viernes, 28 de febrero de 2014

La punta del iceberg (Teatro de la Abadía)

El problema con los temas candentes es que es muy fácil quemarse con ellos. En apariencia todo son ventajas: no hay que romperse la cabeza buscando una idea original, a poca buena mano que se tenga el público quedará encantado al verse reafirmado en sus creencias, y de propina el autor será alabado por su “conciencia crítica”. Aunque esta introducción haga pensar que nos estamos preparando para darle un palo a La punta del iceberg que lo vamos a dejar hecho cubitos, en realidad es todo lo contrario: lo que queremos valorar es el estupendo trabajo de Antonio Tabares para evitar todas las trampas del teatro “de actualidad”.

La primera escena es a la vez prometedora y peligrosa. Se plantea sin rodeos el tema central de la obra y se abre el apetito por una historia que tiene su lado de investigación, su vertiente social y que puede dar mucho juego en su aspecto puramente teatral. Pero como estamos escamados, también percibimos la tentación del discurso admonitorio, del sermón que todos nos sabemos de sobra. Por suerte estas tentaciones son evitados con habilidad y un continua capacidad para saltar los obstáculos de manera elegante. Por ejemplo, el personaje del sindicalista da pie a muchos de los regalos simbólicos (más bien esquemáticos) de los que hay que huir si no se quiere caer en las trampas de las que hablábamos. Por una parte el sindicalista heroico sería inverosímil y solo adecuado para obras de tesis, mientras que el sindicalista remolón se convertiría sin duda en una caricatura ya demasiado utilizada por partes interesadas. Así que solo queda la opción de Tabares, hacer de Alejandro un ser humano complejo, contradictorio, creíble.

Pero la fuerza de La punta del iceberg no está solo en la construcción de sus personajes, todos ellos perfectamente dibujados y defendidos, sino en su manifestación más puramente dramática. En la venerable tradición de Rashomon, el espectador va conociendo, junto a Sofía, la protagonista, las diversas versiones de un mismo suceso, que se van completando y contradiciendo, hasta llegar a una conclusión... por supuesto provisional. El incremento de la tensión, el permanente juego de pistas y patinazos, la pericia para desarrollar la historia sin altibajos, contribuyen a que La punta del iceberg sea también un gran ejemplo de teatro comercial de calidad. En este sentido, la labor de Sergi Belbel, salvando escollos y facilitando la mayor fluidez, es impecable. También destaca, una vez más, la escenografía de Max Glaenzel, quien usa unos feísimos muebles de oficina para formar puzzles que tan pronto se convierten en una azotea como en una cafetería en cuestión de segundos.

Durante toda la función Nieve de Medina no abandona el escenario ni un solo instante. Cada entrevista por las que está formada la obra será un nuevo reto para ella, que no solo tiene que aparecer como contrafigura de cada uno de sus compañeros, sino que construye la personalidad más elaborada, incómoda y cercana de todos. La mejor expresión de su ambivalencia está en el momento en el que, tras intentar camelar a Gabriela con comprensión y delicadeza, estalla al teléfono cuando trata a un empleado con la misma falta de respeto y agresividad que está investigando. Lo fácil sería pensar que es una escena reveladora, que ahí se encuentra su verdadero ser. Pero las cosas no son tan claras.

Los momentos de mayor explosividad (latente y evidente) se dan cuando PauDurà se encuentra en escena. Ya hemos comentado que su sindicalista es de carne y hueso, pero es que además Durà lo dota de pasión, de una sutil capacidad para la manipulación, de entrega y cinismo. Como pasa con Sofía, con el Alejandro de Durà no se puede recurrir a categoraciones, a prejuicios o ideas recibidas. La densidad de los personajes, sumada a la de la trama, siempre dejará abierta una rendija a la ambigüedad, a la duda, y Durà expresa con fuerza y encanto esta ambivalencia.

Otro personaje que entra arrasando y no baja de marcha en ningún momento es el Jaime de Luis Moreno. Aquí el espejo muestra por un lado a un chulito hiperactivo, trepa y despreciable, y por otro a un brillante profesional, inseguro y al borde del ataque de nervios. En un montaje que también tiene su buena dosis de comedia, Moreno se lleva las mayores carcajadas. Pero, como en todo lo que atañe a esta obra biselada, también tiene un lado oscuro. Y será Montse Díez quien aporte un personaje totalmente depresivo, es ella quien manifiesta de manera más palmaria el estado de malestar generalizado, y lo hace casi sin palabras, con sus movimientos indolentes, con su expresividad catatónica.

Eleazar Ortiz, que en una obra del montón sería el malo de la película, aquí también tiene espacio para explicarse. Empieza siendo el jefe prepotente e implacable que pone el negocio por encima de cualquier consideración humana, y aunque al final su postura siga siendo la misma, al menos ha tenido posibilidad de justificarse, de poder ser entendido. Chema de Miguel tiene un papel comodín que sirve a la vez como desahogo y para hacer avanzar la narración. Resuelve la situación con naturalidad y humanidad.

lunes, 10 de febrero de 2014

El policía de las ratas (Teatro de la Abadía)

Nos imaginamos que si Àlex Rigola continúa su camino de abstracción, sus puestas acabarán consistiendo en una sábana donde se proyecten sombras. Ni decorados, ni música, ni actores. Y es que por muchas veces que se haya repetido el mismo proceso a lo largo de la historia del arte, no deja de ser estimulante asistir a la evolución de uno de los mejores directores de escena españoles desde la aparatosidad de Largo viaje hacia la noche hasta alcanzar casi el grado cero de teatralidad de El policía de las ratas.

Max Aub dividía los estilos artísticos en dos grandes corrientes: la fluvial, identificada con el clasicismo, en la que todo fluye de manera natural y sencilla; y la laberíntica, que hacía referencia a las diversas escuelas del romanticismo, y que se entretenía en juegos y complicaciones de estilo. Rigola parece estar transitando desde esta concepción más barroca del arte hacia un estilo más limpio y directo al grano. Y este transito de momento ha llegado hasta su obra más clara y desnuda, una adaptación tan fiel que asusta del relato de Bolaño El policía de las ratas.

Esta “purificación”, muy acorde con nuestros gusto y que por tanto recibimos con entusiasmo (su ya fluvial Maridos y mujeres fue lo mejor que vimos en teatro la temporada pasada), también conlleva algunos peligros. Pese a que la sencillez es lo más difícil de lograr, a veces se puede ocultar detrás ella la pereza, la falta de ideas. Entre una puesta desprovista de lo accesorio y una producción barata para salir del paso hay una fina línea que demasiados creadores han traspasado con impunidad. Pero en una obra de contrastes como El policía de las ratas hay un elemento extraño que pone en valor todo el empeño: la poesía.

Si el mundo descrito el El policía es sucio y degradante, su escenificación es impoluta; si su trama casi filosófica es enredada y compleja, su exposición es cartesiana; si sus personajes son decadentes y apocalípticos, su presentación es elegante; si la historia que se cuenta es una trama detectivesca, su intención es claramente propiciar una reflexión humanista sobre el arte y el individuo. La precisión y contención no hacen sin embargo fácil para el espectador el poner toda su atención reconcentrada en una narración sin apenas apoyos dramáticos, y será por eso que la obra gana en intensidad y vuelo cuando se impone la evocación. Ante tanta frialdad, es necesario algo de lirismo para recordarnos que todavía queda algo de esperanza.

En una puesta tan sobria, los actores no tienen demasiado espacio para el lucimiento, pero tanto Joan Carreras como Andreu Benito sacan todo el rendimiento posible a sus personajes. En un trabajo en el que se imponen sus impresionantes voces y sus esporádicas explosiones dramáticas, en una conjunción muy elaborada llevan la narración de la historia con una sincronía milimetrada. Una pareja que también estamos deseando volver a ver en próximas entregas de la ruta de Rigola hacia lo inesperado.


lunes, 3 de febrero de 2014

Emilia (Teatros del Canal)

¿Qué es lo contrario de una “feel good movie”? (lo de “feel good play” no ha tenido fortuna). No sería exactamente una película que te hace sentir mal, una de esas a menudo bienintencionadas producciones sobre tragedias humanas que dan pie para hacer comentarios grandilocuentes y decir qué mal lo he pasado. Pensamos más bien en esas películas tipo Polanski, por citar a un director de actualidad, esas película que nos causan desasosiego, extrañeza, mal cuerpo o, más directamente, mal rollo. 

Pues bien, todo esto lo siente el espectador de Emilia desde el principio. Ya desde su presentación, Emilia nos pregunta por qué la miramos asustados. Es verdad, no ha hecho nada (bueno, para ser precisos, todavía no sabemos lo que ha hecho), pero la atmósfera transmite inquietud. Y eso es solo el aperitivo, porque a partir de entonces la tensión solo hace que aumentar. Primero porque no sabemos lo que está pasando. Todos los personajes se comportan de manera extraña, enfermiza, pero no sabríamos identificar su patología. De hecho, para afuera, todo son signos de alegría, de familia bien avenida. Pero no nos lo tragamos. Como cuando el niño acoge a Emilia con una impostada excitación, somos conscientes de que tanta parafernalia es falsa. 

Pero lo extraordinario del montaje es que nunca sabremos descodificar el secreto de ese malestar. El caso más claro es el de Walter, el padre interpretado por Alfonso Lara. Parece un tío confiable, cariñoso, protector. Pero en todo momento tenemos clarísimo que en su interior se esconde un monstruo. Nos atreveríamos a hablar de aura, de esa energía misteriosa, ese halo invisible y sin embargo totalmente perceptible. Y si Walter desprende un halo de amenaza, toda la obra refulge en unas llamas incontrolables. Como esos muebles que cuelgan del escenario, hay una gran catástrofe que está a punto de desbocar y que nadie podrá parar. 

Reconocemos que podemos admirar el trabajo de Claudio Tolcachir, pero nos cuesta analizarlo: somos incapaces de desvelar el misterio. Y no nos referimos a la trama, que finalmente queda resuelta, sino a la capacidad de Tolcachir para hacer que el subtexto sea clarísimo para el espectador, pero sin mostrar sus cartas en ningún momento. El texto se podría estudiar de manera clásica: la evolución de los personajes, la escalada dramática, la siembra de detalles que más tarde cobrarán significado. También la puesta es de un simbolismo tan sencillo que puede llevarse al otro extremo, al naturalismo. Con la clara referencia de Huis clos en mente, podemos ver el escenario además de como una prisión (literal en el relato de Emilia, metafórico como espacio contrito de la familia), como una estancia del infierno. Pero más allá de estas huellas, el proceso por el que esto que vemos y oímos se convierte en algo completamente distinto (y aterrador) en nuestras mentes, se nos escapa. Signo de que estamos ante gran teatro, sin duda. 

Una cosa que sí sabemos es que para lograr este efecto se necesitan unos actores extraordinarios, y Emilia cuenta con esta factor. Lo de Gloria Muñoz ya es histórico. Vale que cuando cuenta la historia del perro Rocco es como si el resto del mundo dejara de existir (todavía recordamos su monólogo en Kabul: sin duda Muñoz es una de esas actrices por las que merecería la pena pagar para verla leer la guía telefónica), pero es que cuando se queda en segundo plano, en una posición en que para cualquier otro actor se limitaría a hacer bulto, ella sigue teniendo una presencia magnética.

Ya hemos hablado de la capacidad metafísica de Alfonso Lara para con un gesto llevarte al fin del mundo y con una mirada hacer que te tires por el precipicio que se encuentra allí. Es capaz de hacer que el espectador se meta debajo de la butaca o de provocar su compasión incluso en sus arranques más violentos. Malena Alterio primero es un fantasma, casi etéreo, sin apenas presencia física, como si lo que viéramos fuera un espectro (y ahora, al escribirlo, nos damos cuenta de que efectivamente lo era). En la parte final adquirirá voz y determinación. Un giro más radical y más brusco que el de los otros personajes y resuelto con contundencia.

David Castillo también tiene que lidiar con cambios de intensidad y de posición sentimental. Tan pronto es el cariñoso hijo que adora a su padre como el atemorizado cachorro que teme ser abandonado en la cuneta. Daniel Grao pasa de ser un personaje literalmente marginal a ejercer como desencadenante de la tragedia. Su escena está llevada con naturalidad, y si bien su personaje no desprende el mismo aroma de incertidumbre, también mostrará una doble cara. Puede que no explique muchas cosas, pero sí una de gran importancia. 

Concluiremos con un breve apunte sobre lo único que no nos ha gustado de Emilia: el recurrente y para nosotros atravesado tópico de la mujer sacrificada (siempre es una mujer). Se puede interpretar como abnegación, como martirio, sin olvidar algunas implicaciones religiosas. Pero se mire por donde se mire, nosotros esto nunca nos lo creemos. Que la víctima acoja con resignación un castigo que no merece y que encima se muestre agradecida... Quién sabe, a lo mejor en la vida pasa, pero en el teatro se convierte en algo teatrero.