponemos a ellas por principio. Ni tan siquiera pedimos que
estén justificadas: con que funcionen, es suficiente. Sin embargo,
pocas veces lo hace, porque suele ser un recurso superfluo, puramente
aleatorio. ¿Por qué escenificar La verdad sospechosa con un
vestuario y mobiliario decimonónicos? Porque sí. ¿Funciona? Para
nada. De hecho hay algo de pesado, de machacón, en la puesta en
escena, que se ve agravado por esta opción tan falsa. Porque la idea
de juego está muy bien, pero si luego se aplasta con “conceptos”,
pierde enganche.
Un
momento de este montaje de Helena Pimenta que nos parece
especialmente fallido es la recreación de la fiesta. Aquí está la
clave del tono de toda la obra. La inventiva de Don García se
visualiza de una manera evocadora, el espectador es compelido a ver
lo que el está describiendo. La música y la iluminación están
puestos al servicio de la sugerencia. Pero la cosa no funciona. La
artificialidad vuelve a imponerse.
Lo
cierto es que la obra de Ruiz de Alarcón se apoyo sobre unos mimbres
muy débiles. Este tipo de comedias siempre se construyen, contando
con la benevolencia del espectador, con anécdotas tontas e
inverosímiles. Por eso hay que tratar con mucho cuidado que el
castillo de naipes no se venga abajo. Pero en algún momento del
montaje (para nosotros en al escena de la iglesia), la gracia de la
confusión de nombres acaba por cansar y ya no hay buena voluntad que
valga. A la versión de Ignacio García May, que es limitada en su
intervención, y eso lo apoyamos, quizá le falta pulir algunas
reiteraciones, aligerar algunas escenas que caen en la redundancia y
lo explicativo.
Algo
similar pasa con las interpretaciones. Está bien la presunción de
que un estilo entre grandilocuente y caricaturesco ayude a que la
farsa avance, pero en la práctica de la sensación de que todos los
actores están un poco pasados en su punto de cocción, y si no se
les conociera, en algunos momentos se podría pensar que esta obra
está por encima de sus posibilidades.
Lo
cierto es que Rafa Castejón no nos parece el actor más apropiado
para el papel de Don García ni por tipo ni por aptitudes. No es una
crítica a él como actor, sino a su elección para este papel. Le
falta algo de chispa, de energía con la que dar vida a su personaje.
La fantástica escena en la que inventa sobre la marcha su casamiento
es un prodigio de escritura y está muy bien recitada y con unas
marcas actorales que dan fe de su capacidad. Y sin embargo no llega,
la electricidad que se espera no se transmite al patio de butacas.
Pese
al exceso de énfasis del que hablábamos más arriba, el reparto en
líneas generales sale bien del envite. Fernando Sansegundo pertenece
a esa raza de actores que parece llevar encarnando el mismo papel
desde hace 400 años, en él sí que percibimos la realidad detrás
del concepto. Joaquín Notario también conoce estos característicos
al dedillo y supera algunos ataques de exceso con su habitual saber
estar. Marta Poveda y David Lorente parecen ser los que mejor han
comprendido la pulsión de la obra y quienes mejor manejan las
posibilidades cómicas que ofrece Ruiz de Alarcón.
En
general, da la impresión de que todo el montaje está muy trabajado,
en esto nada que reprochar a Helena Pimenta. Lástima que sus
elecciones pocas veces nos convenzan. Lástima para nosotros, claro.
Parece que no se le ha sacado a la obra todo lo que podría dar de
sí, que la función no es tan divertida ni tan brillante como podría
haber sido. Por ejemplo, la escenografía de Alejandro Andújar,
demasiado parecida a una piscina pasada de moda, juega constantemente
con la idea de puertas que se abren y se cierran, un concepto muy
vodevilesco. Pero falta fluidez y sombra ganas de asombrar con la
pericia técnica. Solo en la escena final, cuando todas las puertas
se abren y se descubre toda la verdad, la idea cobra sentido. Algo
similar sucede con la iluminación de Juan Gómez Cornejo, aún más
claramente expresionista que ese inclinado escenario, en el que los
juegos de sombras evocan un concepto que no casa en absoluto ni con
la obra ni con otras soluciones de puesta en escena.
lunes, 7 de octubre de 2013
Seuls (Teatro Valle-Inclán)
Nos
gusta que en una obra de teatro haya de todo: carcajadas, lágrimas,
espacio para la reflexión, estallidos emocionales, preguntas y
propuestas. Durante hora y media Seuls nos ofreció todos estos
ingredientes en un destilado magistral, más encomiable aún si se
tiene en cuenta que se trata de un “solo”. Por eso nuestra
decepción fue todavía mayor cuando en la última parte de la
función Wajdi Mouawad se deja llevar por el regodeo y durante más
de 20 minutos cae en la más indulgente... En realidad hay un término
muy expresivo que podría definir a la perfección este fragmento de
la obra, pero preferimos dejarlo en “niñería”.
Desde
hace años el arte francófono nos ha ofrecido un género novedoso
(como todos, en realidad cuenta con numerosos antecedentes, pero su
explosión es más reciente) que ya cuenta hasta con un tópico
propio: la búsqueda de la propia identidad. En otros lugares (en
este, sin ir más lejos), este género ha dado pie a empalagosos
egotrips disfrazados de autoficción, pero por algún motivo
escritores, cineastas y dramaturgos franceses han logrado elevarse
por encima del solipsismo para ofrecer creaciones verdaderamente
sinceras y emotivas.
En
Seuls, Mouawad no cuenta su propia historia, pero sí la de alguien
muy parecido a él. Un libanés exiliado en Canadá que pierde el
rastro de sus raíces (otro cliché al que felizmente Mouawad sabe
sacar punta) y que cae en la catatonia, quizá por un revés
romántico, quizá por la falta de perspectivas. Los recuerdos de
infancia y sus relaciones familiares son a la vez un anclaje pesado
que no le permiten vivir su vida y una guía para alcanzar el
conocimiento. Por fuerza, en esta dialéctica acabará por haber
víctimas.
Tampoco
es gratuito ni un mero guiño entre colegas el recurso a la
investigación sobre el teatro de Robert Lepage. El arte es un método
idóneo para la catarsis, para llegar a conocer la verdad a través
de la creación, aunque sea ajena. En la explicación final sobre la
conclusión de la tesis de Harwan comprendemos que el teatro, como
contenedor de espacios y lugares, es el lugar perfecto en el que
entablar una batalla entre las múltiples personalidades que
conforman el individuo y tratar de llegar a una tregua interior.
La
extraordinaria escena de la conversación entre Harwan y su padre
comatoso es un monumento a la creación dramática. En ella Mouawad
da lo mejor de sí mismo tanto en escritura como en actuación. En el
primer aspecto, desarrolla una serie de anécdotas que pasan por
todos los estados de los que hablábamos al principio. Es prodigiosa
su habilidad para engarzar historias, sentimientos y reproches. Todo
de una manera natural, creíble, reconocible. Y para ello es
necesario un actor superlativo, que resulta ser el propio Mouawad. Ya
desde el principio, con su aparición en calzoncillos, Mouawad
desarma al espectador. Tan vulnerable, tan patético también. Quizá
Harwan no sea exactamente él, pero en el tiempo que dura Seuls la
comunión es completa.
La
labor en la puesta en escena de Mouaward también merece ser
destacada. En una habitación muy à la Perec ideada por Emmanuel Clolus, que se va trasformando sin llamar la atención según las
necesidades de cada escena, el Mouaward director hace un uso
contenido pero muy expresivo de música, imágenes y voces para
construir un mundo que es a la vez exterior e interior, un mundo real
e imaginado, un mundo que solo tiene cabida en el cerebro... o en el
teatro. Sin embargo, que Mouaward ejerza de director, autor y
escritor, por muy sobresaliente que sea en cada uno de estos campos,
también tiene sus peligros. Si hubiera habido alguien para pararle
los pies a lo mejor no hubiera pasado lo siguiente, porque...
Tras
la bellísima escena de la conversación con el padre y un divertido
paso por San Petersburgo, se produce un golpe dramático de una
fuerza tremenda. Un “giro de guión” justificado y clarificador.
Esto no nos lo esperábamos. A ver qué viene a continuación. Pero,
ay, lo que llega es el diluvio. Si el ataque pictórico de Harwan
hubiera durado cinco minutos, de acuerdo, tiene un componente
simbólico que aceptamos, la necesidad de dar color a su vida, de
expresarse más allá de las palabras. Pero esto no da para más de
20 minutos en los que Mouawad parece poseído por Miquel Barceló
mientras embadurna todo el escenario con sus pinturas. En todo este
tiempo el espectador pronto deja de pensar en las implicaciones
personales para desear que se le acaben de una vez los tubos de
pintura y lamentar el trabajo que les espera a los encargados de la
limpieza. Triste final, en el más triste sentido, para lo que hasta
entonces había sido un montaje memorable.
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