En 1952 el director húngaro Ladislao Vajda (uno de los mejores realizadores que hayan rodado en España) firmó una Doña Francisquita que aún hoy en día conserva su encanto, su agilidad, y, lo diremos, su modernidad. Casi cincuenta años después, Albert Boadella firma una biografía escénica de Amadeu Vives, autor de la música original de la zarzuela Doña Francisquita, cansina, reiterativa y, también, anticuada.
Hace unos años Albert Boadella trajo a Madrid a su grupo Els Joglars con una versión de El retablo de las maravillas, de Cervantes, que servía como perfecta metáfora para poner al descubierto tantos camelos del arte moderno. Lo difícil en estos chanchullos en desvelar la ridiculez de ciertos movimientos artísticos sin ser acusado de cafre, conservador o directamente tonto. Ahora con Boadella tenemos un problema: su figura ha sido objeto de tantos ataques por motivos políticos, que una crítica a su desempeño artístico podría verse como consecuencia de una animadversión personal. Pero aquí no hay nada de eso, simplemente Amadeu nos aburrió, nos irritó y nos nos hizo gracia.
Lo primero que reprochamos a Amadeu es la pobreza de su estructura argumental. Da la sensación de que se ha producido un gran esfuerzo de producción (gran coro, gran orquesta, gran vestuario) y una importante negligencia creativa. La historia del joven periodista hiperclicheizado que poco a podo descubre la biografía de Vives y acaba convirtiéndose en su mayor fan parece pergeñada en un par de momentos, venga, que tenemos que engarzar las canciones de algún modo.
Y esto hace que las actuaciones musicales parezcan un simple “Grandes Éxitos de Amadeu Vives”, seguramente muy apreciados por sus seguidores, pero que a los que desconocemos la mayor parte de su obra nos deja más bien indiferentes. Algo que hubiera ayudado a evitar este alejamiento hubiera sido tan sencillo como facilitar unos sobretítulos (como se hace en el Teatro de la Zarzuela), ya que aunque en la obra se insinúe que Vives era partidario de un estilo más natural e inteligible, sigue siendo humanamente imposible entender a un coro de zarzuela.
Pero quizá lo peor de la obra (lo otro era lo aburrido, esto nos irritó) es su parte cómica. Boadella parece no haber comprendido que fuera de los ambientes políticos, los madrileños no son muy amigos de las alabanzas, y sus halagos a Madrid fueron recibidos con más embarazo que agrado. El momento más bajo se produjo cuando un “catalán” vestido de “cubano” hablaba “mexicano” a la manera “pantinflesca”.
También, aunque no fuera su intención, era inevitable hacer una comparación entre la vida de Vives y la del propio Boadella, y por eso queda tan sonrojante la parte final, sobre todo ese “no hay nada más español que un catalán” (que, por cierto, nos suena mucho más lo de “no hay nada más español que un vasco”, tanto da”), manera fácil de buscar el aplauso en territorio amigo. Pero éste nunca había sido el estilo de Boadella, ¿no?